Urbicain. 19
de septiembre de 1974 jueves.
El
miércoles, 15 de mayo recibí carta de Lorian de Salignac, mi compañero de
estudios en la Universidad de la Sorbona en Paris. Recordaba nuestros días del
68 y mandaba un paquete con fotos y documentación que había recogido. Me
invitaba a que fuera con él a Arles en julio. Tenía mucho interés en que
hicieramos una investigación en los muros de una casa, para averiguar si podría
haber tenido modificaciones que pudieran ser, posiblemente, un antiguo
escondrijo escondiendo objetos u objetos que tuviera gran valor histórico o
artístico. En todo caso una investigación de interés. Lorian me daba su
teléfono y pedía que le llamara; aceptara o no: quería hablar conmigo.
Como pedía,
le llamé ese mismo día y ante mis tibias escusas, que venían por mis
obligaciones en la Universidad, dijo que no me apresurara. Sabía de mi trabajo
universitario y de que siempre me gusta ser serio con mis compromisos. Dijo una
cosa que cambió mi postura inicial: -Alberto te estoy hablando de una
investigación en un lugar que seguro te va interesar: ¡En
el número 2 de la Place Lamartine en Arlés! -¿Y? – Le dije, no sabiendo muy
bien a qué se refería. –Alberto… ¡es la casa donde estuvo viviendo Vincent Van
Gogh! Eso evidentemente disipó todas mis dudas. Además, Lorian tenía reservadas habitaciones en el Hotel
D’Arlatan en el 26 Rue du Sauvage y autorización de los propietarios de la casa
del número 2 de la Place Lamartine, más conocida como La Casa Amarilla, todo
para la semana del 8 al 14 de julio, con posibilidad de ampliar tiempo. Así
pues, como todo ello era totalmente compatible con mi trabajo en la Universidad,
le dije que sí, que iría y así lo hice: el sábado 6 de julio llegué hasta Arlés
en el Citroen DS Tiburón. El viaje hasta la Junquera fue entretenido y fui
disfrutando del paisaje. Sin embargo, a partir de allí, y una vez que me fui adentrando en la Provenza fue una
autentico disfrute. Llegué a Arlés, allí esperaba Lorian y empezamos a hablar
del asunto en la cafetería del hotel D’Arlatan. Dijo que estuvo alojado en la
Casa Amarilla unos días y uno de los empleados de la panadería más cercana, que
había sido albañil durante muchos años, le enseñó las habitaciones donde estuvo
viviendo Vincent Van Gogh. El el dormitorio próximo al que figura en el cuadro
del pintor, que era donde dormía él, en una de sus paredes, habían observado
señales inequívocas de que se habría hecho obra hacía tiempo para reformar
parte del lienzo de pared, concretamente una superficie de 50 por 60
centímetros. Quería que lo viera yo por
si mi opinión de arqueólogo pudiera ser buena para convencer a las autoridades
para una investigación que propiciara remover lo presuntamente hecho y ver que
había detrás y si esa obra pudiera haber sido hecha entre el 21 de febrero de
1888, fecha de la llegada a Arlés de Van Gogh y mayo de 1889, fecha de su
reclusión en en el asilo de San
Remy de Provence. Quedamos Lorian y yo en recabar
documentación para poder sacar información sobre la vida del pintor, entre la
que se incluyó las cartas a su hermano Theo. Le expliqué que para hacer una
ejecución como la que proponía, no bastaba las meras suposiciones sino indicios
serios, con base documental que dieran base para esperar una hallazgo de
especial valor.
Lorian estuvo desde aquél día
empeñado en las búsqueda de antecedentes y se desesperó por la escasa
información que pudo conseguir del tiempo que estuvo Vincent Van Gogh en
aquella casa. Pero esta frustración terminó por cambiarla, dada su habitual
habilidad para enfrentarse a las dificultades, con las gestiones que hizo con
la propiedad para que le dieran permiso para hacer una calicata en la pared a
la que me refería. Lo cierto es que, un buen día, de aquellos en los que
estuvimos en Arlés, se presentó muy temprano con un oficial albañil; subimos al
cuarto de la casa amarilla y, con una somera explicación que le dí al operario,
y las advertencias de los cuidados que debía tener para evitar daños
irreparables, empezó con un cortafríos a dar pequeños golpes en el lugar
señalado. Vimos cómo el muro no tenía, detrás del yeso, piedra alguna, lo que
ya era un buen indicio, puesto que el resto de él, si las tenía. Después de
unos minutos en los que fue aumentando el agujero que se iba haciendo, vimos
que cedía la argamasa y dejaba lugar para un espacio hueco. Iluminamos el
interior con una linterna y no parecía haber nada. Lorian, que se impacientaba,
me miraba con ansiedad como interrogándome sobre si quisiera que se abriera más
el hueco. después de estudiar las
posibilidades y ante la evidencia de no verse objeto alguno en el interior por
la zona que iluminaba la linterna; autorice al albañil que prosiguiera el
trabajo.
En ese momento me acordé de aquel
incidente que me ocurrió en la excavación de una tumba en el Valle de los
Reyes, cerca de Luxor, en la que la ansiedad hizo que me precipitara y metí la
mano: estuve a punto de que me picara una escorpión, con el consiguiente susto
y neurosis que cogí, y todavía me dura, hacia esas situaciones. Desde entonces
tengo un temor arraigado a los huecos oscuros. En este caso, en un inmueble
dentro de una ciudad y un primer piso es muy improbable que pasara algo semejante,
pero el miedo es una cosa que no suele atender a razonamientos: por eso, corriendo el riesgo de dañar algún
objeto oculto di mi autorización para proseguir.
Con el cuarto golpe del cortafrío,
cayó el cascote mas grande del lienzo de ocultación que habían superpuesto a
una especie de hornacina y quedó a la vista todo su contenido. Había un pequeño
paquete envuelto en papel atado con una vieja cuerda de bramante bastante
deteriorada y todo cubierto por goterones de yeso y polvo que debieron depositarse
al cerrar la hornacina. Me miró Lorian con cara de excitación y, con las manos,
le hice una señal para que lo cogiera. Así lo hizo y minutos después estábamos
despidiendo al albañil, al que Lorian pagó de manera tan generosa que se fue
dando las gracias y repitiendo varias veces que si queríamos algo más que le
avisáramos. Nos sentamos cerca de una vieja mesa que teníamos disponible y tuve
que lidiar con la dificultad de desenvolver el paquete con mucho cuidado y los
requerimientos de Lorian que se le agolpaban los nervios. Al despejar el último
pliegue se descubrió su secreto: No eran cartas de Van Gogh, que hubiera
guardado allí, ni de Gauguin, ni tampoco documentación que nos diera nueva e
interesante información sobre los dos grandes artistas. Era un taco de billetes
de Napoleón III. Me preguntó Lorian si con ese dinero pudiera haberse librado
Vincent Van Gogh de la extrema pobreza en la que pasó allí sus días, sujeto al
dinero que le mandaba de vez en cuando su hermano Theo. -No lo creo. -Le
dije. - Ese dinero quedó sin valor cuando fue depuesto el Emperador por la
Tercera República. Tapamos el agujero y liquidamos el asunto comiendo en un buen restaurant, con
una bullabesa y confit de pato... que nos quitó de raíz la frustración.
(Publicado en el diario La Tribuna de Ciudad Real el 4 de julio de 2015)
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