La bacinilla bajo la cama se hacía
notar, callada, más de la cuenta. Todo el cuarto se llenó de sus sordos gritos
y el sueño se abotargaba con los vapores del amoniaco. Susana se levantó y la
vació. La tiró por la ventana hasta oír que se rompía. La madrugada del lunes
20 de enero, oscuro y frío enero, cargada estaba de silencios apenas rotos con
el silbido del tren correo, marcando la hora sin puntualidad. La calle Ciruela
brilló con el relente de la noche en los oscuros adoquines de basalto. Subían
los viajeros por la calle hablando fuerte, olvidaban la madrugada. Ajenos a la
conversación que se oía quedo en el rincón de la callejuela de su izquierda: – Me dijiste Dámaso que vendrías a por mí.
Cuando te he visto aparecer por la puerta, me puse muy contenta, estaba
convencida de que venías a eso, y ahora me dices que espere, que espere otros
seis meses más en esa casa que es para mí una maldición. No espero más Dámaso,
ya me has dado muchas largas. Lo hiciste….no, no no, no digas nada déjame que
termine de lo que te quiero decir, luego me cuentas lo que quieras, pero…déjame
Dámaso, déjame que termine. Vine por ti aquí, cuando me diste la primera
palabra, ¿te acuerdas? Fue en la calle de Huertas, cuando salimos de la casa de
Echegaray. Entonces te creí de verdad, me pareciste un hombre cabal y de los
que cumplen su palabra. Y además con esos ojos brujos que tienes no podía más
que creerte, pero ya ves, vine…y me volviste a prometer, ¿Cuándo fue? ¿Hace dos
años? Y ni por esas, largas, largas y largas. Ya no aguanto más. Me voy. No se
a donde pero me voy. Todo lo mas lejos que me dé lo que tengo en el bolso. Así
que…adiós. –Bueno ¿puedo hablar ya? Se que te sientes engañada pero sabes, por
que te lo he ido diciendo, de los problemas que he tenido y sigo teniendo. Yo
no me puedo mover así como así. La policía me tiene fichao. Tenía fichao a mi
padre y ahora me tiene a mí. Lo suyo fue cosa del estraperlo como ya te dije,
pero lo mío es simplemente porque soy el hijo de mi padre. Pero no me voy a
escudar en eso. Si no te he retirao ya es porque no me van bien las cosas y yo
quiero que vivamos bien. Mira Susana sabes que me gustas mucho y te he cogido
mucho cariño. Pero un hombre debe hacerse cargo de su chica y si no puede pues
se jode y hasta que no lo puede hacer hay que esperar. Tengo a la vista unas
mercancías que vienen de Portugal y yo las voy a traer de Badajoz, me van a dar
mucho dinero.- ¡Otra vez estraperlo Dámaso!, díme, ¿otra vez? – Bueno Susi no
es así del todo, es solo mercancía, que se compra allí mas barata y se trae
aquí y se gana muy buen dinero y ya está. Lo que pasa es que no se hace de otra
manera porque con los impuestos y los permisos se va el capital. – Bueno Dámaso,
no quiero que me digas más, se acabó, y me voy. No quiero verte más, me haces
sufrir mucho y la vida que llevo me tiene hecha una ruina, quiero hacer mi vida
normal, trabajar donde sea, en una carnicería o en el campo criando cerdos como
hacía con mis padres, que bien se me daba criarlos, vacunarlos, caparlos y
matarlos y salir adelante. Además, a ti ya te consolará la Paqui que bien te
tiene cogido, cuando ella quiere. Adiós Dámaso, déjame… me voy al tren: voy a
llegar tarde. – No te vayas, que no, no quiero que me dejes, yo soy lo
suficiente hombre para sacarte a ti de todo eso que me dices. Si te vas… no se
lo que haría, no puedo quedarme tan tranquilo, no te vayas, anda Susi. Mira que
si lo haces ¡me voy a cabrear! Y sabes que cuando me cabreo me da por dar
trancazos, que bien lo sabes tu, ¿a que sí? – Adiós Dámaso, me voy. Dámaso la cogió del brazo y acercó la cara a
la suya respirando fuerte, como lo solía hacer cuando se ponía fuera de sí.
Sonó el silbato del tren; ya había
llegado, pararía diez minutos. La campana del convento cercano sonó a maitines.
Más de uno sin darse cuenta se removió en la cama apurando las últimas horas de
la noche. El sereno abría la puerta al farmacéutico en la esquina con la plaza:
llegaba de Madrid con la furgoneta DKW llena de mercancías y se le habían
olvidado las llaves. No quería despertar a la familia –Bueno, señor boticario, ya sabe que cuando lo necesite otra vez estoy
por aquí. No tiene más que avisarme.- Muchas gracias. Lo tendré en cuenta, pero
no creo que se me olviden las llaves otra vez. Buenas noches, Otilio. - Buenas
noches señor boticario. Que descanse.
Empezó a llover. Una menuda lluvia, que
más parecía niebla que lluvia, estaba haciendo desaparecer los contornos de las
casas del fondo de la calle. Todo era humedad y el agua desleía los colores de
la pintura. Otilio dejó un momento el chuzo apoyado en la pared y se abrigó con
una capa de lona encerada que llevaba colgada de uno de los brazos, tapó la
gorra con una bolsa impermeable y cogiendo el chuzo empezó a subir por la calle
Ciruela. El reloj del Ayuntamiento empezó con su carillón a tocar la melodía
Westminster y dar las campanadas de las seis. La persiana metálica de la
pastelería se levantó y desde dentro se
veía al pastelero empezar a ordenar y colocar algunos confites del día
anterior. Otilio vió como se metía dentro a hacer los pasteles del día. Más
adelante estaba descargando un camión Pegaso las cajas de tabaco en el almacén
del distribuidor. Cuando llegó hasta el
número 9 le abordó una viejecita que iba a misa a San Pedro. – Señor sereno, quería hablar con usted, ¿no
ha oído usted nada? - ¿Qué tenía que oír señora María? – Unos lamentos.
Lamentos muy penosos que se han oído cerca de mi casa, y vivo allí, cerca de
aquella esquina, mi cuarto es el de la ventana que esta cerca de la esquina. ¿De
verdad no lo ha oído usted? – No señora no he oído nada. De toas maneras no se
procupe iré a ver qué es lo pueda haber pasao, no se procupe. – Muchas gracias
señor sereno. Buenos días. –Buenos días señora.
El sereno siguió su camino cansino,
subiendo por la acera de la izquierda. Al llegar a la bocacalle primera, no vio
nada en principio. Se adentro por el empedrado del callejón y, teniendo tan poca
luz, encendió la linterna que llevaba. Siguió andando; en un rincón vio un
bulto en el suelo. Al llegar se confirmó el miedo que le iba entrando. Era un
hombre. Parecía muerto, yacía tumbado retorcido entre un charco de sangre. Tocó
el silbato de alarma y salió corriendo a avisar.
A las seis y media rodeaban al muerto
cuatro policías, un forense y el juez de guardia. Tomó este la palabra después
de esperar la inspección del forense que permanecía agachado: - Manuel ¿esta
degollado, no? - Si, una pelea, aquí hay
una navaja limpia y además juraría que el que lo ha hecho tenía el pulso firme.
Debe ser alguien con práctica médica o algo así. El corte es firme. – Hombre o
mujer, ¿qué opinas? – Con toda seguridad hombre. Una práctica así es difícil
que la tenga una mujer.
Susana miraba por la ventanilla del
tren correo. Amanecía. Terminaba su pesadilla con la hermosa luz rosada del día.
No sentía remordimientos, él sacó la navaja antes. Era su vida. (Publicado en el diario La Tribuna de Ciudad Real el 4 de julio de 2015).
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