Tengo
miedo que anochezca. La luz del día disipa mis terrores y con ellas aparece
todo de nuevo; los colores, vuelven haciendo recobrar los volúmenes de las
cosas, dando vida y realidad a lo que antes solo era un sueño; y creo así que no
estoy indefenso, conjuro la soledad, y tengo compañía. Desde aquella noche
inesperada de mi estancia en el distrito de Lizard, en Cornwall, mi vida no
tiene sosiego. Recuerdo el principio de aquel viaje, con las oscuras rocas de hornblenda y serpentina, la genista y el brezo
de Cornwall; y finalmente el mar, un mar grande, potente, con energía titánica,
que llega hasta la ensenada, cercana al lugar donde fui a parar.
No sé, quizá porque estaba escrito así, o
porque una fuerza ajena a mí me invitara a ello, llegué hasta un pueblo pequeño,
Cadgwith. Es una agrupación de casas hechas con
bloques de serpentina y techos de paja oscura, perteneciente a la
parroquia de Ruan Minor. Parece aquél paraje como si estuviera lejos de toda
civilización. En uno de los lugares más apartados del país. Tenía la impresión de que Cornwall, aquel lugar de brillante e
inquietante luz, era un lugar oculto del mundo. Esa impresión podría venir
posiblemente de la fría humedad, de la presión atmosférica o quizá de los sombríos días que se
avecinaron. Los habitantes viven de la pesca, cuando les deja un mar
embravecido que está minando la costa en múltiples cavernas y acantilados,
donde hay un enorme pórtico al que llaman “La Sartén del Diablo”. Paseando por allí, un vacío de extraño
vértigo empuja a alejarse. En el borde más bajo de la oquedad, cuando la observaba, vi brillar en el suelo un
pequeño objeto. Su dorada luz entre las briznas de la tupida hierba me llamó la
atención. Hurgué entre el verde y cogí
lo que parecía ser un medallón metálico. Lo llevé a la casa donde me alojaba,
con prisa, aprovechando la luz natural que se perdía por momentos. En la casa
de huéspedes, después de una concienzuda limpieza, descubrí que era un escudo
de oro de Felipe II, acuñado en Amberes. La barbilla prominente del rey sobresaliendo por encima de la armadura,
junto con su conocido rictus grave no dejaba lugar a dudas. Debería haberme
mostrado feliz por el hallazgo pero… presentí todo lo contrario.
La
tarde se agotó. Las nubes negras de media tarde se tornaron, agrupándose, en
cielo gris oscuro, plomizo, confundido con mar y tierra por una densa bruma que
empapó los últimos momentos de luz. Los graznidos
de las aves sonaron estridentes. Al fondo de la ensenada, el amarillo intenso
de los líquenes de las rocas mudó a ocre apagado. El mar agitaba su respiración
con un bronco rugir de inusitada violencia. Cerré la contraventana y encendí la
luz. La dueña, Carreigh, trajo un caldo antes
de dormir: pareció tranquilizarme pero el desasosiego seguía. En pijama y a la
luz de la lámpara comencé a leer. Entre las páginas del libro leía un documento
sobre la diosa Febris (la Fiebre ), hija de Saturno, que tuvo dos santuarios en
Roma. La diosa de la purificación. Tenía yo necesidad de esa purificación por
la sensación de decadencia y debilidad. La purificación necesaria para
proseguir en paz el recorrido por la
vida. Cerré el libro. Lo dejé plegando sus hojas como si fueran las puertas de
una fortaleza: despacio y con convicción. Necesitaba volar por otras latitudes
en abiertos paísajes de soleada mañana; abandonar la progresiva congoja que iba
invadiendo mi ánimo. Sin embargo, solo
tenía disponible un libro sobre los celtas, lo cogí sin demasiado interés. Por
él me enteré que las mujeres llevaban más de quince fíbulas para sujetar el
vestido, hechas de bronce; servían al parecer también como talismán. Imaginé
ver la figura de una mujer celta, con el pelo trenzado, luchando en la guerra
junto a los hombres, y poseyendo sus propios bienes; podía elegir a su
compañero con el que vivir en igualdad. Leyendo estas cosas me vino el sueño.
El cansancio pudo con la insistente tensión de una oscurecida y preocupante
tarde. Apagué la luz.
Un
pausado y mareante movimiento sacaba mi cabeza de la oscura habitación. No se
entregaba el cuerpo al reposo. Los sentidos se agudizaron en extremo. Parecía
estar en vigilia esperando algo que pudiera avecinarse. Los oídos no percibían
absoluto silencio. Un zumbido grave invadía la habitación. El tacto de mi
cuerpo con las sábanas y la ropa me hizo pensar que la piel se había vuelto muy
fina. Los ecos oídos en la tarde de los graznidos de gaviotas y estorninos permanecían, no sé si
en mi mente o en la realidad. Abrí los ojos y me sorprendió ver en el techo el
contorno de las vigas de madera. Algo, dentro de aquella habitación, estaba
iluminando las sombras con una luz azulada. Incorporándome, busqué en las rotas tinieblas el origen de
aquella luz. Lo vi donde, suponía, debía estar la mesa. Me levanté y anduve por
un suelo frío como el hielo hasta que llegué hasta él. Era un círculo de luz. Me retiré aterrorizado
ya que al acercarme vi, en un fogonazo, dos ojos enramados en sangre con una
mirada cruel. El chillido de un pájaro que rompía el vuelo me hizo golpear mi
corazón ya desbocado. Tropecé con la cama y, a tientas, con las manos
temblando, encendí la vela de la palmatoria. La luz azulada fue sofocada por la
cálida y parpadeante de la vela. Al acercarme comprobé que era la moneda de
Felipe II la que refulgía. La cogí. Nunca debí hacerlo. Súbitamente, una voz
ronca, pausada, y con una extraña sonoridad, gritaba, maldecía, con firme
expresión: -¡No he recibir más pagas y
socorros! -Se oía.- ¡El Rey me
prendió, pues así lo hizo y ejecutó don
Diego de Orellana Chaves! No he de cumplir
yo más servicio a Don Pedro de Zubiaure. ¡Nunca más! Me mataron y sin clemencia
alguna, no permitieron que viviera ni una hora más. Apuraron mi vida olvidando
servicios y padecimientos ofrecidos al Rey otrora. ¡Mala vida les quede hasta su fin! ¡Yo, Rui Alvez lo digo!
Solté
la moneda, que cayó a la tarima rodando. No sabía que hacer. Abrí la ventana y
cogiendo la moneda, que me seguía llenando, por su contacto, la cabeza de
imágenes de sangre y un enorme sufrimiento; la arrojé con todas mis ganas hasta donde debía estar la ensenada, oculta por las
más negras sombras. Quizá acabaría en el mar.
Desde
aquella noche desgraciada, no he podido descansar en sosiego, especialmente
cuando llega la oscuridad de la noche. Siempre espero que acudan a mi cabeza las
imágenes recurrentes de muerte y sangría, junto con el muy próximo conocimiento
del pánico eterno de un hombre sorprendido por los que le mataron; por querer
dejar de guerrear; por irse a su casa a intentar vivir. En algunas noches de
tempestad, todavía vuelven, apareciendo ante mí, los ojos cargados en sangre
que, fijamente, intentan pedir comprensión para su desesperación, a la que no
le encuentra fin.
Todas
las mañanas, al levantarme, cuando con la luces del día recobro la calma,
pienso en mi experiencia en Cadgwith, península de Lizard y pienso si todo
aquello fue producto de la fiebre, que me emboscó un día que leía, con un frío
que me acuchilló el cuerpo, o una realidad que nunca puedo confesar, por temor
a que se dude de mi palabra. (Publicado en el diario La Tribuna de Ciudad Real el 20 de junio de 2015)
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