20100501

AMANECE CANÍCULA

Imagen: www.vroblas.blogspot.com



El tiempo en el que nació Sirio es el más caluroso del año, se le llama Canícula. Ese nacimiento alegró a su padre, el dios Eolo, señor de los vientos; el mismo que hizo encerrar a todos los vientos en una vasija, menos uno, con el que Ulises podría volver a su tierra, Ítaca; hasta que la codicia de sus compañeros hiciera que destaparan y liberaran de su encierro a los vientos, creyendo que guardaba un tesoro. La tempestad los devolvió a la isla Eólica de donde habían salido. Los vientos son los que nos traen el verano.

Sirio es la estrella más brillante del firmamento. Es pues fácil de reconocer, en la constelación del Can. Es ahora cuando mejor se ve, en las noches limpias y breves del año, en la oscuridad perlada de brisas aromáticas y sugerentes. Noches cortas pero intensas. Siempre lo hermoso acostumbra a venir escaso, se prodiga poco.

En estos días que vienen cargados de calor, por el templado aire de latitudes del sur, el color de la ciudad se ilumina de manera brillante, deslumbra de radiación hasta hacer entornar los ojos. No abundan ya los viejos tejados de barro cocido, rosas y ocres tostados, amortiguados por los líquenes, que arraigaron en sus tejas, en amarillos y pardos verdes, apagados por la sequedad. Ahora son terrazas y azoteas de muy mala resolución, como diría un arquitecto. Esa parte se lleva la virtud escueta de su funcionalidad, de servir para lo que se hizo, pero sin que belleza alguna dignifique al edificio y a quien lo habita. Desde la calle ya no se ven y, así las cosas, poco importa su tratamiento: cuanto más económico mejor. Sin embargo, todavía abundan vecinos que sacan las hamacas a estrechas terrazas de pisos minúsculos, apretados en un bloque. Carnes caídas y blanquecinas, cargadas de abandono a las comidas pesadas, o a los años y trienios, se asoman a la calle para pasar revista al vecindario. Desde allí, y con su camiseta que fue blanca, sin mangas, elevan el tono de la sospecha, de la admiración, y del recuerdo no desprovisto de alguna envidia. Batas horrorosas, que ni con las flores del estampado llegan a hermosear el hábito, se mueven con el escaso viento caliente haciendo que la dueña sienta que su compra sirvió para algo. Dirá a su vecina que es muy fresquita, pidiendo sin querer indulgencia por el adefesio. El aliento de pensión que sale del piso les impide soñar con Hawai o con Bombay. Eso les libera de ciscarse en todo aquello que les imposibilita tener una renta algo más digna. Ya se sabe que no se desea lo que ni siquiera se sueña.

Con los vientos que traen los calores, especialmente los del Sahara, además del polvo del desierto con el que se mastica el duro verano, vienen sofocos que turban las mentes llenando de confusión, desde una simple galbana, que nos sestea las horas de la digestión; hasta ese no dejar aprender para los últimos exámenes, que precisan la vigilia. Habría que conseguir de Eolo que nos permitiera guardar en una tinajilla los vientos del verano algún rato que otro.

La negra sombra de un árbol de cerradas hojas es lo más amistoso que podemos encontrar en las horas del día. Bajo ella, sentados, podemos ayudar a la imaginación a seguir viviendo con iniciativa. Ni los años, ni la estúpida inercia de los que desprecian la utilidad de aquellos que ya han pasado por los caminos, y saben donde están los agujeros, pueden arruinar la disposición de seguir peleando por vivir dignamente. No solo están hechas las espesas sombras para leer un libro, o para dormirse oyendo la radio. También se puede acudir a la llamada de conversación que la abubilla nos propone. Para eso basta con dirigirse al silencio, abandonando el ruido del que esta ciudad está eternamente manchada, sin remedio conocido.

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