20141227

UNA VIEJA HISTORIA



La tía Albertina de Jaime, mi amigo de la guerra, (como digo yo al haber compartido la mili), era mujer abierta de gran expresividad y con una alegría con la que podría alegrar medio país, no tenía empacho en abrir su casa a cuantos amigos tenía, y a los amigos de sus hijos y parientes. Vivía en un caserón muy hermoso de la calle Abajo, en Hervás, y no me extrañaría que fuera una de tantas personas, descendiente de aquellos judíos que se confesaron conversos para salvar vidas y haciendas. Ella tenía muy claro que lo más importante de la vida es vivir, y estar conforme con sus ideas y creencias, sean las que fueren, y defiende su fuero por encima de cualquier eventualidad. Más de una vez había dicho que para defender la vida y la libertad, es menester cualquier medio, preferiblemente pacífico, pero si éste no era posible: con uñas y dientes. Era mujer guapa, había sido rubia y, aunque aun le quedaban algunos rizos, se le había trocado en un blanco inmaculado; ojos azules, limpísima, y preocupada siempre de oler bien. Pese a sus bien contados sesenta y dos años, tenía una piel algo morena, tersa y admirable. Hace años, un día de diciembre, con una cuarta de nieve en las calles y un frío polar, estuvimos Jaime y yo alojados en su casa. Por la mañana, cuando llegamos procedentes de Madrid, nos salió a recibir con el mandil puesto, secándose las manos y su esplendida sonrisa asomando por la cara. Como siempre, repeinada, limpia y perfumada. Nos colmó a besos, muy sonoros, con los que quería demostrar el afecto que nos tenía. Nos cogió del brazo a los dos y nos llevó dentro.  Pasamos el equipaje hasta el zaguán y un olorcillo a escabeche inundaba el bajo de la casa.
Poco después, desde el final de la escalera, cuando estábamos abriendo la maleta en nuestros cuartos, nos dio una voz: - Chicooos, ¡aliviad, que os voy a llevar a un sitio a tomar unas cañitas muy ricas!
No sé si fue porque los días de nevada el sonido se propaga mejor, o por la luz intensa que entraba por el ventanal de la escalera o por el silencio que llenaba de tranquilidad todo el pueblo, pero por un momento pensé que aquel podía ser un buen sitio en el que vivir. Pensé en la expulsión que siglos atrás hizo que cientos de judíos tuvieran que irse de la comarca por motivos de su religión y el dolor intenso que debieron sentir en aquellos momentos de abandonar casas tan hermosas como aquella, de sus tierras, de la tranquila vida que habían vivido ellos y sus antepasados, luego, desarraigados de su país. Me dio una inmensa pena.
Bajamos Jaime y yo hasta donde nos esperaba la tía Albertina, pues así la tomé yo desde el primer día que la conocí. Se abrigó con un oscuro gabán de lana cuyo paño ella misma había hecho en el telar que tenía en una de las salas de abajo donde pasaba muchas horas trabajándolos, bajo el tibio calor del sol y una chimenea que chisporroteaba siempre en el rincón, en los fríos días de invierno. Los tres, forrados con gruesas prendas de abrigo anduvimos por el pueblo, doblamos la calle y Jaime preguntó donde íbamos, a lo que Albertina respondió que a la Tapería de la calle del Convento. Mi amigo contestó: – Ah, claro, ya sé donde es.
Paseamos un rato por las estrechas calles empedradas, entre sus casas de vieja construcción medieval, asomando las costaneras de madera de castaño con sus nervaduras al descubierto desgastadas por el paso del tiempo, apretados ladrillos de tejar y otras con sus sillares de granito haciéndose fuertes en las esquinas y ventanas. Todas hablaban, y parecían hacerlo en ladino, llamando a sus antiguos propietarios perdidos por el tiempo y la persecución. Llegamos finamente a la Tapería y nos pusimos tibios de cerveza y buenas tapas que apenas dejaban hueco para la comida, hasta que la tía Albertina mandó parar e irnos a comer, temiendo que la hartura en el tapeo acabara con las ganas en la comida que había preparado.
-Jaime, hijo, ¿cómo es que no vienes más por esta que es tu casa también? Venid los dos. –Dijo la tía,  con algo de nostalgia en sus palabras. – Sabes que siempre me dais una alegría cuando os veo venir.
-Ya lo se tía.-Dijo Jaime- La verdad es que me encanta estar contigo. Ya sabes que a mi madre le gustaba venir también con su hermana y si no lo hago más a menudo es por el jodío trabajo que me tiene trabado más de la cuenta. Pero te aseguro que lo haré más a menudo. Y, si puedo, con él, que ya sabes que nos llevamos muy bien y siempre tenemos de lo que hablar y de lo que discutir.
 Me miró sonriendo y yo no tuve por más que afirmar con la cabeza. Luego pensé en estos ofrecimientos y cavilé más de la cuenta, pues aunque no soy muy partidario de los compromisos en los que hay incertidumbre en cumplir, me inclinaba a dejar claro que me era muy grato volver cuantas veces fueran propicias.
Por aquel entonces estaba yo escribiendo a caballo entre Madrid y Bruselas donde solía refugiarme y aislarme para que me cundiera el trabajo.  Así pues, necesitado de un lugar más cercano y con el cariño que me daba, yo también le dije a la tia Albertina que volvería pronto. Me premió con una espléndida sonrisa.
Dimos cuenta de un guiso de berenjenas y el pescado en escabeche con limón que con unos buñuelos de manzana, con aroma de moscatel, después de comer, nos hicieron caer en el sofá junto al fuego con el estómago lleno y satisfecho.
Nos contó Albertina viejas historias de la ciudad de Hervás, que así la llamaba.  Aun humeaba el café cuando después de reposar la comida, Albertina se disculpó para ir abajo, al sótano, a hacer unas obligaciones, según dijo. Cuando había pasado un rato, mientras estaba dormido Jaime en el sofá, calentándose a la lumbre, oí una voz que parecía tía Albertina que hablaba con alguien. Me levanté sin hacer ruido y fui acercándome hacia el origen de aquella voz. Si, era de la tía Albertina y venía del sótano. Conforme me acercaba oía: Pon paz, bien y bendición et gracia y merced y piedades sobre nos y sobre Ysrael tu pueblo, y bendizenos a todos en uno con luz de tu presencia. Distes a nos, Adonay, nuestro dio, ley y vida y bendición, amor, merced y iustedad, y piedades y bien; et paz y bien en tus ojos para bendezir a tu pueblo Ysrael; bendito tu, Adonay, bendición de su pueblo Ysrael con paz.

Dentro de una enorme tinaja de vino, cuya boca estaba accesible por una escalerilla, estaba tía Albertina en una especie de capilla con ilustraciones hebreas, rezando en ladino. Cuando me oyó, volvió la cabeza y sonrió. Hizo una reverencia y salió de allí, cerrando la boca de la tinaja. Me cogió del brazo y contó: -Este es el lugar retirado donde mi familia y todos nuestros antepasados hemos seguido rezando a Dios por el rito hebreo desde el siglo XV, cuando el edicto de los Reyes Católicos nos obligó a esconder nuestras creencias; ahora, que se puede hacer abiertamente, lo suelo hacer así en memoria de los que tanto sufrieron. Me dio un beso y subimos compartiendo el secreto familiar. Eso me unió más a ella.
(Publicado en el diario  La Tribuna de Ciudad Real el 27 de diciembre de 2014)

EL AJUSTE DE UN ECTOPLASMA



Se paró Simón García pensativo en el quicio de la puerta. Miró hacia dentro de su piso echando un último vistazo a sus cosas del salón donde tenía los papeles que había ordenado. Hizo memoria y, tras unos
momentos de reflexión, miró hacia arriba como si hiciera balance de todas sus consideraciones y dándose la vuelta cerró con la llave, dejando zanjada su despedida.
Llegó hasta el hospital, sin dejar antes de comprar el periódico como hacía a diario. Entró en Urgencias y en pocos minutos estaba metido en un box tumbado, mirando y reconociendo todas las formas geométricas del techo. Más allá, dos camas a la derecha, una señora que había confesado su procedencia de un pueblo de los Montes se quejaba con tan amargos lamentos como exagerados: no convencían y más parecía oficio de plañidera que producto de un atentico e inevitable sufrimiento.
Su hija, con voz tan fuerte como innecesaria se hacía hacer oír por toda la sala: -Mama, no se queje usté, que no es pa tanto… ni que la estuvieran matando… usté ha tenío cosas más fuertes en su vida… Por otro lado, a modo de coro, un abuelo se empeñaba en sacarse sus adentros cada vez que tosía y, como es natural, lo remataba con un ¡hay! que no era más que el punto final de cada golpe de tos. Instante después parecía festejarlo con una ventosidad. Así fue pasando la mañana con sus extracciones de sangre, interrogatorios sobre cómo le dio el dolor con cada uno de los médicos que fueron llegando y oyendo a las enfermeras sobre las cualidades y lo rico que esta el jamón.
Finalmente por la tarde, y en vista de sus dolencias lo pasaron a planta, donde le destinaron a una habitación donde estaba un paisano muy animoso; pasó las horas hasta que a le dieron el alta y se quedó solo.
Las vueltas que dio en la cama no le servían para gran cosa salvo para dar cuenta de todas las últimas cosas que le habían sucedido. Echó la vista atrás hasta el día en que su corazón le dijo: basta, y lo tuvieron que arreglar de alguna manera. Los disgustos de su trabajo, el hundimiento de su empresa, la ausencia de compañía, debió de ser la causa de estar en aquel cuarto, boca arriba, con un horroroso pijama, que más parecía uniforme carcelario, y haberse puesto en manos de gente extraña, muy profesional que se empeñaban en dar una explicación técnica sobre sus males que apenas acomodaban al lenguaje de la calle. Entró en turno una enfermera muy mal encarada que se permitió la licencia de estar en todo momento tratándole como si fuera un deficiente mental, eso sí, convencida estaba que lo hacía con todo su afecto maternal, pero el resultado era malo. Un operario retiró las monedas del aparato de recaudar para ver la televisión, y pensó, cosas de la experiencia de los años, que de aquel cepillo algún monaguillo podía estar haciendo una sisa.
Oyó por la noche como un hombre internado, agricultor, que ya se encargó él de decirlo más de una vez, le echaba la bronca a su mujer porque quería arroparle por la noche. Salieron las ostias a relucir, la familia y hasta las divinidades de las que el muy obtuso se fue acordando en sus ataques de ira, pero aun así se oía la voz tenue de su mujer que le recriminaba cariñosamente su comportamiento. Para su conformidad y a modo de invocación se le oyó decir: ¡Qué hombre este! Una mujer de edad que estaba al principio de la galería, Concha,-así la llamó una auxiliar-, se dedicaba a recorrer todas las habitaciones para enterarse de los males de cada uno y luego hacer el guiso en su cabeza y servirlo a la concurrencia, con algún saborcillo de intención.
Lo peor le vino algo después cuando subieron desde urgencias al abuelo que conoció allí. Volvió a su casa empeñado en que en el hospital no hacía nada, pues él creía tener un triste catarro, pero tuvo que volver con dolor fuerte en el pecho y con el volante del ingreso en cardiología.
Este buen hombre seguía con su costumbre de toser cuando le daban de beber y cuando comía, sacándose sus adentros como ya dije.
Simón fue llamado de improviso a la mañana siguiente a hacer una prueba de esfuerzo. Lo llevaron en silla de ruedas paseándole por todo el hospital enseñando su miseria, su horrendo pijama, la cara de circunstancias y de debilidad que no podía disimular. Unos le miraban con compasión, otros con curiosidad y otros, como entomólogo que mira a un insecto antes de pincharlo en su colección. No mejoró esto el ánimo de Simón, antes bien lo mermaba; aun así, no sé de donde, pero sacaba fuerzas para contestar con dignidad las preguntas que le hacían y aun para tomar a broma su situación. Cuando terminaba de hacer alguna acción resolutiva o terminaban los tratamientos se le oía decir en voz baja: -pis, pas.
Le pusieron a andar por ese extraño pasillo que se mueve y que no va a ninguna parte, con la advertencia de que si sentía dolor que avisara. No había llegado a dar la vuelta a una imaginaria manzana, cuando sintió un golpe en el pecho y calló sobre la cinta en movimiento retorciéndose por el empuje de ésta. Se lo llevaron para reanimar, pero fue baldío el esfuerzo. Sus días habían terminado.
Esa noche en la sala de cardiología, cuando acababan de dar las doce y los televisores se les fue misteriosamente el volumen, estaba de nuevo el agricultor echándole la bronca a su mujer, ella le intentaba calmar como siempre y le solicitaba si quería algo. Cando él soltó un feo insulto a la mujer, sonó un fuerte guantazo y la cara del agricultor se dobló y casi se desnuca. Cuando inició a decir: - ¡me caguen!.. Otro fuerte guantazo sonó, sin verse mano alguna que lo diera, y esta vez le dobló la cara hacia el otro lado. No volvió a rechistar en su vida.
A las dos de la madrugada fue la señora Concha le que al oído le dijeron con mucho sigilo: -es usted una jodía cotilla y se la van a llevar los demonios. ¡Corríjase! Media hora más tarde, el abuelo de las toses sintió oír: -prepárese abuelo que vamos a jugar al dominó y dejará de hacer guarrerías con las toses. Al día siguiente se lo encontraron muerto. Parece ser que una enfermera recibió un capón cuando estaba sola en el control y otra un beso cuando terminó su turno. Al punto se oyó en la galería: -Pis, pas.
(Publicado en el diario  La Tribuna de Ciudad Real el 20 de diciembre de 2014)

20141214

EL COCHE DE PEDALES



Oyó Lucía a su madre llegar a su cuarto. Abrió las contraventanas y le dijo: Lucía mi niña, levanta. Hoy tenemos muchas cosas que hacer, venga, vamos ,vamos, vamos, ¡que estás de vacaciones!.. Ella abrió los ojos y sacó las manos de detrás del embozo de su cama. Su pelo estaba revuelto y, sin embargo, su cara estaba preciosa como siempre y aún más graciosa con los ojos hinchados por el sueño. Traía Susana, su madre, el vestido de la niña que dejó encima de la silla y cogiéndola en brazos, dándole besos, se la llevó hasta el baño. Lavada, peinada y perfumada se sentó ella en la cocina para desayunar. - ¿Lucía, que le vas a pedir a los Reyes Magos? Dijo su madre sin mirarla, mientras atendía al cazo que calentaba la leche. Lucía se puso a mirar al techo pensativa. La luz de la ventana era intensa. El sol entraba con fuerza en la casa aquella mañana de diciembre en la que aun se veía en algunas casas salir el humo de las chimeneas con olor al azufrado humo del carbón. En Santiago de Compostela había hecho unos días una pausa y no llovía, atendía más a la niebla que llegaba desde las cuencas de los ríos empujada hacia abajo por la densidad del aire frío. En la radio, cantaba Lola Flores aquella canción en la que decía dar azuquita, canela y clavo a la pava. Lucía se despertó de su ensimismamiento y le dijo a su madre: -Mamá, ¿le has dado tu eso al pavo del corral? – ¿A qué te refieres nena? –Lo que dice esa señora de la canción: azuquita, canela y un clavo. – Ja ja ja, que chica ésta, que cosas se le ocurren… no rica no, solo maíz, y va que chuta.
Abrieron la puerta de la casa y madre e hija se fueron hacia el centro de la ciudad, a perderse por las estrechas ruas, haciendo sonar las suelas de sus zapatos sobre las húmedas piedras del viejo granito. Estuvieron dando vueltas y comprando todo los que precisaba para la comida y algunos dulces para después. Lucía se empeñaba en pegar las narices en los escaparates cuyas luces hacían salir los colores de cuantas cosas estaban a la venta.  Su madre se paró a hablar con una pareja de amigos, Marta, pariente suya, y José Juan compañero de trabajo y se distrajeron más de la cuenta, sin advertir que Lucía se escapaba por una de las calles cercanas. Cuando repararon en la niña la empezaron a buscar muy preocupados, angustiadas la madre y su amiga. Después que pasaron unos minutos, Marta la vio, como no, con la nariz pegada en un escaparate del que salía una luz especial. Era una juguetería en la que, desde allí, se veían extendidos por el suelo, como continuación de los que se veían desde la calle, cientos de juguetes;  de madera pintada de vivos colores: trenes, patines, marionetas articuladas, construcciones geométricas, animales con el rabo de cuerda de esparto, y muchos más. – ¡Lucía, pero chiquilla, cómo se te ocurre venir hasta aquí sin decir nada! ¡Tu madre esta muy preocupada! Lucía, parecía no escuchar nada, tenía la vista fija en uno de los juguetes más grandes, al que señalaba con el dedo y repetía con mucho interés: -Ese, ese, ese, ese lo quiero. Me lo pido, ¡ese me lo pido! –Pero Lucía rica ¡si eso es un coche de pedales que es para niños, no para una niña como tu! – No, no, no; es para niñas también y yo quiero uno. Se lo contó Marta a su madre y desde ese día, cada vez que salían de compras o de paseo, Lucía tiraba de la mano de su madre para ir a ver su coche de pedales. Verde, con las ruedas con un ribete blanco que le daba más fuerza a la goma, el asiento acolchado en tela negra y un volante metálico negro en el que Lucía soñaba poner sus manos a guiar.
Un día hubo una refriega con su primo Manuel: porque él también quería el coche de pedales y decía que lo había pedido antes que ella, que en modo alguno estaba dispuesta a reconocer. Lucía desde el día que vio el coche de pedales ya no tuvo descanso. Cogía las sillas pequeñas y les daba la vuelta para hacerse a la idea que era un coche de pedales, para eso cogía el plato de la maceta de la Planta del Dinero que movía a un lado y otro como si fuera un volante. La miraba su madre y llegó a hablar con su padre por si era posible que le echaran los Reyes Magos el coche de pedales. A su padre no le gustó mucho a idea y zanjo el asunto no muy bien: -¡Por Dios Susana! ¿Una niña jugando con un coche? ¿Pero te has vuelto loca? La niña tiene que jugar con cosas de niña, muñecas y cosas de esas. Además Susana, ¿tú sabes la pasta que cuesta el cochecito? ¡Nada menos que 450 Pesetas! Vamos... Que no estoy dispuesto a dar ese dineral por darle el capricho a la niña. Nos hace falta para cosas más importantes. Ves pensado otra cosa que le pueda gustar; ya le diremos que los Reyes no tenían el coche de pedales. ¿Vale? – Bueno. Pero no es ningun disparate, o si no, ¿Cómo es que te has enterado que cuesta eso? ¡Anda, dílo! ¿Tanteabas comprarselo, no?  - Yoo, no, me lo ha dicho mi hermano que fue a preguntar para Manuel.
Llegó el día de Reyes Magos, y cuando se levantó la niña para ver sus regalos, el coche no estaba. Había una muñeca, una cocinita con sus trastos en miniatura, un saltador con sonajeros en las empuñaduras y un muñeco de madera, con brazos y piernas abiertas como si fuera una doble pinza de colores, que, al ponerlo en una escalerita de madera, bajaba por ella dando vueltas cabeza abajo; caramelos, pinturas y cuentos. El coche de pedales, pero rojo, se lo echaron a su primo Manuel, que para eso su padre tenía el riñón bien cubierto.
No hace mucho, un día de Navidad que había caído un hermosa y copiosa nevada, paseaba Lucía con su marido por la Plaza Mayor de Madrid, donde vivían. Sus hijos se habían independizado y ellos vivian en un pequeño apartamento, un ático, en el barrio de Chamberí. Además de tomarse un chocolate en San Ginés, querían comprar algunas cosas para el pequeño Belén, antes de que vinieran sus hijos a cenar en Nochebuena.  Contaban, detrás de sus bufandas que les protegía de un intenso frío, los días de Reyes cuando eran chicos. Lucía contó su vieja historia del coche de pedales verde. - ¿Cuantas veces me lo has contado? Dijo el marido. – No se, unas cuantas. Que quieres que te diga, fue mi frustración de niña.

Llegó la Nochebuena y después de cenar fueron todos al cuarto de los padres donde encima de la cama estaban puestos los regalos. Alli había una enorme caja que estaba envuelta en un papel rojo. En él había un cartelito con el nombre de Lucía. Lo abrió y era un coche de pedales verde, como el que pidió de chica, pero hecho a escala mayor de manera que ella podía subirse y darle a los pedales. Lo había mandado hacer su marido y ella, como no, se subió y se dio unas vueltecitas por el apartamento.
(Publicado en el diario  La Tribuna de Ciudad Real el 13 de diciembre de 2014)

20141207

EL IMBORNAL



En una ciudad de la Mancha, cuyo nombre no es menester mencionar, paseaba por una calle adyacente a su plaza Mayor, Doloritas, una señora que venía de la misa de ocho de la Catedral. Iba abstraída en animada conversación por el móvil con su hermana Justa, viuda como ella, y con la que compartía a diario su agenda. Levantada la cabeza, recogido el bolso bajo el sobaco, y mirada perdida. Para ella, no existía la calle por la que andaba como una autómata, estaba más en rebatir los argumentos de Justa sobre la conveniencia de ir a visitar a su amiga del colegio, Edu (Eduvigis en realidad), discrepando por la  razón: que le había hecho un feo cuando acudieron a saludar al Obispo. Cometió  Edu el grave error de hacerse la graciosa a su costa, y claro, le sentó fatal.  Cuando más énfasis ponía en sus razones para no ir a verla, creyendo que lo más conveniente era esperar un tiempo para que Edu le pidiera perdón por su atropello,  de improviso, y cuando pasaba por el borde de le acera al lado de un imbornal, de éste salió una voz que con firmeza, voz grave, como si Morgan Freeman hablara, le dijo: - ¡Cuidado que eres bruja Doloritas! La voz del imbornal aumentada por la cavidad subterránea, como si de una gran tinaja fuera, hizo que diera un respingo que le hizo saltar hacia dentro de la acera, y gritar un ¡AAAAHHGG!; con la mala fortuna que al caer del salto se rompió un tacón de los zapatos que tanto le gustaban, unos Curapíes que compró, no se sabe bien cuando, y que eran de su gusto; eso hizo que el susto, el disgusto y la desgracia aún mas grande.  Los viandantes la miraron sorprendidos, tanto de su salto, como de su grito espeluznante y de la especie de baile con movimiento de caderas al romperse el tacón que no hubiera superado una bailarina egipcia; tratándose como era ella una señora, seria, con ropa seria, gorrito con lazo gris serio y a la que le habían caído ya bastantes años sobre sus espaldas, sin haber movido ni un músculo ni ejercicio desde que cumplió los cuarenta y nueve, convencida como estaba de que cumplir los cincuenta la convertía en una señora.
Ella interrogó a los que estaban a su lado: - Lo han oído ustedes eh, eh? Uno de ello tomó la palabra y educadamente le contestó: - ¿qué es lo que teníamos que haber oído señora? – Lo que me ha dicho alguien desde el imbornal, ¿no? ¿No lo han oído? – Señora yo no he oído nada ¿y vosotros? –dijo volviendo la cara hacia los que le acompañaban. Ellos negaron con la cabeza. – Pues se ha oído bien fuerte, vamos, pero bien fuerte. Bueno… ¡Está bien!
Nada más que llegar a su casa, le contó el susto a su hermana mientras se tomaba su Pipermint, con pelos y señales; Justa, la estuvo interrogando para enterarse de su historia con todo detalle. Lo que hizo, sin olvidar dato alguno, e incluso adornando con algunos más que se fue inventando, sin tener conciencia de que así lo hacía. Iba en su propia naturaleza, que le pedía algo más que una historia interesante.
 Al día siguiente no fue en la misma calle donde se dio el susto sino en la de la pescadería donde había ido a comprar un verdel para la comida. Al pasar por uno de sus imbornales, la misma voz que el día anterior le habló esta vez, y dijo: - ¡Doloritas, pedazo de bruja, como no te corrijas vas a ir al puto infierno! El salto en esta ocasión no tuvo malas consecuencias para los tacones de sus zapatos sino que al retroceder del brinco que dio, se topó con la farola nueva del Ayuntamiento que, nada más llegar hasta ella, se dio en la frente que había protegido con el antebrazo sin mucho éxito, y la hizo rebotar hasta el mismo borde de la acera donde estaba el imbornal. Al verse junto a la boca negra entre rejillas, le parecieron fauces dentadas y levantando las manos echó a correr gritando: -¡Socorro, aaaahgg!
Al llegar a su casa y contarle las nuevas a su hermana, tomando sus copitas de Pipermint que decía calmarle los nervios, ésta le convenció de ir a la Comisaría a denunciarlo. Estaban convencidas de que algún sinvergüenza del Ayuntamiento, que debía trabajar en el alcantarillado, la estaba acosando. Allí la escucharon con atención, eso si, abriendo mucho los ojos, mirándola como a enajenada y, después de redactar la denuncia, acordó y prometió el cabo que la atendió que preguntaría en el Ayuntamiento si en esas calles había operarios trabajando. Por la tarde llamó a las señoras y les aseguró que no había nadie en esas calles operando en el servicio y que además, en esos tramos, no cabía nadie en el alcantarillado pues su luz era muy pequeña. Quedaron las dos con  más frustración que disgusto. Doloritas por no encontrar castigo para el dueño de la voz y Justa porque lo que era una historia interesante se trocó en fantasía que necesitaba tratamiento.  Trató con mucha delicadeza de explicarle que a lo peor había tenido algunas alucinaciones, a lo que Doloritas reaccionó con mucho enfado: - ¿Yo loca?, ¿que estas diciendo? ¿Que estoy loca? ¡Vamos, vamos, vamos! No lo esperaba de ti, Justa. ¡Vamos! ¡Que decirle eso a tu hermana...! Te juro que lo oí como te estoy oyendo a ti, y salía del hueco maloliente del imbornal… Claro… (Empezó a hacer pucheros, restregándose los ojos con sumo cuidado para escenificar su dolida reacción) ya no puedo contar contigo…

Justa no se dio por vencida y con tiento, y algunos besos, finalmente la convenció de ir al médico. Esperaron a que finalizara la consulta para entrar a la visita y explicarle al galeno las historias que les traían en vilo. Don Julián, (que así se llamaba el médico) las abrasó con preguntas, con un tono que parecía muy trascendente y de gran importancia y que sin que lo advirtieran algunas de ellas fueron: ¿Toma medicinas? ¿Hace bien la digestión? ¿Tiene gases? Y finalmente: ¿bebe algo de alcohol? A lo que las dos al unísono respondieron: Si unas copitas de Pipermint que nos gusta mucho. ¿Cuántas? – Bueno…-dijo Justa. –Ella se toma tres al día, mañana tarde y noche. Muy pequeñas… ¿sabe? La verdad es que no eran tres, ni seis, sino algo más de la docena, puesto que si a ella le gustaba el Pipermint, a Doloritas, le volvía loca. Por eso tenía buenas chapetas en las mejillas y la nariz enrojecida, con sus venillas y todo. El Médico fue tajante - ¡Se acabó el Pipermint! ¡Señora, se esta usted intoxicando! (que era la forma culta de decirle que  se estaba alcoholizando y veía y oía alucinaciones). Salieron las dos del brazo cogidas y Doloritas con cara de haber cometido un grave crimen. No salió en varios meses de su casa y su desintoxicación fue curada con croquetas, que tanto le gustaban a Doloritas y que suplieron al Pipermint, con la consecuencia de ponerse como un tonel. Pero ya no volvieron a hablarle desde los imbornales.
(Publicado el 6 de diciembre de 2014 en el diario La Tribuna de Ciudad Real)

20141202

SUEÑOS DEL VIEJECITO



Las campanas, no sé  de qué iglesia, avisaron que llegaría puntual todos los días a la plaza Mayor. Cuando estoy abrochando la bicicleta a las barras del aparcamiento, repaso lo que voy a hacer inmediatamente: comprar el periódico y ordeñar el banco, si es que las ubres de las que dispongo no están secas.  Nunca se me ocurre hacer una inspección de la república, que ya hay tiempo todo el día para eso y, pese a que la rutina siempre es la misma, espero, día a día, que ninguno sea igual; que alguna sorpresa pueda prepararse, y eso desde que alborea y abro los ojos. Por eso, cuando  minutos después de todo lo que decía, estaba sentado en la cafetería, viendo las volutas del vapor del café caliente subiendo entre la luz templada de las lámparas, llegando hasta a mí el penetrante olor a café recién molido, pensé  que ese día algo iba a suceder. Como suele ocurrir, las grandes experiencias vienen siempre precedidas y como consecuencia de hechos sencillos.
Leía el periódico cuando me dio Max los buenos días, sonriendo, llegando hasta mi con su andar lento, pensando los pasos, titubeando alguna vez. – El martes me llamó mi amigo Roberto, - dijo - no sé si lo llagaste a conocer, era director de cine en el Reino Unido, como era común en aquel tiempo se puso un nombre en inglés, ya sabes de a quien me estoy refiriendo. -Al decir esto, sonreía Max. – Bueno, pues me dijo que vendría, quedé con él aquí; así que, si te parece bien, y no tienes nada que hacer, le esperamos.  Verás que es un tío excepcional, de esos de los que ya no hay. – Me parece bien Max. – Le dije. Pedí otro café para él y seguimos hablando esperando al director de cine.
A la media hora apareció por la puerta un viejecito mirando hacia todos los lados, buscando a alguien. En cuanto lo vio Max, se levantó de la mesa y le llamó: -¡Roberto aquí! Nos vio y sonriendo se acercó con los mismos pasos de Max, lento, titubeante. Con algún temblor en la mano, posiblemente algo de Parkinson, pero llegó; se sentó, y después de los saludos de rigor, empezó a hablar como si fuera un libro abierto; nunca mejor dicho. Arrellanándose en el sillón, habló:
-En una cafetería de la Avenida de los Capuchinos, más lujosa y grande que ésta, pero con el mismo aroma de café, me encontré de sopetón, en París, con una preciosidad que siempre me ha tenido embobado, incluso ahora en su recuerdo: Gene Tierney. Andaba sobre el entarimado con sus tacones tan suavemente como si fuera en zapatillas de felpa, con andares delicados, sonrisa perdida y gentil, y mirando hacia delante con la convicción de una persona inteligente, segura. Se sentó en una mesa al lado del ventanal. Pidió un café y encendió un cigarrillo. Las volutas de humo del tabaco hacían aun más irreal a aquella maravillosa mujer. Cuando me miró, sonrió y me hizo una seña para que me acercara. Me saludó muy cariñosa y recordaba mi nombre, desde que nos vimos en el rodaje de “El embrujo de Shangai”. Entonces yo estaba de ayudante, buscando exteriores y colaboraba en aquella película. Era un encanto. Eso que llaman amor platónico es lo que desde aquel día me incendió el corazón y me ha servido de motor para vivir con ilusión y con energía, para superarme. Me dolieron mucho sus desventuras, tanto la tragedia de aquella niña que tuvo, con retraso mental, sordomuda y ciega; le contagió de rubéola una admiradora durante su embarazo; como sus amores desventurados ulteriores. Sin embargo, hasta su muerte en Houston en noviembre de 1991, seguía con mi amor platónico. En aquel día, en la cafetería de París, hablamos como dos camaradas y, sin saber cómo, nos entendíamos tan perfectamente que pareciera que hubiéramos sido amigos íntimos desde hacía mucho y, como os digo, solo habíamos hablado dos veces y las dos, apenas dos horas, en cada vez. Desde el ventanal de aquella cafetería, vimos el bullicio de aquella avenida de París con el encanto que siempre ha tenido la bien llamada la Ciudad Luz. Reímos en un momento en que ella propuso hacer vivir a los transeúntes una vida imaginada, poniendo a prueba nuestra imaginación. Ella la tenía  portentosa y su buen oficio de actriz ponían un carácter de veracidad a las pequeñas historias que estuvimos imaginando; así estuvimos casi dos horas hasta que se presentaron Dana Andrews y Clifton Webb, compañeros en el reparto de “Laura”. Dijeron que estaban en Paris para presentar la película. Andrews nació en una granja de Collins (Misissipi). Era el tercero de los trece hijos que tuvo el reverendo baptista Charles Forrest Andrews. En realidad se llamaba Carver de primer nombre, pero decidieron en Hollywood que apareciera el segundo, Dana, como principal. Por otra parte, Clifton Webb, con su refinada forma de ser, actuado siempre como un gentleman, No entraba en conflicto nunca con ninguna mujer. A él solo le interesaba su madre, vamos era lo que se dice un hijo devoto. Posiblemente por el escaso interés que mostraba por el sexo contrario, muy común en estos casos. Tenía una conversación muy culta y entretenida y se podía estar con él  horas y horas sin aburrirse uno. Siempre me llevé bien con él, aunque no se porqué, posiblemente con su sensibilidad, se debió dar cuenta de mi devoción por Gene Tierney y se mostraba sardónico conmigo cuando conversamos aquel día. Acabamos los tres en el Trocadero mas tarde, intentando ver las estrellas sobre la Torre Eiffel. Dana llevaba una petaca con Bourbon y brindamos por un futuro venturoso y por vernos otra vez. Ella al despedirse me besó y desde entonces… ¡estoy flotando!
 Por desgracia, nada de eso volvió a ocurrir, ellos se fueron a Estados Unidos y yo me fui a Inglaterra donde finalmente hice una aceptable carrera de ayudante de dirección que me sirvió para hacer películas mas tarde. Pero retomando lo que os contaba, después de tantos años y de haber tenido experiencias extraordinarias que colmaron mis sueños de juventud, lo que me queda ahora que soy un viejecito, que tengo mis nervios y fuerzas en retirada, es mi recuerdo de Gene Tierney, de la que tengo todas sus películas en DVD y las veo en mi casa en una pequeña salita de proyección que he montado, donde vuelvo a resucitar aquellos buenos momentos. Y… perdonadme el rollo que os he dado por haceros partícipe de mis recuerdos, hablar de ello hace que vuelvan con más fuerza y eso es… ¡cojonudo!

Roberto el amigo de Max, no nos dio el rollo, como dijo, sino que nos contó una hermosa historia, de la que nunca podríamos haber sospechado  de la que pudiera ser protagonista aquel viejecito que entró en la cafetería con sus pequeños pasos, una bufanda raída, y la nariz y las mejillas encarnadas por el frío.
(Publicado en el periódico La Tribuna de Ciudad Real el 29 de noviembre de 2014)

UNA BROMA INTERESANTE


-El cinco; arriba. Dijo el interventor cuando subía al tren. Encima de su cabeza se podía leer en aquel vagón azul oscuro; Int. Wagons-Lits-Cook. En la plataforma miró los periódicos en el expositor. Cogió el diario Hürriyet y leyó: Lunes, dos de mayo de 1960. Si es de hoy. Se llevó un ejemplar. Por algunas ventanillas levantadas entraba la brisa de aquel hermoso día de primavera y el olor a la carbonilla se disipaba a rachas con el de algún cinamomo, que habría, no muy lejos, al otro lado de la Estación. Se sentó en el sillón abatible de madera junto a la pequeña mesa del departamento. El silencio duró poco. Llegaron las pisadas sobre el entarimado del pasillo y las conversaciones en inglés, turco y francés. Marc inició la lectura de los titulares del día. Se dormía sobre el periódico. El silbido del tren le despejó. Se frotó con a dos manos la cara y se asomó a la ventanilla. Diez minutos despues se oyó la voz del Jefe de Estación: ¡Kalkış Orient Express, bir dakika! ¡Departure of the Orient Express, a minute!; después, varios resoplidos de vapor de la máquina, la Estación pareció moverse; pero no, era el tren que se ponía en marcha. Próxima estación: Sofía.
Pensaba Marc que ya iba siendo la hora de retirarse a su casa, en la tranquilidad de Begur. Le parecía oír a María, su hermana, tocar el piano. Sabía ella lo que le gustaba oír las piezas de jazz favoritas. Las tocaba de maravilla: dulcemente, con sentimiento, dejando que las notas flotaran por el entorno, como invisibles entes con vida propia: hablando de sentimientos, de tristeza, de prontos de una alegría firme, relajante. Maria no quiso saber nada de las recomendaciones de su padre, más bien órdenes; y él agradeció que así fuera, que desobedeciera, pues descubrió el talento de su hija, con la música. Se le saltaron las lágrimas cuando la vio la primera vez dando clases en el conservatorio de Girona, desde la ventana, quieto, callado, descubrió las maravillosas manos de su hija. Nunca más le dijo lo que tenía que hacer. Jamás le dijo nada, para ella no fue un triunfo, sino solo orgullo que terminó compartiendo su padre. Marc pensó lo lejos que estaba aún de Begur. Se empezó a deprimir y sin esperar más, se levantó y se fue al comedor. Se sentó en una mesa y mientras venía el camarero se entretuvo en pasar el dedo anular por el pespunte del almidonado mantel blanco, pensativo, con la cabeza baja. De chico le gustaba subir a la torre a ver el mar. Ahora ya no sería igual, la torre ya no parecería tener la altura de entonces. No entendía la vida y el mundo como lo entiende ahora. - ¿Le gusta el mantel? Desde la mesa de al lado una mujer de unos cuarenta años le estaba mirando y sonreía. – ¿Me lo dice a mí? Dijo Marc. –Perdone si le he molestado, pero es raro ver a un hombre entreteniéndose con el borde de un mantel. – No, no; no me ha molestado, es que estaba abstraído y a veces tengo esa manía de pasar el dedo por superficies delicadas. Bueno, la verdad… el borde del mantel, con este pequeño encaje parece, ahora que caigo, que es… ya me entiende… como si perteneciera ropa interior… - Ja, ja qué cosas tiene usted. O al revés pudiera ser, que alguna ropa interior parezca… ¡hecha con un mantel! Tendiendo la mano añadió: Claudine. Él la estrechó y le dijo el suyo: Marc. Se rieron y después de un rato de animada charla se juntaron en la misma mesa para comer. A Marc le cayó bien ella, le resultaba cercana, familiar, no la extrañaba nada, y eso le dio confianza. Mientras les traían algo para comer pidieron vino blanco y les trajeron una botella de Retsina. Con las copas en la mano, brindaron y  comentó: - ¿Sabía que este vino griego tiene este nombre porque desde tiempos antiguos, creo que 2.000 años, las ánforas donde lo guardaban y luego los toneles, los sellaban con resina de pino para que no entrara el aire? – Ella le miró con curiosidad, como estudiándole y dijo: No, no lo sabía, esta muy bueno. – Si buenísimo. Estuve en Grecia haciendo un trabajo para la Embajada española, casi cinco años, no hace mucho, Lo mejor de ese tiempo fue conocer la gente y entender un poco más a la de mi tierra. – Así que es usted español. Yo soy francesa, profesora de español en el Liceo, en la Provenza, en Aix-en-Provence. Estoy de vacaciones, abriendo los ojos y los oídos; me encanta ver y oír la naturaleza y a las gentes.
Fueron hablando mientras apuraban la botella de Retsina y siguieron con la comida. Terminó contando Marc la vuelta a su pueblo a retirarse. Tenía suficiente como para vivir de las rentas y estaba cansado de disgustos, trabajo estéril, y de estar viajando sin parar, como lo había hecho en los últimos veinte años. Continuaron conversando en el viaje que compartieron hasta Milán. Allí cogerían el tren hacia Barcelona y ella se bajaría en Montpellier.  Cuando estaban llegando a esta ciudad, Claudine sabía ya que él estaba bastante perdido. Marc se enteró que ella tenía una hija de tres años y que su marido había fallecido el año anterior. Se despidieron en Montpellier y prometieron escribirse y seguir conversando sobre sus vidas.

Desde que se montó en el tren de nuevo, camino de su destino, volvió a retomar su anterior vida, buscando la tranquilidad, el sosiego. Llegó por fin a Girona y allí le estaba esperando su amigo y vecino Pere que le llevó hasta el pueblo, tomando la carretera y luego el camino hasta su pequeña masía. Al llegar se paró en la puerta. Miró a Pere  y dijo: -¿Te querrás creer que tengo una especie de miedo de encontrarme con el pasado? – Si, puede ser, tiene su lógica. Contestó él. Abrió la puerta mientras le decía resuelto a Pere: - Tengo ocupación: poner en orden la casa y conseguir que esté habitable y acogedora. Mientras decía esto, e iba entrando, miró dentro y se quedo parado. Todo estaba como él creía que podía estar pero, no había ni polvo, ni olor ha guardado, ni nada que pudiera hacer pensar que llevaba veinte años cerrada.  ¡Pero bueno! ¿Qué ha pasado aquí? Esto está… ¡perfecto! Miró a su amigo y solo fue capaz de decir una palabra: ¿Quién? Obtuvo la contestación: Susi. -¿Susi? Pero si es… ¡Joder claro! Han pasado veinte años y aquella chiquilla de veintiséis años ahora tiene… cuarenta y seis. Qué chiquilla…  Unos minutos después, se presentó ella con la niña; cuando la vio, descubrió el cambio que había tenido en ese tiempo. Era la mujer que se había presentado en la Estación del Orient Express de Estambul como Claudine, estaba de vacaciones. – Como no me reconociste, pensé en gastarte una broma, dijo. Desde ese día, estuvieron juntos sin complicaciones especiales: los dos se necesitaban y la niña, hacía feliz a los dos.
(Publicado en el periódico La Tribuna de Ciudad Real el 22 de noviembre de 2014)

20141116

LA TUMBA SECRETA


Urbicain. Martes, treinta de marzo de 1971.

Un cura de la diócesis de Ciudad Real, amigo de mi compañero Álvaro, llegó a Madrid el viernes pasado;  llamó a casa mientras estaba leyendo el ABC y el Informaciones. Estaba entretenido leyendo la incomunicación por la nieve de Peñales y Poveda de la Sierra en Guadalajara. El cura quería que le asistiera en la indagación de los restos de una cripta de la Iglesia de San Pedro,  como soy arqueólogo y  es de obligación que lo haga uno, me pedía que fuera allí para ello. A los curas no se les puede contradecir, por su practica diaria de dogmas, y estaba emperrado en que nadie se iba a enterar de la averiguación, pues quería mucha reserva. Sin permiso de Cultura, había que hacer el trabajo. Dijo que el señor Obispo daba el visto bueno y que lo sabía el Gobierno Civil. Álvaro tiene confianza conmigo y quiere que le acompañe, por si encontramos algo relevante. No tiene, al parecer, ni idea de los antecedentes del templo, salvo que es gótico. Quedamos para el viernes y fui hasta allí. El templo no está exento y tiene casas adosadas. Si bien habría que hacer una abertura por el altar mayor, deseché esto porque se dañaría sin duda el monumento. Esa obviedad no parece ser advertida por el clero con el que hablo. Pero con la extraordinaria ansiedad del ecónomo, que ese era su oficio, para emprender el trabajo propuso hacerlo por la vivienda particular que estaba adosada en la parte de atrás, por el ábside. Le pregunté porqué sabía que hubiera una cripta, y dijo que él había hecho una investigación y  llegó a esa conclusión por un incunable del siglo XV que hablaba de haber enterrado allí diversos clérigos. Por eso, fuimos hasta la casa del propietario contiguo; la penumbra del zaguán apenas estaba iluminada por el lucernario sobre la puerta de entrada. Se oía el canto de un canario en la vivienda de arriba que con las aspidistras que llenaban el zagúan daban un cierto aire exótico el adentrarse en la vivienda. Consiguió, como no,  la autorización el ecónomo, para hacer un boquete que llegara hasta el muro de la Iglesia. Debió interceder, digo yo, el corazón de Jesús que vigilaba desde una hornacina empotrada en su comedor. Me quedé hasta la semana siguiente y el lunes ya tenía preparada una cuadrilla de albañiles para empezar el trabajo. Cuando llegamos hasta allí, luego de perfumarnos con un café muy aromático de un bar cercano, finalmente, miré el plano que había preparado para el plan de trabajo, sacando la bisectriz del ángulo desde el centro del presbiterio.
A las cinco de la tarde, me llamó la atención la cuadrilla de albañiles que habían llegado al muro del ábside y tenían descubiertas las piedras en dos metros cuadrados superpuestos que eran los que les había indicado. Por la curvatura de las piedras llegué a la conclusión que mis cálculos estaban acertados. Les dije cómo tenían que descolocar los sillares del ábside y después de hora y media estábamos asomándonos por un hueco a un espacio abierto que, con una bombilla, vimos conducía a una escalera de piedra que bajaba aún más. Dejamos para el día siguiente la apertura de un espacio suficiente para entrar sin problemas.
Pasé la noche metido en la lectura de los antecedentes del templo. Tengo que reconocer que la documentación que me dieron los curas era muy completa. Habían incluido como les pedí, toda la que se suponía correspondiente al momento de la construcción de la iglesia y el siglo posterior.
Fui el primero en entrar en aquel espacio abierto, que sin duda era una cripta, no muy grande, pero lo suficiente como para ocupar la superficie inferior del altar mayor y la del presbiterio. Llevaba una bombilla, de las que están abrochadas a un casquillo contra la humedad, y treinta metros de cable o manguera.  Estaba todo lleno de restos de escombros y tierra. Posiblemente, cuando decidieron tapiar la entrada habrian dejado mucho antes de usarla, tanto para enterramientos como para otros usos. Más parecía un  sótano abandonado que cripta.  Dentro pude ver las señales inequívocas de los enterramientos, baldosas de barro y algunas partes de mármol asomaban entre la tierra y el polvo acumulado. Hacia mucho frío. Fuera en la calle debía hacer unos quince grados, por el frente de borrascas de aquella semana, pero allí pareciera que hubiera hielo o nieve. Como digo, frío, mucho frío. Hubo un momento en que me quedé solo. Álvaro, que vino a ver el descubrimiento, se había ido a avisar al ecónomo. Solo se oían mis pasos. Seguí con mi observación de aquel espacio y me puse a proceder a su medición y dibujar los enterramientos que, por sus indicios, iba descubriendo. Mentalmente memorizaba las medidas, y me parecía que sin querer las iba diciendo en voz baja. Pero interrumpí mi cuenta y seguía oyendo repetir las mediciones. Una voz de mujer estaba coreando mis pensamientos. El pelo se me empezó a erizar y el miedo me llenó todo el cuerpo. Despacio y andando para atrás, cogiendo la bombilla, me fui acercando hasta la salida y una vez fuera me senté en una silla que habían dejado los propietarios. Miraba hacia la entrada de la cripta con miedo, pero para calmarme acabé con los codos sobre las piernas y la cabeza entre las manos mirando para el suelo. Un sudor frío me estaba descomponiendo. No hacía más que pensar en qué habría sido  el extraño suceso. ¿De quien sería la voz?
Llegaron Álvaro y don Casimiro el ecónomo. Me preguntaron los dos si me encontraba mal. La verdad, no quise decirles nada, iban a pensar que se me estaba yendo la cabeza.
Entramos los tres en la cripta y tres albañiles movidos por la curiosidad. Empezamos a desescombrar y en media hora ya teníamos varias tumbas descubiertas, todas ellas sin inscripciones. En el lateral derecho, correspondiente a la parte baja del presbiterio había una con lápida de mármol muy rustico que si tenía inscripción: Hic Maria Gz. uxor Johannis Gz. Pintado. Mortuus iustitiae causae et vita et pax a Deo. Aquí yace Maria Gonzalez, esposa de Juan Gonzalez Pintado, muerta por causa de la justicia y en vida y paz de Dios.

Durante los días que estuve trabajando levantando la planta de aquella cripta, que incomprensiblemente, un vez terminados los trabajos de inventariado y limpieza, fue cerrada y sellada con los sillares que habíamos retirados, volví a oir la voz femenina que me pedía ayuda para levantar su nombre y de su marido de la acusación que les habían hecho. Investigué los nombres de lo dos y correspondían con los de el secretario de Juan II y Enrique IV, quemado por la Inquisición en 1484, por judaizante y su mujer, muerta sin saber la causa, previsiblemente por tortura, después de ser exonerada de su acusación de judaizante, y quemado su cadáver. Evidentemente, no debió ser así porque sus restos estaban allí. Dejo escrito esto y cúmplase la voluntad de ella, con su divulgación.  
(Publicado en el diario La Tribuna de Ciudad Real el 15 de noviembre de 2010).

20141103

LA CASA VIVA



Las cuencas de los ojos de la casa, aquellas soberbias ventanas, ahora vacías, dan luz del sol de mediodía a la calle, invirtiendo su oficio. La calle de los Huertos, en silencio, llena de musgo, hierba y soledad me acoge como antaño lo hacía: con el cálido recogimiento de un ámbito familiar. Rompen a volar los estorninos a mi paso, y los lúganos, repiquetean nerviosos, como siempre. Me envuelve una enorme tristeza ver aquella casa, antes fuerte, cálida y llena de las voces de los abuelos, ahora esquelética, con el tejado caído y solo los fuertes y orgullosos muros de piedra resistiendo al tiempo... he venido con el firme propósito de obedecer la voluntad del tío Bernardo, pero, si queréis que os diga la verdad, no tengo fe ninguna en la búsqueda que propone en su cuaderno. Fue un buen hombre, pero su constante manía de hacer de la vida una sucesión de momentos felices le llevó más de una vez a la frustración, y no quiero que esa frustración la tenga hoy yo. Me dijo una vez que había ido al Tibet, y era verdad, según parece, y confesó que después de ver la inmensa fuerza de las construcciones de Lasa, que estaban hechas con lo mas esencial de la tierra, y las enormes montañas que rodean aquellas poblaciones, sigue siendo lo mas importante en el día, un cuenco de leche de yak y ese pan plano, el Balep Korkun, que no da muchas alegrías pero da para retener las fuerzas. Claro que no hacía falta ir tan lejos para llegar hasta esa conclusión, y así se lo dije, y el se reía, pues en esta nuestra tierra, un trozo de queso de oveja, de ese que tiene ojos, y pan moreno, te llevan al mismo sitio, donde puedes seguir afrontando la vida sin grandes aspavientos. Ando por esta calle de los Huertos mirando al suelo lleno de escombros y la maleza que ha hecho su asiento en donde antes había limpias baldosas de barro cocido, que fueron hechos en 1767, año en el que los abuelos de los míos hicieron la casa. La verdad es que se vino abajo la casa por el abandono, ya que el tío Bernardo, que era el único que la mantenía firme y en buen uso, se fue cansado y amargado de tanta envidia, ambición y mala educación como se reunió en esta familia nuestra, pues las dos primeras suelen meterse sin avisar en toda casa, pero la buena educación hace que se tenga amarradas ambas sin que muerdan. El buen Bernardo, hombre de cabal comportamiento, era la referencia para hacer que toda la familia tuviera respeto y buen trato. Hermano del abuelo, cuando murió él, tuvo a bien el tomar las riendas de todo y no solo de la casa, que por su voluntad  quedó en sus manos. Sabíamos que las pasó malas después de la Guerra civil, ya que la cultura, la gente de libertad y el sentido de convivencia no encajaban bien en el adocenamiento y represión general. Estuvo algún tiempo en la cárcel por ello pero nunca hizo especial valoración. Cuando me llamó mi madre diciéndome que habían encontrado entre sus cosas un cuaderno gordo, atado con una cinta roja, como las de los viejos legajos, en el que había una nota que decía: “Para Roberto, y solo para él” Mi madre lo cerró y ya procuró que nadie lo leyera, ni siquiera ella. Así que lo volvió a cerrar, atándolo con la cinta y me lo dio el domingo pasado, cuando terminábamos de comer todos los de la familia. 
El cuaderno era una cosa curiosa, no era ni diario, ni agenda, ni cosa alguna parecida, y sin embargo tenía algo de todo eso. Grandes y hermosas reflexiones que me serviran para seguir su ejemplo. Por el cuaderno me enteré que me había dejado la casa de la calle de los Huertos, o lo que queda de ella, y lo que más me fastidió es que quería que la volviera a dar vida ya que él no pudo cuando la vio en ruinas al volver después de tantos años. No podía moverse de la Residencia donde acabó por propia decisión. Nadie se preocupó de cuidar la casa, por lo que se hizo bueno el dicho aquel de que el ojo del amo engorda al caballo, pues la familia, al saberse sin propiedad sobre ella, la dejó hundir sin más problema. Aunque la verdad es que mi madre intentó evitar su ruina pero la pobre mía no ha tenido nunca un duro para cumplir con ese deseo. Si me hubiera enterado antes de la voluntad del viejo, habría venido antes y hubiera empezado lo que hago ahora. Que no es mucho, pues algo de dinero tengo pero no tanto como para levantar esta enorme propiedad que resiste con sus muros levantando hacia el cielo. Por eso estoy siguiendo las instrucciones que me da el tío abuelo Bernardo en este cuaderno gordo con las pastas duras, bien sobadas y romas por las esquinas; lleno de manchas del café que tomaba en la cocina a las seis y media de la mañana, fuera invierno o cualquiera otra estación, hiciera frío o calor. Así, por eso, me voy hasta el alfeizar de la ventana de la que fue cocina, donde dice él que puedo encontrar el primer empuje para levantar la cubierta y los cerramientos de ventanas y puertas.  La verdad es que el alfeizar esta lleno de palomina caída desde los nidos de las palomas que hay en las oquedades del muro superior. Con una teja rota que encuentro en el suelo y a modo de pala, retiro toda la basura y maleza del alfeizar y la limpio con un haz de hierbas, que para barrer cualquier cosa de esas sirve.  Y la verdad no veo más que las baldosas de barro cocido que se mantienen intactas pese al tiempo y el abandono. Me quedo mirando y os digo que no veo gran cosa, solo las baldosas, pero pensando bien y en lo que me dijo el buen Bernardo cuando era chico: Robertito, si quieres esconder algo, el lugar mas evidente, el mas oculto. Así que pienso que tiene que estar, lo que he de buscar, encima de mis narices, que no es otra cosa que las baldosas del alfeizar. Si, ahora pienso y veo que todas son iguales salvo una que siendo también de barro, esta más quemada por la cocción. Miro por debajo del resalte de fuera y hay una rendija más grande que las que veo en las  demás. Hago fuerza hacia arriba, despacio, con cuidado y al momento cede y se levanta. Debajo de la baldosa hay una caja de hojalata que fue antes de las de carne de membrillo de Puente Genil. Dentro un taco de acciones del la General Electric, que me han dado la financiación suficiente.

La casa empezó a cobrar vida y con buen tino y tiempo, no solo pude recuperarla sino comprar muebles de la misma época y estilo que ha hecho volver la confortable hospitalidad familiar que antes tuvo. Fuera ya me encargo de hacer lo propio con los frutales del huerto, que veo feliz crecer y dar sus frutos, bajo la sombra del enorme castaño, que es el único que vive de aquella generación que fue la fortaleza familiar. Allí, desde su fresca umbría, en los días de calor, leo; que es la forma de oír lo que dijeron  escribiendo gentes de todo tiempo.  

20141026

ENCUENTRO EN PRAGA



Llegó Vladislav al aeropuerto de Praga (Ruzyne) a las diez de la mañana. Bajo el nombre del mismo, en checo, Praha, una hilera de taxis amarillos esperaba a los viajeros. El bullicio le aturdía, o quizá fuera el extraño viaje que acababa de hacer; parecía hacerlo a ciegas. Desde que salió de Barcelona estuvo suspendido, ensimismado en sus pensamientos durante todo el viaje. De esas veces en las que se mueve uno como un autómata: En el viaje, no dudó en ningún momento de cada uno de los movimientos que tenía que hacer, como si supiera ir; pero en este caso era algo extraño, ya que normalmente eso ocurre cuando se hace un recorrido habitual, que se tiene memorizado  y la mente, de manera subconsciente te guía sin error por el mismo camino, en este caso era la primera vez que iba a Praga. Su padre, checo, había hecho el recorrido múltiples veces, pero él, nunca salió de Barcelona, salvo para ir de vacaciones por la costa y dos veces que estuvo en Madrid. Debía ser memoria genética. Desde que murió su padre nunca se le había ocurrido ir a la República Checa. Y ahora, estaba allí.
Fue por culpa de Oriol, su compañero de Facultad que le había convencido de que lo hiciera. No hacía más que dar vueltas al asunto,  desde que salió de su casa hasta el aeropuerto: en el metro, cuando miraba a los viajeros, intentando distraer el tiempo como solía hacer, pensaba en ello; cuando tomó asiento en el Prat, esperando la salida del avión, mientras daba vueltas a un correoso sanwich de jamón y queso; volvía a pensar en la misma historia; que no traía tranquilidad, solo inquietud por momentos. Dudas hasta la obsesión: solo el recuerdo de su padre le parecía mover. Volvió a recordar como empezó todo:
Un martes de abril, en el bar Pinoxo, de la Boquería, hablando con él de su trabajo en Nueva York, no sabía muy bien porqué, pero se puso serio y con algo de reserva le dijo: -Oye Vlad  tengo unas enormes dudas desde que conocí a un viejecito en mi casa de la Frederick Douglas S. Boulevard. Un día que estaba sentado en la escalera, llegó de la calle y me saludó, como siempre, muy afectuoso; conversamos y cuando quise darme cuenta estaba en su apartamento del primer piso y me estaba enseñando sus cosas. Vivía solo, había llegado a EEUU desde Europa después de la segunda guerra mundial, en 1946. Venía huyendo de los servicios de inteligencia nazis que le tenían fichado por haber sido testigo en más de un procedimiento judicial contra militares implicados en genocidio. Escondió su nombre bajo otro que le dieron los del Pentágono. Se hacía llamar Peter Moore. Me estuvo enseñando todos sus recuerdos; tenía fotos de su familia, especialmente de su hijo que partió hace cuarenta años hacia Europa. Era reportero freelance para la revista Life. Desapareció en 1970 y no volvió a América. Luego le dijeron que pudo haber tenido un accidente, pero los de la embajada nunca concretaron la información. Pasó toda su vida buscándole. Me enseñó fotos de él y me quedé sorprendido: se parecía a ti, Vlad, era igual. La misma cara, el mismo nombre y la misma expresión. Claro, me dije que tú no podías ser porque del que te hablo parece ser que nació en 1947 y tú naciste en 1979. Pero créeme era igual. Cuando hablaba de él, delante de su foto, con los ojos húmedos, no hacía mas que repetir: Mé dítě, můj malý a připravena dítě, Vlad. Pobre hombre, me dio mucha lástima. No hace mucho me escribió una carta diciéndome que había vuelto a Europa y se había instalado en Praga. Vivía en la calle Ostrovni. Desde que volví no he hecho más que darle vueltas al asunto y, como sé que tu padre tenía el mismo nombre que tu, he pensado si podría ser el viejecito tu abuelo. – Verás, todo eso que me dices me deja un poco inquieto, no solo por lo que has contado, sino porque mi padre tuvo un accidente en 1970, y perdió la memoria. Siempre pensaba que sería checo porque hablaba más en checo que en inglés. Por eso los del hospital pensaron que era checo. El Ministerio de Exteriores le facilitó el estatuto de exiliado y se quedó a vivir aquí. Aquí nací yo y hemos vivido en Barcelona juntos con mi madre hasta que fallecieron los dos. Con eso que me dices me dejas en la incertidumbre por si el viejecito, que decía aquellas palabras en checo: mi niño, mi pequeño y listo niño Vlad, podría ser, como dices, mi abuelo. Así pues estoy pensado que me armaré de valor y viajaré hasta Praga por si lo localizo. No puedo estar con la inquietud esa.
No puedo estar con la inquietud esa, repetía cuando llamó a un taxi que le debía llevar al hotel. Le dijo al taxista en checo que le llevara despacio; quería conocer a fondo la ciudad. Así lo hizo el taxista que llegó hasta provocar la impaciencia de alguno por la cumplida tarea de lentitud que le habían pedido. Hasta que llegaron a su destino. Subió a la habitación, cogió la guía y plano de la ciudad y sin más preámbulos cogió otro taxi y se dirigió hasta su nuevo destino: la casa de la esquina, anotado el número, de la calle Ostrovni. Tomó un café en el Café Restaurante Becher y cometió el error de querer tranquilizarse con una excitante taza cargada de cafeína: los nervios le explotaban. Se levantó decidido y se dirigió a la casa. Al entrar salía una señora a la que preguntó: - ¿Mister Peter Moore? Le miró de arriba abajo escrutándole y contestó lacónicamente en alemán: - Erste links. Subió hasta el primero andando por la escalera y se dirigió hacia la puerta de la izquierda, llamó a un timbre antiguo, de los que se da vueltas a una palomilla haciendo sonar una campanilla. Paso un rato en la penumbra del rellano. Volvió a llamar. Oyó una voz muy débil y al momento pudo percibir unos pasos que se arrastraban. Se abrió la puerta y apareció un viejecito de mediana estatura, con gafas en la punta de la nariz, que levantando los ojos dijo. - Co chtějí? Se dirigió Vladislav a él en ingles y le dijo: -Mister Moore? El anciano se encasquetó bien las gafas; se le quedó mirando fijamente y no contestaba. Su cara se fue mudando y parecía que la sangre le estaba haciendo subir el color de la cara, que antes era muy blanca. Empezó a temblar. Al cabo de un momento dijo débilmente Vla…Vla…Vlad?  Los ojos del pobre viejo no le engañaron: los reconoció familiares, eran verdes intensos: como los de su padre, que, según él, los tenía el suyo.

Contó Vladislav la historia a su abuelo, y no hizo falta mucho para reconocerlo, llevaba las fotos de su padre y el abuelo, al verlas, asintió llorando.

20141019

LA CUEVA


Me dijo mi amigo Marco que le costaba venir a ver a su padre. No por su divorcio, que eso ya lo tenía superado hacia muchos años, sino porque en su casa se sentía mal. Pier Luigi, el padre de Marco vino a España hace treinta años; buen enólogo, le gustó vivir aquí y sin saber cual fue la causa terminó quedándose a vivir  en Manzanares. Le gustaba el buen vino y, según él, la vida de las gentes donde se hace buen vino. Quizá esa fue una posible razón puesto que ponía buena cara cuando lo decía. Pero el problema de Marco con la casa de su padre tardó en contarlo y al fin lo hizo.
Me llamó preocupado y quedamos a tomar unas cañas. Sonrió cuando me vio sentado en el bar y comprendí que tenía confianza en que le pudiera ayudar. Nos dimos un abrazo y se quedó agarrado a mi como quien se sujeta y supone es su mejor ayuda. Nos sentamos y sin más preámbulos empezó a contar: -Tenía cinco años cuando vine la primera vez a casa de mi padre, mi hermana cuatro. Vivimos la primera semana muy felices al reencontrarnos con él después del divorcio; mi madre nos mandó a España comprendiendo que no podíamos estar sin contacto mucho tiempo. A partir de esos días veníamos en Navidad y verano unos días y la verdad es que intentábamos pasarlo bien los tres. Pero hubo un hecho que nos traía a mi hermana y a mi angustiados. Al tercer día de estar con él, y pese a la prohibición que nos había hecho, conseguimos la llave que escondía en la cocina y abrimos la puerta que desde el vestíbulo daba paso a la cueva que ocupaba los bajos de la casa. Nos quedamos los dos en la puerta mirando hacia abajo, nos mirábamos callados y volvíamos a mirar hacia la oscura oquedad que se veía en el fondo de la escalera. Una brisa fría, muy fría y un penetrante olor a humedad no daban precisamente argumentos para animarse a bajar. Por otra parte, la llave de la luz, de aquellas antiguas de cerámica blanca con el resorte giratorio en madera, estaba en el lado derecho de la abertura de la cueva al final de la escalera. Ninguno de los dos se atrevía a llegar hasta allí y encender la luz; yo, que era el mayor, después de un buen rato, y por hacerme el valiente, bajé corriendo y encendí la luz; aguanté un rato; hasta que, mirando a mi hermana, le dije con un miedo pánico que me invadía el cuerpo y el vello erizado: ¿lo has visto ya? Me bastó que asintiera con la cabeza para apagar la luz y salir corriendo para arriba. Cerramos la puerta y una vez que estuvo la llave echada nos quedamos más tranquilos. Mi hermana, que siempre ha sido muy sincera, me dijo amarrándome fuerte el brazo: -Marco me da mucho miedo ese sitio… mucho. Le confesé a que a mi también me daba. Pero no le dije que cuando estaba abajo, con la mano puesta en el interruptor de la luz, oí, muy quedo, desde dentro una voz de hombre que decía: …Hée garçonnn… Nunca he tenido más miedo en mi vida. Sabía francés, puesto que lo había estudiado en Scuola Primaria, en Roma, y sé que significaba: oye chicooo… Desde aquel día tenía terror, no solo de mirar hacia debajo de la cueva, pese a que mi hermana insistía todos los días y algunas días dos y mas veces,  en abrir la puerta y asomarnos. Me resistía a decirle lo que había oído aquel día porque era más pequeña y si yo estaba aterrorizado ella lo estaría más.
Un día que estaba solo en la casa, y convencido que a lo mejor había sido imaginaciones mías, cogí la llave de la cueva en la cocina y abrí la puerta, luego de un buen rato de quedarme en el quicio, agarrado al cerco mirando y buscando el momento de armarme de valor y bajar hasta el interruptor, finalmente lo hice; y llegue hasta allí atreviéndome a iniciar mi entrada dentro de la cueva. Di mis primeros pasos despacio y aunque el frío era tan intenso que se podía ver el vapor de mi respiración con la iluminación de las bombillas de la cueva, y la humedad era intensa, con un elevado olor a hongos, no pasaba de momento nada, seguí andando. Había unas viejas tinajas vacías de la bodega que hubo allí; junto a ellas, trastos guardados desde hacía tiempo, por la cantidad de polvo y telarañas que los cubrían. Arreos de las caballerías: colleras, horquillas, cinchas de cuero y bocados; las medidas de dos celemines y, una fanega; una zafra y tres alcuzas. Entretenido estaba con la contemplación de esos utensilios viejos, pero de mucho interés, cuando noté como alguien me ponía una mano en la cara y me decía: - Pardonnez-moi, mon garçon, ne panique, mais vous pouvez aviser pour le général Liger-Belair, est resté enfermé dans cette grotte? déjà je ne peux rien faire. No te quiero decir como salté del susto y corrí como un desesperado hacia la escalera. Conforme corría, notaba cómo alguien me sujetaba por la camisa e intentaba sujetarme, pero si te digo la verdad, nadie hubiera podido realmente retenerme allí, saqué fuerzas de donde no había y en tres saltos llegué hasta arriba, cerrando la puerta y echando la llave. Estuve descompuesto todo el día, mi hermana no hacía más que interrogarme y no estaba dispuesto a decirle nada. Cuando llegó mi padre se dio cuenta que algo me pasaba y me preguntó si estaba malo o me había pasado algo. No me extraña, cuando estuve vomitando en el baño, me vi en el espejo y estaba no se si blanco o cerúleo, era la viva cara de un muerto, hasta yo mismo me sorprendía del mal aspecto que tenía. Cuando me empezó a subir la fiebre no tuve más remedio que decírselo a mi padre. Mientras se lo contaba, me miraba y pude ver cómo le asomaban algunas lágrimas en sus ojos. Me hizo callar cuando iba por la mitad del relato de lo que pasó y sujetándome la cara con una caricia me dijo: - Mira Marco, cuando os dije que no quería que vierais y bajarais a la cueva es porque eso que te ha pasado a ti ya me había pasado a mi.   Nada más comprar la casa, el segundo día bajé solo. Y el espíritu del francés me habló en parecidos términos. También me asusté. Otros días me armé de valor y bajé; considerando que al fin y al cabo solo quiere hablar y que le hagamos un favor. No sabe que esta en otro siglo, que el general Liger-Belair, al que se refiere, era del siglo XIX y la guerra de la Independencia la ganaron los españoles expulsando a los franceses. Así se lo dije varias veces, pero no se si es porque mi francés es malo o porque no quiere enterarse de que esta muerto, sigue pidiendo ayuda. No te preocupes, es inofensivo y como no nos hace falta la cueva salvo para refrescar el vino, no debemos entrar y así estaremos tranquilos.

Lo cierto – me dijo Marco- es que cuando mi padre vendió la casa, recuperamos la tranquilidad. No lo contamos por increíble,  pero me sigue angustiando. Me pregunto si el francés encerrado en la cueva lo dejo allí no vivo, sino muerto, un vecino de Manzanares, que no se conformó con el hospedaje que daban a las tropas francesas, pese a la mala historia que les atribuyen.  Ahora que te lo he contado me siento mejor.
(Publicado en el periódico La Tribuna de Ciudad Real el 18 de octubre de 2014).

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UNA SEMANA EN GLOBO



Don Felipe le dijo: - ¿Otra vez malo Gregorio? - Otra vez malo, sentenció su madre. Mientras esto decía el doctor, había abierto el maletín de fuelle y soltaba una bocanada muy densa de humo sin soltar el cigarro. El cuarto ya estaba con una intensa neblina azul por el tabaco, trazaba una recta gruesa sacando la geometría de la luz del balcón cercano. Pidió una cuchara sopera y al momento se la dieron. Dijo que abriera la boca, insistiendo dos veces que debía abrirla más. El miedo al daño ya conocido agarrotaba al chico. Y así fue, con un aggggh, y una arcada, el médico le vio la garganta y él lo volvió a pasar mal. – Bueno, efectivamente tiene muy irritada la garganta. Vamos a ver chico, tus axilas. Su madre le cogió de las mangas del pijama y tiró de ellas. Se quedó con el torso desnudo. Le levantó las manos y confirmó: - Si, es escarlatina, tiene las líneas rojas… ¿ve? Y toda la piel que tiene enrojecida  al presionarla se vuelve blanca; son ásperas al tocarlas. En fin, chico que tienes que guardar cama unos días y no te muevas ni te desarropes, ¿vale? - ¿Que hay que darle, don Felipe? Dijo su madre.
Le voy a dar la receta para que le dispensen penicilina. Es cara, pero si hay algún problema para hacerse con ella, me lo dicen. ¿De acuerdo? – Gracias don Felipe. Ya veremos como lo hacemos. Hablaré con mi hermano el farmacéutico.
Acompañó su madre hasta la planta de abajo al medico para despedirlo, mientras el chico, recostado en la cama volvió a sentir lo que había alarmado a su madre. Tan pronto veía los objetos del cuarto muy pequeños como muy grandes. O eso imaginaba. La fiebre alta le hacía delirar. No encontraba postura para sentirse bien... Se incorporó y cogió el libro: Cinco semanas en globo de Julio Verne. Quería mirar las ilustraciones; pero lejos de entretenerle, estimulaban sus delirios. Comenzó a leer: El día 14 de enero de 1862 había asistido un numeroso auditorio a la sesión de la Real  Sociedad Geográfica de Londres, plaza de Waterloo, 3. El presidente, sir Francis M... comunicaba a sus ilustres colegas… Siguió leyendo durante un largo rato y cayó dormido, respirando profundamente.
A la mañana siguiente, llamaron desde la planta baja,  con voz clara: - Gregorio, soy Dick, te espero aquí abajo, date prisa, no tenemos mucho tiempo, nos espera Fergusson. Tu madre te ha dejado la bolsa con tus cosas, según me ha dicho. Si te hace falta algo más, cógelo. El viaje va a ser largo. Date prisa, te espero aquí. ¡Ah! Y un jersey: hará frío.
Pero si estoy sudando… (Pensó) Se levantó de un salto, se puso calzoncillos, pantalón y cuando terminaba de vestirse, a la pata coja empezó a ponerse calcetines y zapatos, mientras miraba la bolsa que le había dicho. Su excitación era mucha, no sabía que coger más, ¿quizá el silbato? ¿O la brújula que le regalaron por su cumpleaños?… el doctor Fergusson o Kennedy llevarían una, pero sería bueno tener una para él. La metió en la bolsa junto con el silbato. Bajaba por la escalera,  y se paró; pensó en don Felipe, la enfermedad de no se qué, de la penicilina, pero se dijo: me siento bien, tengo calor pero creo que estoy bien, además ellos me cuidarán si empeoro. Llegó al vestíbulo y allí estaba: Dick Kennedy, un autentico gigante escocés según pensó, pelirrojo, con su palidez quemada por el sol, que, en su cara, el enrojecimiento de sus mejillas destacaban aun más; sonreía, le estaba alargando la mano para coger su bolsa o para llevarle directamente hasta el coche de caballos: cerrado, brillante, de color verde oscuro, del llamado “de carruajes”, subieron cerrando la puerta y con un bastón dio Dick dos golpes en el techo; el cochero restalló el látigo y se pusieron en marcha.  Dick seguía sonriendo mirando al chico, él, estaba sobrecogido por la emoción y el habitáculo del coche se balanceaba con los baches de la ruta. – ¿Conoces a Samuel Fergusson, Goyo? - Creo que si, dijo. Mintiendo avergonzado de confesar que no le conocía, sólo de leer sus aventuras. – Bueno, verás, aunque a veces sea un poco gruñón, es un buen tipo. Siguieron en animada conversación durante media hora hasta que llegando a campo abierto, cerca de dos grandes encinas, allí estaba Fergusson, al pie de un enorme aerostato que se movía, por la brisa que había, en un baile lento.

-¡Fergussoooon!  Gritó Dick Kennedy desde la ventanilla cuando se acercaban. - ¡Traigo al chicooo! Cuando bajaron del coche Samuel Fergusson, el ilustre y conocido explorador de la Real Sociedad Geográfica de Londres, en la Plaza Waterloo nº 3, sonreía sujetándose la mano izquierda con el dedo pulgar en la axila del chaleco de tweed marrón. Le saludó revolviéndole el pelo con la mano derecha, y acto seguido ordenó resuelto: -Vamos a bordo, esta todo preparado. Subieron a la barquilla del globo y soltando lastre y las cuerdas, el aerostato empezó a subir. Al momento se veía la ciudad donde había nacido Gregorio, en medio de la meseta central, como una maqueta de las que había visto en el colegio de Arquitectos cuando fue con su padre. Pero mucho más espectacular y natural, casi como un belén, - pensó cuando estaba mucho mas arriba, y guardaba silencio con los ojos abiertos como platos. – Fergusson dijo: Goyo; Me permites que te llame así ¿no? Así te llama tu familia ¿no? – Si. Dijo él. Pues bueno, como estarás intrigado te digo cual es nuestro destino, vamos a corregir los datos de una cordillera de los Alpes; para eso emplearemos en el viaje aproximadamente una semana de ida y otra de vuelta, dormiremos en la población más cercana antes del anochecer, mientras, me ayudarás a censar las aves que vayamos viendo, describiendo su naturaleza y dimensiones; ¿te has traído un cuaderno? – No. Es que no sabía que había que traer uno, dijo lamentándose. – Bueno no te preocupes, te daremos uno, tenemos. Al segundo día Fergusson advirtió: me estoy dando cuenta de que esos cumulonibus traen agua y algo más que agua, vamos a tener problemas. –Mientras miraba a unas nubes enormes ensombrecidas y que iban acercándose muy rápido. – ¡Dick, ráaapido!, ¡ves soltando aire que vamos a tener problemaaaas! –Gritó abalanzándose sobre el equipamiento que empezó a amarrar con fuerza y deprisa. Un rayo rajó el cielo con un estruendo que hizo templar el firmamento y atronó los oídos de los tres viajeros. Al momento, el globo empezó a bajar deprisa por la suelta del aire, y el fuerte viento que estaba haciendo; mientras daba vueltas como un trompo, empujado por el temporal. La cara de los tres era la imagen del terror, temían por su vida. El chico agarrado a las cuerdas del equipamiento oyó una voz conocida: - ¡Goyo! ¡Goyo! ¡Ricooo! ¿Qué te pasa? Era la voz de su madre. Abrió los ojos que tenía cerrados y la vio. Estaba en su cama, en su cuarto, sudando. Había tenido un sueño que terminaba en pesadilla. Respiró aliviado.
(Publicado en el periódico La Tribuna de Ciudad Real el 11 de octubre de 2014)