20141227

UNA VIEJA HISTORIA



La tía Albertina de Jaime, mi amigo de la guerra, (como digo yo al haber compartido la mili), era mujer abierta de gran expresividad y con una alegría con la que podría alegrar medio país, no tenía empacho en abrir su casa a cuantos amigos tenía, y a los amigos de sus hijos y parientes. Vivía en un caserón muy hermoso de la calle Abajo, en Hervás, y no me extrañaría que fuera una de tantas personas, descendiente de aquellos judíos que se confesaron conversos para salvar vidas y haciendas. Ella tenía muy claro que lo más importante de la vida es vivir, y estar conforme con sus ideas y creencias, sean las que fueren, y defiende su fuero por encima de cualquier eventualidad. Más de una vez había dicho que para defender la vida y la libertad, es menester cualquier medio, preferiblemente pacífico, pero si éste no era posible: con uñas y dientes. Era mujer guapa, había sido rubia y, aunque aun le quedaban algunos rizos, se le había trocado en un blanco inmaculado; ojos azules, limpísima, y preocupada siempre de oler bien. Pese a sus bien contados sesenta y dos años, tenía una piel algo morena, tersa y admirable. Hace años, un día de diciembre, con una cuarta de nieve en las calles y un frío polar, estuvimos Jaime y yo alojados en su casa. Por la mañana, cuando llegamos procedentes de Madrid, nos salió a recibir con el mandil puesto, secándose las manos y su esplendida sonrisa asomando por la cara. Como siempre, repeinada, limpia y perfumada. Nos colmó a besos, muy sonoros, con los que quería demostrar el afecto que nos tenía. Nos cogió del brazo a los dos y nos llevó dentro.  Pasamos el equipaje hasta el zaguán y un olorcillo a escabeche inundaba el bajo de la casa.
Poco después, desde el final de la escalera, cuando estábamos abriendo la maleta en nuestros cuartos, nos dio una voz: - Chicooos, ¡aliviad, que os voy a llevar a un sitio a tomar unas cañitas muy ricas!
No sé si fue porque los días de nevada el sonido se propaga mejor, o por la luz intensa que entraba por el ventanal de la escalera o por el silencio que llenaba de tranquilidad todo el pueblo, pero por un momento pensé que aquel podía ser un buen sitio en el que vivir. Pensé en la expulsión que siglos atrás hizo que cientos de judíos tuvieran que irse de la comarca por motivos de su religión y el dolor intenso que debieron sentir en aquellos momentos de abandonar casas tan hermosas como aquella, de sus tierras, de la tranquila vida que habían vivido ellos y sus antepasados, luego, desarraigados de su país. Me dio una inmensa pena.
Bajamos Jaime y yo hasta donde nos esperaba la tía Albertina, pues así la tomé yo desde el primer día que la conocí. Se abrigó con un oscuro gabán de lana cuyo paño ella misma había hecho en el telar que tenía en una de las salas de abajo donde pasaba muchas horas trabajándolos, bajo el tibio calor del sol y una chimenea que chisporroteaba siempre en el rincón, en los fríos días de invierno. Los tres, forrados con gruesas prendas de abrigo anduvimos por el pueblo, doblamos la calle y Jaime preguntó donde íbamos, a lo que Albertina respondió que a la Tapería de la calle del Convento. Mi amigo contestó: – Ah, claro, ya sé donde es.
Paseamos un rato por las estrechas calles empedradas, entre sus casas de vieja construcción medieval, asomando las costaneras de madera de castaño con sus nervaduras al descubierto desgastadas por el paso del tiempo, apretados ladrillos de tejar y otras con sus sillares de granito haciéndose fuertes en las esquinas y ventanas. Todas hablaban, y parecían hacerlo en ladino, llamando a sus antiguos propietarios perdidos por el tiempo y la persecución. Llegamos finamente a la Tapería y nos pusimos tibios de cerveza y buenas tapas que apenas dejaban hueco para la comida, hasta que la tía Albertina mandó parar e irnos a comer, temiendo que la hartura en el tapeo acabara con las ganas en la comida que había preparado.
-Jaime, hijo, ¿cómo es que no vienes más por esta que es tu casa también? Venid los dos. –Dijo la tía,  con algo de nostalgia en sus palabras. – Sabes que siempre me dais una alegría cuando os veo venir.
-Ya lo se tía.-Dijo Jaime- La verdad es que me encanta estar contigo. Ya sabes que a mi madre le gustaba venir también con su hermana y si no lo hago más a menudo es por el jodío trabajo que me tiene trabado más de la cuenta. Pero te aseguro que lo haré más a menudo. Y, si puedo, con él, que ya sabes que nos llevamos muy bien y siempre tenemos de lo que hablar y de lo que discutir.
 Me miró sonriendo y yo no tuve por más que afirmar con la cabeza. Luego pensé en estos ofrecimientos y cavilé más de la cuenta, pues aunque no soy muy partidario de los compromisos en los que hay incertidumbre en cumplir, me inclinaba a dejar claro que me era muy grato volver cuantas veces fueran propicias.
Por aquel entonces estaba yo escribiendo a caballo entre Madrid y Bruselas donde solía refugiarme y aislarme para que me cundiera el trabajo.  Así pues, necesitado de un lugar más cercano y con el cariño que me daba, yo también le dije a la tia Albertina que volvería pronto. Me premió con una espléndida sonrisa.
Dimos cuenta de un guiso de berenjenas y el pescado en escabeche con limón que con unos buñuelos de manzana, con aroma de moscatel, después de comer, nos hicieron caer en el sofá junto al fuego con el estómago lleno y satisfecho.
Nos contó Albertina viejas historias de la ciudad de Hervás, que así la llamaba.  Aun humeaba el café cuando después de reposar la comida, Albertina se disculpó para ir abajo, al sótano, a hacer unas obligaciones, según dijo. Cuando había pasado un rato, mientras estaba dormido Jaime en el sofá, calentándose a la lumbre, oí una voz que parecía tía Albertina que hablaba con alguien. Me levanté sin hacer ruido y fui acercándome hacia el origen de aquella voz. Si, era de la tía Albertina y venía del sótano. Conforme me acercaba oía: Pon paz, bien y bendición et gracia y merced y piedades sobre nos y sobre Ysrael tu pueblo, y bendizenos a todos en uno con luz de tu presencia. Distes a nos, Adonay, nuestro dio, ley y vida y bendición, amor, merced y iustedad, y piedades y bien; et paz y bien en tus ojos para bendezir a tu pueblo Ysrael; bendito tu, Adonay, bendición de su pueblo Ysrael con paz.

Dentro de una enorme tinaja de vino, cuya boca estaba accesible por una escalerilla, estaba tía Albertina en una especie de capilla con ilustraciones hebreas, rezando en ladino. Cuando me oyó, volvió la cabeza y sonrió. Hizo una reverencia y salió de allí, cerrando la boca de la tinaja. Me cogió del brazo y contó: -Este es el lugar retirado donde mi familia y todos nuestros antepasados hemos seguido rezando a Dios por el rito hebreo desde el siglo XV, cuando el edicto de los Reyes Católicos nos obligó a esconder nuestras creencias; ahora, que se puede hacer abiertamente, lo suelo hacer así en memoria de los que tanto sufrieron. Me dio un beso y subimos compartiendo el secreto familiar. Eso me unió más a ella.
(Publicado en el diario  La Tribuna de Ciudad Real el 27 de diciembre de 2014)

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