20150126

EL VIAJE DE ANTON FREIRE


(Este relato es continuación en parte del anterior)

Empezando 1753, Andrea de Remesar, hija de Eulalia, recibió carta remitida desde Ourense que le comunicaba un asunto de mucho interés relacionado con la herencia de su madre; como ya conté. En ella, hablaba de un hombre, Antón Freire, del que no sabía nada, interesado en un testamento ológrafo que habría aparecido después. No sabía la chica si pudiera ser un problema estas noticias o, si eso, podría retardar o incluso impedir su boda con Servando, que ya tenía señalada para el miércoles, dos de febrero. Por eso, y como era muy decidida, marchó pronto a ver al notario de Poio, don Benito Guntín, que señalaba la carta como tenedor de las disposiciones testamentarias de las que le decían. En la plaza del Obradoiro, al salir de rezar en la catedral, se cruzó con ella la vieja que le obligó, de una manera tan extraña, pero efectiva, a hablar con Servando sobre su pasión, que ella no supo ver. Se le acercó y le dijo: - Rapaza, tendrás fortuna coas noticias da familia.
Una vez más se quedó perpleja con lo dicho por aquella extraña mujer. La única familia que tuvo era su madre y ella ya no vivía. Siguió su camino convencida de los desvaríos de la vieja, mientras se cubría con el paño la cabeza, del orbayo que estaba cayendo. Más tarde, entró en la casa del señor notario y después de anunciarse y enseñar la carta, la hicieron esperar en el zaguán. No tardó mucho  la chica que le abrió la puerta en llamarla al despacho del notario. Don Benito Guntin, era elegante, muy puesto, de casaca azul oscuro, chupa de color crema y calzón del mismo color de la primera. Sus zapatos brillaban como si de gemas de azabache se tratara y su cara, enrojecida por el buen yantar y el buen beber, le daba un aire de rústico. Quedó desecha esta impresión cuando empezó a hablar:
-Bos días Andrea, alégrome de coñecerche, recordo con cariño á túa nai (madre), á que te pareces moito. Pasa, pasa, e informareite do testamento ológrafo do que fala a carta. –Mais que é un testamento olografo don Benito? Dijo él: Explícocho: é un testamento que fai o que faleceu (que hace el que fallece) do seu puño e letra, lo firma e pon data. Así pois don Antón Freire dispúxoo así. Don Benito se fue a la mesa y sacó un escrito, que era el testamento firmado por Freire, Maestro armero,  y en él, primero hablaba de su viaje al Perú, por encargo del rey, y  al que no pudo llevar a la madre de Andrea, Eulalia de Remesar, pidiendo que en caso de fallecimiento dieran todos sus bienes a la que reconocía como hija suya, de nombre Andrea, con el ruego de que le perdone no haber dado cuenta de esto antes para salvar la honra de su madre a la que quiso como esposa. Para más información sobre Antón, decía remitir aparte relación de su viaje al Perú y las cartas que había recibido de su madre. Rogaba que antes de tomar decisión, era menester leyera su viaje al Perú y la vida que había llevado allí, y considerando ésta, se pronunciase si aceptaba la herencia, sin conocer en qué consistía, mirase bien si perdonaba y así se lo debía decir a Don Benito Guntin, notario de Poio, que tenía facultad para ejecutar como albacea, la herencia en sus términos. Con lágrimas en los ojos, cogió el legajo en el que se contaba la vida de su padre y, despidiéndose del notario, se lo llevó a su casa para leerlo con detenimiento.
Esa misma tarde empezó a leer lo que Antón Freire escribió: “Fui con la Armada Real hasta Cádiz en la primavera de 1735, allí embarqué como armero en el navío Nuestra Señora del Carmen, llamado también El Galgo. Después de varias destinos de guerra, al año, partimos hacia Veracruz el 3 de mayo y llegamos allí un mes después, pese a dos temporales que debimos soportar.” Desde Veracruz, por tierra, marchamos hasta el Puerto de Acapulco; desde el que debíamos embarcar hasta Lima, llegando otro mes  después. Mi trabajo era obedecer los destinos que me ordenaba la Armada y por haberlo hecho con destreza es por lo que el Almirante, mirando los informes que le dieron, ordenó, en nombre del rey, que atendiera con otros compañeros   las necesidades de la Armada en Lima.”
 Luego Antón Freire relataba sus días en el Perú, las venturas y desventuras que allí tubo y cómo estuvo guardando cuatro de los seis reales que tenia de paga, para su vuelta a España y retirarse en Santiago con Eulalia su madre. Así se lo hizo saber a ella en todas las cartas que le envió, y añadía los pagarés de la Tesorería de la Armada, que le mandó para sus necesidades. Todo eso pudo acabar cuando cogió las fiebres en dos ocasiones y cuando perdió dos dedos por la imprudencia de uno de los aprendices que tenía en la armería, que hizo peligrar su trabajo. Su destreza, aun sin dedos, y su trabajo de enseñanza con los aprendices hicieron que lo conservara. En vista de todo ello, decidió mandar a don Benito Guntin, hombre de confianza de su familia, los pagarés para su cobro en la tesorería de la Armada, con los cuartos que iba guardando para el caso de su muerte. Cuando Antón recibió carta de don Benito de la muerte de Eulalia y de la existencia de su hija, mandó su escrito con el cotejo del comandante del puerto, por el que decidía dejar todo sus bienes, incluyendo los ahorros, a Andrea.
Al día siguiente, cuando hubo leído los escritos de su padre y recobrada de la impresión que le había hecho su existencia y atención con su madre, fue a la casa del notario y nada más llegar ante él le dijo: --Mire vostede don Benito, pensado está e dou por aceptada a herdanza do meu pai (padre);  e a vostede dou grazas por todo o que fixo por meu pai e pola miña nai . - Non hai porque dar grazas pequena,- Dijo él- eles eran como da familia. Agora, se queres, podemos reclamar o teu apelido Freire, co recoñecemento do testamento.- Levareino con gusto, dispoña o que faga falta don Benito. –Contesto ella.
Cuando se puso el pañuelo Andrea y parecía que iba a despedirse, le cogió del brazo el notario y le preguntó sonriendo: - Non queres saber canto é a herdanza do teu pai? Ella se ruborizó por la falta de interés de cuanto era lo que heredaba, y contestó: - Claro, o había esquecido. (Olvidado). – Pois rapaza, son 477 escudos de ouro, equivalente a 4. 770 reais de prata ou 162.182 maravedies. Al oír esto Andrea  se puso no se sabe muy bien si a llorar o reír, y la emprendió a besos con el notario.
El dos de febrero se casaron Andrea y Servando y compraron casa en el centro de Santiago. En el bajo, pusieron tienda de paños que regentaron durante muchos años.

 Una vez más las palabras de la vieja Bruxa estaban en lo cierto.
(Publicado en el diario La Tribuna de Ciudad Real el 31 de enero de 2015).

LA BRUXA



Andrea, la hija de Eulalia de Remesar, que en vida sacó su capital de la taberna que regentaba,  tenía de su herencia catorce ferrados en la freguesía de San Pelayo de Sabugueira, que para un castellano era algo más que una fanega, no mucho para laborear, pero en Santiago de Compostela,  suficiente para sacar renta de buenos reales al año como para vivir y sin privaciones de necesidad. De lo que iba sacando de sus ferrados, maíz, habas, nabos, berzas y otras hortalizas, los vendía en el puesto que tenía en la Plazuela de la Pescadería, donde conoció a Servando con el que cogió una gran amistad; que para él era algo más y para ella, que se dejaba querer, podía servirle para no sentirse tan sola, como lo sentía desde que se murió Eulalia, su madre, mujer de gran voluntad y coraje, que siempre la protegió como si no hubiera dejado nunca de ser niña. Le dio buena educación y no dejó de llevarla a que le enseñara el preceptor de Gramática, y maestro de niños don Juan Ferreiro.
El jueves, 30 de noviembre, día de San Andrés, de 1752, estaba Andrea descargando del carro las hortalizas que había llevado ese día para la venta. Con ellas, también tenía, en el fondo, dos sacos con cuatro arrobas de grano de maíz. Cuando terminó de descargar las hortalizas, se subió al carro para acercar los sacos hasta el borde posterior. Al bajar, oyó la voz cascada de una mujer muy mayor que le dijo: -Nena, ¿queres que te axude a encontrar un rapaz que te do que non tes? Ella miró para atrás y vio a una viejecita toda de negro, con los ojos muy oscuros y brillantes, lagrimeando del frío, bajo la cobertura de un pañuelo negro algo mugriento que apenas dejaba ver su cara, en la que destacaban dos dientes blancos que sobrevivían en su arrugada boca. Ella, con estremecimiento, le contestó como mejor pudo, esforzando cortesía: - Non muller, grazas, eu se ben o que teño e o que hei de ter. Non é asunto seu – Dejó claro que ella sabía lo que tenía y lo que quería tener y que no era asunto suyo. Mala cara puso la vieja que se dio la vuelta y se marchó murmurando, quien sabe si con alguna maldición. Pasaron las horas y las campanas de la catedral llegaron a tocar a la misa de doce, momento en que Andrea, recogía sus dineros y los guardaba en una pequeña bolsa de lienzo bajo el refajo. Luego tomaba nota de lo que había vendido y lo que no, para proveer que fuera lo mejor para la venta al día siguiente. Había cundido mucho la de maíz, pues de los dos sacos solo quedaba un cuarto de uno. Empezó a recoger cuando terminó su recuento y la limpieza del puesto y, una hora mas tarde, estaba en la casilla de los ferrados guardando lo que sobró y no había de perderse y lo demás se lo llevo a su casa para dar alimento a los dos cerdos,  dos ovejas y un carnero que con las gallinas dieron buena cuenta de ello.  Cuando cogió el costal donde guardaba el grano de maíz sobrante, al abrirlo vio el maíz lleno de moho y gusanos. En ese momento le vino a la memoria la mirada que le echó la vieja al saco mientras se daba la vuelta murmurando.  Andrea fue a su cuarto y se dio de cruces rezando compulsivamente al señor Santiago, al que le rezaba en la catedral cuando estaba en apuros. Una vez hecho los rezos, se tranquilizó, y para olvidar el incidente volvió al trabajo hasta que acabó agotada a la anochecida, cenando un poco de tasajo y un cuarterón de pan. Nada mas echarse en la cama se quedó dormida. A las cinco de la madrugada se despertó sudando con una tremenda pesadilla en la que la vieja del mercado la acosaba con malas artes, confesando ser una bruxa. Sosegándose con un cacillo de agua, volvió a dormirse.
Nada mas llegar al mercado al día siguiente guardó en secreto la visita de aquella inquietante vieja de negro. Solo se lo dijo a Servando. Él, supersticioso como ella, le recomendó de repetirse más desgracias se lo dijera a él y que en el Monasterio de San Martín de la orden de san Benito, había un monje dedicado a anular maldiciones y conjuros de brujería cuyo nombre era don Claudio. Andrea tuvo semanas buenas y al cabo de tres,  confiada estaba en su puesto de la plaza, cuando vio venir a la vieja. Al llegar junto a ella, dio los buenos días y volvió al tema: - Nena, pensaches ben a miña proposta? teño un rapaz que che vai dar o que che falta. Andrea, con la sangre subida, el corazón dándole golpes en el pecho, le impedía hablar del susto que tenía. Respirando profundamente y cobrando valor, contestó a la vieja: - Se a pensei e non me interesa, grazas, teño xa a miño rapaz. La mujer la miró muy mal encarada. Cogió del antebrazo a Andrea y murmuró entre dientes alguna cosa. Se volvió y mientras andaba la oyó despedirse.
Sin poder sujetar el miedo y los nervios que se le desataban, fue hacia el cubo de madera con agua para lavarse y estuvo frotándose con jabón un buen rato el brazo que le había cogido la vieja.
Esa noche no podía pegar ojo, pensando los males que le podrían venir. Solo de puro cansancio, acabó rendida cuando empezaban a salir las primeras luces del día. El roble de su casa se movía de manera terrible por el empuje de un viento que aullaba como lobo hambriento. Aun así  durmió y estuvo así hasta las nueve de la mañana. Se levantó con prisas y, después de lavarse, vió que el antebrazo lo tenía rojo y le escocia mucho. Se dio una friega de aceite de tomillo y se puso a recoger las hortalizas y algo de grano, partió deprisa y corriendo hacia la plazuela, donde llegaba tarde. Servando la estaba esperando preocupado por su tardanza. Ella, le enseñó el antebrazo y contó lo que había ocurrido. Servando le miraba con mucha atención,  pero cuando llegó a la explicación de la conversación que tuvo, la interrumpió preguntando: - Quen é o rapaz que tes..? Ella le miró fijamente y al cabo de un momento de silencio, sonrió y le dijo: - O teu, parvo. O teu. (Tú, tonto, tú) A Servando se le olvidó el problema que tenía Andrea; que le dijera que era él su chico, le cegó por un momento y solo pudo hacer una cosa: abrazarla y besarla.
Andrea siguió con su gran preocupación, aunque algo más tranquila por otra parte al haber iniciado su relación con Servando, de lo que estaba muy feliz, la situación le había hecho pensar lo mucho que le quería.
Tres días más tarde apareció de nuevo la vieja. Ella conforme se acercaba, fue retrocediendo hasta la pared de la Casa de la Pescadería, allí se sujetó las manos agarrando el mandil y, al llegar a un metro, la mujer le dijo: - Ves rapaza como che facía falta a miña axuda? Se non te apuro lle dis nada a Servando... Ata logo e que sexas feliz, é bo rapaz. Andrea se quedó asombrada: resultaba que lo que quería la vieja es que se decidiera a decirle a Servando que le quería. Todos sus miedos desaparecieron y pensó: no hay que pensar mal por el aspecto de la gente.

Dos semanas despues estaban las amonestaciones puestas en la parroquia para el casamiento. Un día después llegó una carta de  Ourense en la que le rogaban acudir al Notario de Poio, don Benito Guntin para un asunto con un tal Antón Freire, de sumo interés de la herencia de su madre, pero eso… es otra historia que ya contaré.
(Publicado en el diario Tribuna de Ciudad Real el 17 de enero de 2015)

20150116

SALVINA


Cuando le pregunté a mi amigo Alfredo que iba a ser de él cuando fuese mayor, después de reprocharme que no pensara en el futuro, me contestó que le gustaría ser como su tía Salvina, la hermana de su padre, Sócrates, e hija de su abuelo Corban, que así se llamaba. Su tía era callada, con fama de prudente. Se limitaba a observar a la gente antes de pronunciar palabra alguna, salvo si preguntaban; entonces si, contestaba, aunque, si podía, con monosílabos. No es que fuera huraña, no, simplemente que no le gustaba hablar. Alguna vez dijo que ya se había equivocado lo bastante para volver a hacerlo, a no ser que fuera inevitable. De mediana estatura, de pelo castaño con las canas mudando a gris, retenía algo de la belleza que debió tener en su juventud. Todo el día ocupada, con sus obligaciones y con las de los demás, pues, de puro generosa, nunca daba prioridad a sus aficiones que rara vez la ocupaban. Solo de vez en cuando, la vieron leyendo, oyendo música o dándole a las agujas de punto para hacer mantas de patchwork, con los restos de lana que le sobraban de cuantas prendas tejía sin parar en cualquier estación del año. Un día contó a Alfredo sus andanzas por el mundo. Praga, en la que había estado viviendo como funcionaria de la embajada de Francia, pues tenía la doble nacionalidad por su nacimiento en Paris, o sus experiencias en Roma o Lisboa. Ella nunca dijo que es lo que había estudiado, pero su hermano, Sócrates, dijo que había sacado el doctorado en Astrofísica en la Sorbona. Se contaba que estuvo trabajando para la NASA durante varios meses en  Robledo de Chavela, en el Madrid Deep Space Communications Complex (MDSCC), el Complejo de Comunicaciones del Espacio Profundo de Madrid, con ocasión de la misión del Apollo XI, en 1969, cuando pisaron, Armstrong, Michael Collins, y Edwin E. Aldrin la Luna por primera vez; pero esto, nunca se pudo confirmar por la familia, y era una cuestión de la que ella no quiso hablar nunca. Se la veía en las noches de verano, y algunas de las de invierno, hiciera frío o calor, salir a la terraza de su casa de Cercedilla, con un telescopio de gran potencia que había comprado, escrutando el Universo y anotando en un grueso cuaderno de tapas duras y de color verde al agua. Una vez que tuvo más comunicación con su sobrino Alfredo, le hablaba sobre sus teorías sobre la comunicación interestelar, con mucha pasión. Hablando de ello, sí se extendía en su discurso; creía que no debía esperarse señales en  ondas radioeléctricas, sino por la luz de las luminarias que hay en el cielo.  Cuando fueron presentados los discos compactos en 1980, (CD),  explicó a su sobrino que sus teorías sobre el rayo láser, debía ser una forma avanzada de transmisión de señales y mensajes. Más tarde más prudente, callada, se entretenía en las cosas sencillas de la vida como forma de ser feliz. También es desde entonces empezó a hacerse más frecuente sus días en la casa de Cercedilla. Se iba los jueves y permanecía allí sola, a no ser que alguien se animara a ir con ella, hasta el domingo. Su casa,  a media distancia entre la población y Fuenfría, tenía unas vistas extraordinarias, sin que le afectara demasiado la contaminación lumínica. En las noches de verano, en la terraza se abría Salvina a sus invitados y les explicaba la composición de las constelaciones, su observación en la antigüedad y la posibilidad de vida en otros planetas. Se extendía en explicar cómo el agua era la clave de estos proyectos de terraformación artificial.  Pero siempre terminaba con su obsesión de la posible comunicación mediante la luz con otros planetas habitados. Cuando le interpelaban sobre estas cuestiones siempre decía lo mismo:- Ahora ya no es un problema el recibir y enviar señales de luz, o luz concentrada –láser-. El problema es hallar la forma de construir un aparato que sea eficaz para recibir y luego transcribir estos mensajes.
Ella se confesaba incapaz para ese trabajo pero seguía estudiando, en sus momentos de intimidad, para poder facilitar ese proyecto.
Un día, martes para más detalle, y por lo tanto inusual para sus habituales días en la sierra, se excusó con la familia y dijo que tenía que ir a Cercedilla sin faltar. No explicó la causa de tan imprevista partida  y se la vio haciendo la maleta en la que metió su cuaderno grueso de tapas al agua verde, al que me refería antes.
El sábado por la tarde y preocupada la familia, al no haber contestado a las llamadas telefónicas la tía Salvina, Alfredo y su padre decidieron ir a verla y quedarse hasta el domingo. Al llegar a la casa les recibió ella con buena cara, más bien con muy buena cara, ya que tenía un aspecto radiante, Parecía hasta más joven, dinámica, optimista. Eso deshizo la preocupación y se aceptó las excusas de no haber cogido las llamadas, que al parecer fue porque se había dejado el teléfono en la salita y ella estaba muy ocupada en la buhardilla. Inmediatamente se puso a hacer la comida como si quisiera dar una impresión de normalidad a su silencio. Una vez que dejó Alfredo su maleta en su cuarto, mientras miraba por la ventana el paisaje de la sierra, algo le impulsó a subir a la buhardilla a ver que pudiera estar haciendo su tía que tanto le tenía abstraída.  Cuando pasó vio en la mesa de estudio varios cuadernos de tapas al agua, uno abierto con un lápiz encima. Se acercó y leyó: “En el libro de Job (Capítulos 9 y 38)... Él hizo la Osa y Orión, Las Pléyades y las Cámaras del Sur... y ¿Pueden atar las cadenas de la Pléyades o desatar las cuerdas de Orión?... ¿Puede establecer su reino en la tierra? Los antiguos profetas sabían de las leyes de las estrellas que no sabemos hoy. También parece que las Pléyades como Orión afectan las actividades en la tierra de alguna manera. Al lado había una serie muy amplia de formulas matemáticas, algebraicas, que, reconoció Alfredo no saber cual era el sentido de ellas.

Por la noche estaban Sócrates y su hijo Alfredo sentados al lado de la lumbre, viendo una película mientras que Salvina había subido a la buhardilla. Bajó después de un rato y salió a la terraza abrigada con una manta. Cuando menos aguardaban, se vio un instantáneo fogonazo rojizo que venía del exterior junto con un sonido sordo como el que hace una máquina que estuviera aspirando una gran corriente de aire o agua. Se miraron los dos y Alfredo le dijo a su padre alarmado: -¿Qué ha sido eso? – Salieron corriendo hacia la terraza y cuando llegaban a la puerta, vieron y oyeron otro gran destello, como fogonazo azulado que iluminó toda la casa. Se pararon y se cubrieron la vista con el brazo. Cuando cesó, salieron y vieron que solo estaba la manta con la que se cubría Salvina. Un destello recorrió el firmamento hacia la constelación de Orión.  Nunca más volvieron a ver a su tía y hermana. En su cuaderno, había una especie de despedida, para ellos incomprensible. 

20150106

EL OLOR DE LA RESINA



Hace ya muchos años cerca del  Pósito del pueblo se encendía la luz, muy temprano, en el taller de Joaquín, profesor republicano, entonces  carpintero y fraguador, con grandes habilidades para hacer y reparar carretas, carros, varas de arados y muebles de  los vecinos del pueblo. Aún estaban las calles en las tinieblas de la madrugada y él, Joaquín, el hijo de Marcelo, y nieto del viejo Marcelo, ya estaba allí, dándole fuerte a la garlopa de madera de olivo para ir cepillando y perfilando su labor, de tal suerte que, la única música que se oía en aquel ordenado y limpio taller, que antes fue cuadra, era la de sus herramientas y el sordo silbido de un carburo que colgaba en el lateral de la puerta. Más tarde, éste sería arrinconado con los trastos de desecho de sus reparaciones y dos generosas bombillas le sustituyeron. El carpintero trabajaba más de doce horas en el taller, parando solo para comer, o incluso sin hacerlo en casa cuando tenía alguna reparación que corría prisa. Estoy hablando de aquellos tiempos en que en las labores agrícolas se hacía todo con la ayuda de los carros, rejas de arado de mano romanas, y carretas de carga para bueyes, que eran el transporte local común.
Un día, de los que fui al pueblo para descansar, apenas despuntando la primavera, con los primeros aires llenos del olor de los brotes, después de pasarme la noche entera acabando de leer Anna Karenina, de León Tolstoi, salí a dar una vuelta para tomar el aire y vi la luz del taller de Joaquín. Me acerqué y a pocos metros de la puerta ya se oía el deslizar de la garlopa, cepillando con su habitual sonido agudo final que más parecía grito de roedor que herramienta. Abrí la puerta y di los buenos días, que otra cosa no procede decir cuando son las seis menos cuarto, en el cielo se ven aun débiles las primeras luces, y más vencida esta la noche que otra cosa.
-Buenos días. ¡Hola mozo!- Dijo Joaquín, incorporándose de su postración encima de una enorme vara gruesa de pino, que tenía bien sujeta a la mesa de trabajo. Llevaba el lapicero sujeto en la oreja derecha y todo él estaba rebozado en serrín. Sonriendo y con una cierta alegría por la visita se recostó en la mesa y me dijo: - ¿Qué haces tú por aquí, en estos días y a estas horas? Te creía en Madrid. – Allí estaba, pero como acabé los exámenes y estaba hecho unos zorros, no lo pensé dos veces: me voy al pueblo a descansar,- me dije-, y ayer vine. Y a estas horas, porque empecé a leer en el tren una novela muy gorda que me iba gustando y esta noche seguí con ella, hasta acabarla, a las cinco y: ¡aquí me tienes! Dando una vuelta. ¿Qué haces? Parece una vara de carro. – Eso es, que la tengo que entregar el domingo. Habrás visto el carro fuera, sin vara, así que tengo trajín para rato. – Si, he visto uno pero creía que era de dos varas. Bueno, te dejo trabajar y, si no te importa, me quedo a hacerte compañía un rato y te veo hacerla. – Como quieras.
Mientras le hacia el fileteado de las aristas de la vara,  me contó esta historia:
-Agonizaba el siglo XIX cuando mi abuelo, que también era carpintero y ebanista, estaba arreglando una mesa de estilo ingles, muy antigua, al dueño de la casa grande, un edificio que solo él daba perfecta cuenta de la fortuna y poder que tenía el propietario. La casa estaba la mayor parte del año vacía, ya que el dueño, por comodidad, pues era parlamentario, vivía en Madrid. Apenas venía algunos días, a veces, solo cuando llegaba la hora de liquidar las cosechas o la venta de la lana que él mismo supervisaba con extrema pulcritud. Lo de la venta de la leche del ganado lo dejaba en manos de Inés, la guardesa de la casa, que la administraba con más celo que él. La mesa que le tenía que reparar era una de palma de caoba cuyos interiores se habían rematado en roble inglés. Rectangular, con las esquinas redondeadas, las patas de manera cónica estilizada tenía rebajes en canal que las hacían más gráciles y elegantes, terminadas  con ruedas de porcelana para no rayar las tarimas. Cuando se la entregó para la reparación, don Honorio, que así se llamaba el dueño de la casona, le dijo que nunca le había gustado mucho la mesa, que estaba en la casa desde tiempos de su abuelo, y pese a que su padre le alabó la calidad del mueble, nunca le convenció mucho. Decía, como si él entendiera de esas cosas, que los muebles deben tener un penetrante olor a resina y que el que no huele es que no es bueno. Algo de razón tenía en la afirmación, si es que estaba la madera sin trabajar, que lo habría oído de alguien, pero lo cierto  es que solo sabía distinguir el olor a la madera de pino. Las demás maderas no le olían a nada bueno. Finalmente, viendo que el abuelo, Marcelo el viejo, insistía que las maderas de la mesa eran muy buenas y estaba muy bien terminado el trabajo de quien la hizo, él le hizo callar sentenciando que o le sacaba el olor a una buena madera o ya se la podía quedar, que él, lo más que iba a hacer con ella era para calentarse en la chimenea, al calor de las brasas de sus maderas. El  abuelo, Marcelo el viejo, como le llamaban, estuvo trabajando tres semanas, día y noche, para sacar de la mesa todo lo que tenía de original, encajando las piezas dislocadas, encolando las que se habían despegado y repasando el barniz con la muñequilla intentando con una muy fina capa de él que la madera respirara hasta levantar su olor natural. No fue fácil, tuvo que hacer un viaje hasta Barcelona para visitar a un compañero ebanista, Gaspar Homar, que trabajaba para las más altas fortunas, con un taller de gran prestigio, e hizo trabajos también en el mantenimiento de los muebles del Palacio Real. De aquel viaje solo sacó la afirmación de lo que ya sabía, que las maderas compactas, como la caoba, tienen una fibra que deja poco espacio para la resina, que es la que da el aroma especial a ella. Así una vez pulida y barnizada solo se puede percibir su perfume en condiciones ambientales especiales.
Así pues, habiendo arreglado la mesa, mandó recado a don Honorio, para que acudiera cuando creyera conveniente a recibirla. Al domingo siguiente, con las nubes de un temporal cubriendo los cielos de la comarca, acudiendo hasta el taller la humedad de la  fina lluvia cercana, llegaron hasta allí los aromas de las sierras, el olor a geosmina, u olor de tierra, que hizo tener los olfatos preparados para la prueba de la madera de la mesa. Condiciones favorables todas. Para nada sirvió todo eso. Don Honorio, dijo, con mala leche, que aquella mesa seguía sin oler a una madera como Dios manda;  y, con signo de desprecio le dijo al abuelo: - Haz con ella lo que quieras, yo no la quiero ni ver.

Así hizo Marcelo el viejo, se quedó con la mesa, de gran valor, en la que había descubierto el sello de la casa inglesa Gillows. Ahora la tiene Joaquín en su casa y enseña su precioso tesoro a los que pueden valorarlo.

El dinero, no necesariamente da el buen gusto, ni la cultura. 
(Publicado en el diario  La Tribuna de Ciudad Real el 3 de enero de 2015)