20150126

LA BRUXA



Andrea, la hija de Eulalia de Remesar, que en vida sacó su capital de la taberna que regentaba,  tenía de su herencia catorce ferrados en la freguesía de San Pelayo de Sabugueira, que para un castellano era algo más que una fanega, no mucho para laborear, pero en Santiago de Compostela,  suficiente para sacar renta de buenos reales al año como para vivir y sin privaciones de necesidad. De lo que iba sacando de sus ferrados, maíz, habas, nabos, berzas y otras hortalizas, los vendía en el puesto que tenía en la Plazuela de la Pescadería, donde conoció a Servando con el que cogió una gran amistad; que para él era algo más y para ella, que se dejaba querer, podía servirle para no sentirse tan sola, como lo sentía desde que se murió Eulalia, su madre, mujer de gran voluntad y coraje, que siempre la protegió como si no hubiera dejado nunca de ser niña. Le dio buena educación y no dejó de llevarla a que le enseñara el preceptor de Gramática, y maestro de niños don Juan Ferreiro.
El jueves, 30 de noviembre, día de San Andrés, de 1752, estaba Andrea descargando del carro las hortalizas que había llevado ese día para la venta. Con ellas, también tenía, en el fondo, dos sacos con cuatro arrobas de grano de maíz. Cuando terminó de descargar las hortalizas, se subió al carro para acercar los sacos hasta el borde posterior. Al bajar, oyó la voz cascada de una mujer muy mayor que le dijo: -Nena, ¿queres que te axude a encontrar un rapaz que te do que non tes? Ella miró para atrás y vio a una viejecita toda de negro, con los ojos muy oscuros y brillantes, lagrimeando del frío, bajo la cobertura de un pañuelo negro algo mugriento que apenas dejaba ver su cara, en la que destacaban dos dientes blancos que sobrevivían en su arrugada boca. Ella, con estremecimiento, le contestó como mejor pudo, esforzando cortesía: - Non muller, grazas, eu se ben o que teño e o que hei de ter. Non é asunto seu – Dejó claro que ella sabía lo que tenía y lo que quería tener y que no era asunto suyo. Mala cara puso la vieja que se dio la vuelta y se marchó murmurando, quien sabe si con alguna maldición. Pasaron las horas y las campanas de la catedral llegaron a tocar a la misa de doce, momento en que Andrea, recogía sus dineros y los guardaba en una pequeña bolsa de lienzo bajo el refajo. Luego tomaba nota de lo que había vendido y lo que no, para proveer que fuera lo mejor para la venta al día siguiente. Había cundido mucho la de maíz, pues de los dos sacos solo quedaba un cuarto de uno. Empezó a recoger cuando terminó su recuento y la limpieza del puesto y, una hora mas tarde, estaba en la casilla de los ferrados guardando lo que sobró y no había de perderse y lo demás se lo llevo a su casa para dar alimento a los dos cerdos,  dos ovejas y un carnero que con las gallinas dieron buena cuenta de ello.  Cuando cogió el costal donde guardaba el grano de maíz sobrante, al abrirlo vio el maíz lleno de moho y gusanos. En ese momento le vino a la memoria la mirada que le echó la vieja al saco mientras se daba la vuelta murmurando.  Andrea fue a su cuarto y se dio de cruces rezando compulsivamente al señor Santiago, al que le rezaba en la catedral cuando estaba en apuros. Una vez hecho los rezos, se tranquilizó, y para olvidar el incidente volvió al trabajo hasta que acabó agotada a la anochecida, cenando un poco de tasajo y un cuarterón de pan. Nada mas echarse en la cama se quedó dormida. A las cinco de la madrugada se despertó sudando con una tremenda pesadilla en la que la vieja del mercado la acosaba con malas artes, confesando ser una bruxa. Sosegándose con un cacillo de agua, volvió a dormirse.
Nada mas llegar al mercado al día siguiente guardó en secreto la visita de aquella inquietante vieja de negro. Solo se lo dijo a Servando. Él, supersticioso como ella, le recomendó de repetirse más desgracias se lo dijera a él y que en el Monasterio de San Martín de la orden de san Benito, había un monje dedicado a anular maldiciones y conjuros de brujería cuyo nombre era don Claudio. Andrea tuvo semanas buenas y al cabo de tres,  confiada estaba en su puesto de la plaza, cuando vio venir a la vieja. Al llegar junto a ella, dio los buenos días y volvió al tema: - Nena, pensaches ben a miña proposta? teño un rapaz que che vai dar o que che falta. Andrea, con la sangre subida, el corazón dándole golpes en el pecho, le impedía hablar del susto que tenía. Respirando profundamente y cobrando valor, contestó a la vieja: - Se a pensei e non me interesa, grazas, teño xa a miño rapaz. La mujer la miró muy mal encarada. Cogió del antebrazo a Andrea y murmuró entre dientes alguna cosa. Se volvió y mientras andaba la oyó despedirse.
Sin poder sujetar el miedo y los nervios que se le desataban, fue hacia el cubo de madera con agua para lavarse y estuvo frotándose con jabón un buen rato el brazo que le había cogido la vieja.
Esa noche no podía pegar ojo, pensando los males que le podrían venir. Solo de puro cansancio, acabó rendida cuando empezaban a salir las primeras luces del día. El roble de su casa se movía de manera terrible por el empuje de un viento que aullaba como lobo hambriento. Aun así  durmió y estuvo así hasta las nueve de la mañana. Se levantó con prisas y, después de lavarse, vió que el antebrazo lo tenía rojo y le escocia mucho. Se dio una friega de aceite de tomillo y se puso a recoger las hortalizas y algo de grano, partió deprisa y corriendo hacia la plazuela, donde llegaba tarde. Servando la estaba esperando preocupado por su tardanza. Ella, le enseñó el antebrazo y contó lo que había ocurrido. Servando le miraba con mucha atención,  pero cuando llegó a la explicación de la conversación que tuvo, la interrumpió preguntando: - Quen é o rapaz que tes..? Ella le miró fijamente y al cabo de un momento de silencio, sonrió y le dijo: - O teu, parvo. O teu. (Tú, tonto, tú) A Servando se le olvidó el problema que tenía Andrea; que le dijera que era él su chico, le cegó por un momento y solo pudo hacer una cosa: abrazarla y besarla.
Andrea siguió con su gran preocupación, aunque algo más tranquila por otra parte al haber iniciado su relación con Servando, de lo que estaba muy feliz, la situación le había hecho pensar lo mucho que le quería.
Tres días más tarde apareció de nuevo la vieja. Ella conforme se acercaba, fue retrocediendo hasta la pared de la Casa de la Pescadería, allí se sujetó las manos agarrando el mandil y, al llegar a un metro, la mujer le dijo: - Ves rapaza como che facía falta a miña axuda? Se non te apuro lle dis nada a Servando... Ata logo e que sexas feliz, é bo rapaz. Andrea se quedó asombrada: resultaba que lo que quería la vieja es que se decidiera a decirle a Servando que le quería. Todos sus miedos desaparecieron y pensó: no hay que pensar mal por el aspecto de la gente.

Dos semanas despues estaban las amonestaciones puestas en la parroquia para el casamiento. Un día después llegó una carta de  Ourense en la que le rogaban acudir al Notario de Poio, don Benito Guntin para un asunto con un tal Antón Freire, de sumo interés de la herencia de su madre, pero eso… es otra historia que ya contaré.
(Publicado en el diario Tribuna de Ciudad Real el 17 de enero de 2015)

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