20131126

El joven que pasó página



No supo nunca muy bien por qué lo hizo. El caso es que a las cinco de la mañana de un miércoles, a finales de enero de 1958, se vio haciendo el equipaje con cuatro cosas que fue cogiendo y conforme se le antojaba, hasta que la bolsa se llenó del todo y tuvo que tomar la decisión, sin mucho disgusto por cierto, de dejar el resto de sus cosas. La casa estaba muy oscura y en silencio, los muebles ya ni se quejaban, como solían hacer cuando se iba a acostar, ajustando sus formas a la falta de presión o al cambio de temperatura por la agonía de la lumbre en la chimenea. Todos dormían. La calle estaba en silencio, como pudo comprobar al abrir la puerta de la casa. Cuando tiró de ella, y con el golpe que dio la mano de bronce del llamador, supo que estaba en ese momento cerrando un tiempo de su vida y que ya no volvería a ser igual.
Hacía noche oscura, alumbrada con las escasas tulipas de porcelana que el Ayuntamiento puso para el alumbrado público. Subía por la cuesta hacia la estación del ferrocarril con paso cansino pero decidido, más pensativo que triste y menos dormido de lo que podía parecer, teniendo en cuenta el madrugón.
La calle, pensaba, durante todo el día tenia trajín por los transportes ferroviarios y las subidas y bajadas de los viajeros. Cuando llegaba un tren, la vecina de enfrente estaba preparada en su sillón de mimbre, arropada con las faldas de la mesa camilla, dispuesta a disparar su curiosidad para alimentar su comadreo. Posiblemente lo hacía para olvidar su prematura viudez o para no pensar en las putadas que le hacía su único hijo, adolescente, que casi siempre acababan con una visita de la policía. No creo que fuera consciente de que, fisgonear, fuera reprobable. Mujer de ojos de cuchillo y de lengua cargada de veneno, se movía más por sus bajos instintos que por un supuesto interés público.
En la calle solía haber boñigas de caballo, que nunca terminaba de dejar limpia con el carrillo el barrendero municipal. Por ella subían las campanadas de la iglesia de los Jesuitas, con timbre agudo que llenaban los oídos. Golpes de bronce que llamaban a misa, triduos, novenas, rezar el rosario y hasta para las cansinas Gregorianas. Bajaban por allí las bandas de música, cuando venían a las procesiones, llevaran armados o no, que solían hacer su pasacalle desde el bar Cuatro Esquinas, frente a la estación, desfilando luego todo recto, partiendo con sus sones la ciudad en dos, con una recta de sur a norte. También bajaban por ella todos los entierros del barrio y, aún más, algún féretro que hubiera venido en el tren desde otro lugar. Unos, los mas caros y terriblemente tenebrosos, en carroza a la Federica, con los caballos adornados con enormes plumeros negros que movían con su cabecear, los otros en un viejo furgón americano Buic,  bien conservado y acristalado propiedad de la funeraria.
Calle arriba siempre estaba abierta la puerta falsa de la bodega, que le olía el aliento a  alcoholes ; donde acudían todos los del barrio para comprar raciones de vino, o aguardientes con los que trabajar los dulces. Sobre las puertas de las casas, se veían los repletos haces de cables sujetados con unas mugrientas grapas a punto de caer. En ellos, en primavera, bajo los aleros siempre hicieron, todos los años, sus nidos las golondrinas y aviones que venían desde África, a tiro de las pedradas de cualquier chico experto con tirachinas. Escurren por la vía las aguas con prisa y caudal en los aguaceros, recogiendo en su camino toda la suciedad que acababa en la Plaza, nadando y llenándola en inundación con la caída de cuatro gotas.
En esa calle nació. En la casa, habituada tanto a los amaneceres como a los ocasos, fueron pasando los días con las emociones en carga y las luces de los días llenando sus ojos, para impregnar la memoria, hasta el último rincón. De la casa le sacaron un día como a un detenido para meterle en una escuela de párvulos de un colegio de monjas toda una mañana, llena de niños chillones y con un insoportable olor a leche agria y deposiciones. La hermana que los apacentaba tenía mucho genio con los niños, con harta facilidad. Posiblemente pagaba con las criaturas su frustración al no poder profesar, por no ser bien nacida a los ojos de la Comunidad que la amparaba y a la que pretendía incorporarse. De ahí, y por sus lamentos, finalmente le llevaron a la escuela en la que daba clase su tía. Abrieron la puerta gris de la clase donde iba a estar con ella, para entrar en una gran habitación de techos altos, con suelo de tarima, tan vieja que ya no se veía barniz alguno y las tablas habían cogido un color grisáceo por la humedad; los nervios de la madera se veían tan claros y sobresaliendo como las venas de un viejo. Las mesas, redondas, muy bajitas, más parecían las de los enanos de Blancanieves que otra cosa.

De pequeño tuvo que estar en cama por una grave infección renal que le tuvo unos meses con muy delicada salud, hasta que con alguna ayuda le pudieron inyectar penicilina que consiguieron de estraperlo con la ayuda de un empleado de RENFE que la trajo de Portugal, mejoró hasta la curación. Aún así, pasaron meses en los que dejó de ir a colegio, y aprendió a emplear los sentidos como nunca lo había hecho. Fue como un ciego que veía, ya que su inmovilidad no le permitía ver  cuanto pasaba por la calle, pero lo imaginaba y reproducía con su memoria sin perder ni un solo detalle de los sonidos. La luz proyectaba en el techo las siluetas de los viandantes en dirección contraria a su marcha, a través de un balcón con las puertas interiores entornadas. Esas formas, y la memoria de la vida de la calle, le fueron acompañando hasta que cogió el tren. La niebla era muy densa aumentada con los vapores que salían desde la máquina del tren. Apenas se dibujaban los contornos de los escasos viajeros que empezaron a subir. Poco después con un silbido agudo, en la noche cerrada, el tren emprendió la marcha y, su casa, su ciudad, su infancia, se alejaron para siempre. Desde aquel día, todo, se convirtió en sombras y vagos recuerdos que alimentar en los momentos de soledad. Había pasado página.
(Publicado el 23 de noviembre de 2013 en el diario La Tribuna de Ciudad Real)

20131121

El viajero que llegó a Baelo Claudia



En un incunable que encontré en la librería de la calle Mayor de Madrid contaba la historia de un ciudadano romano, más o menos, en estos términos: Cuando salio Julio Décimo hacia Gades (Cádiz) pensó si podría eludir la orden de Lucio Vitelio, que ejecutaba el mandato del César Claudio, referente a la expulsión de los judíos de toda la República. En sus salvoconductos llevaba la orden, sin especificar el motivo, pero sin duda alguna respecto a la salida. Julio no tenía familia en Roma, y, la que le quedaba, estaba muy lejos y hacía mucho tiempo que no sabía nada de ellos. Llegó a Gades con la primera trirreme que salió de Ostia cargada de material militar para el destacamento. Presentó el salvoconducto de salida reservando pasaje para su viaje al otro lado del continente, hacia Tingis (ahora Tánger) lejos de la República, en un pequeño bajel de pesca cuyo patrón era Marcial, hombre serio y de pocas palabras y así lo anotaron en el puerto, los guardianes del puesto de control. De forma que a los efectos de la orden habría salido en él. Sin embargo, no fue así, pudo pagar al dueño de un pequeño barco que salía inmediatamente con mercancías para la cercana Baelo Claudia  y, sin pensarlo mucho  subió en él sin más. Prefería quedarse en el imperio que irse a otro lado donde no podría ejercer su oficio de Ludus Magister (maestro de primeras enseñanzas). Se sentó en la cubierta, escondido detrás de un montón lleno de haces de cuerdas. Salieron cuando terminaba la hora tercia, y permaneció en su lugar, como escondido, hasta que, empezando a anochecer, divisaron la ensenada donde estaba el pequeño puerto de Baelo Claudia. Detrás de la ciudad, en poniente, las nubes, agavilladas en innumerables agrupaciones, recogían las últimas luces y se teñían de rojo intenso, mientras el cielo oscurecía como cobalto oscuro. Entraron en el puerto y en la dársena de la derecha echaron las amarras. Se despidió del patrón y, con su pequeño equipaje, envuelto en un lienzo de lino, recogiéndose la toga, fue andando hacia la entrada de las murallas. Se arrodilló en el muelle para atar las tiras de la sandalia derecha y vio descargar pescado de un barco próximo, arrastrando un africano de piel oscura dos espuertas grandes de esparto llenas de peces grandes que, con el movimiento, parecían estar vivos, cuando no era así. Él continuó su paso andando con firmeza, como si estuviera tranquilo, cuando tampoco era así. No sabía mucho que iba a hacer, tenía todavía el suficientes aureus (monedas de oro) para poder vivir algún tiempo sin ocupación, pero la intranquilidad no le dejaba de ocupar su cabeza.  Baelo Claudia era una ciudad pequeña, amurallada, además de muy bien equipada con servicios públicos, que Roma dotaba a sus ciudades. Dobló a la izquierda por la calle principal, la vía Augusta, muy concurrida. Dos adolescentes se peleaban por un perro, tirando de la misma cuerda que lo sujetaba, mientras el can ladraba protestando sin precisar a quién, prueba inequívoca de que habría estado con los dos. Preguntó a una domina (señora) que pasaba donde habría una posada y le indicó su destino. Fue siguiendo por la calzada andando y sorteando los carros que pasaban, unos llenos otros vacíos, todos con gran estruendo para sus oídos muy sensibles. Llegó finalmente a la casa donde daban aposento y tardó poco en llegar a un acuerdo con el dueño, que parecía honesto, para fijar de momento allí su domicilio. Dejó su impedimenta en su cubículo y salió a conocer el foro de la ciudad.  Vio el mercado, la Basílica y Curia, y acabó en el Templo de Isis, recordando las palabras de Plutarco  que contaban su descripción e historia. Isis, era esposa y hermana de Osiris,  que se refría a la estrella Sirio, lo que indudablemente se hacia destacar al carácter estelar también de la diosa. Recordó que la Biblia, en el Libro de Job, citaba a la constelación de Orión como el origen de divinidades, con su estrella próxima Rigel, hermanada con la del Can Mayor, de la que, Sirio, es la estrella principal. Allí estaba Isis, (Ast para los egipcios) con el trono en la cabeza extendiendo su influjo maternal por la ciudad. Se hizo tarde y volvió a la posada.

No le costó mucho adaptarse a aquella pequeña ciudad, hizo una pequeña fortuna colaborando con la industria artesanal de las salazones de pescado administrando sus cuentas y facilitando la correspondencia de su comercio por el Mediterráneo para la venta del Garum, salsa espesa extraída de los restos del pescado, sin descuidar su oficio y magisterio. Disfrutó del teatro de la ciudad con las comedias de Plauto y Terencio, y admiró las tragedias de Ovidio, con la compañía de su mujer, Claudia, hija de Antonio, patrono del mantenimiento y administración del hermoso edificio, en el que gustaba contemplar las obras desde el semicírculo de la orquestra, y antes de empezar  sus funciones, se asomaba al lucernario del centro de la parte mas alta del edificio desde donde se veía el puerto, al que llegó desde Roma. Meditaba mirándolo como imagen de su fortuna. Disfrutaba explicando a sus discípulos junto a la aritmética de Pitágoras, la Lógica y los Fundamentos de la organización de la Administración de la Republica,  mas nunca tuvo el mayor problema con su condición de judío, por el que se vio obligado a abandonar Roma a la que recordaba con nostalgia, pero su deseo de volver había caducado. Era feliz en Baelo Claudia, donde llegó por azar, sin conocer su destino y, solo, con el deseo de no perder la cultura y la civilización romanas, que eran las suyas. Tanto fue así, que no volvió más a la capital del imperio, pese a que el César Claudio decretó, años después, el fin de la prohibición que le obligó a la partida.

20131110

EL DESCUBRIMIENTO DEL ENIGMA DEL MANUSCRITO VOYNICH



Por la Gran Vía de Madrid, me encontré con mi amigo Leonardo. Lo conocí en el servicio militar. Andaba siempre ausente, y eso le procuró más de un disgusto con los mandos  de la compañía en la que estábamos encuadrados. No entendían que una persona pudiera estar tan poco interesada por la táctica, el tiro o la instrucción militar. Por mi costumbre de no querer conflictos, me amoldé a la vida aquella mejor que él y nos ayudábamos mutuamente. Leonardo me enseñaba lenguaje, literatura y astrología y yo, le hablaba de pintura, historia y arte, con los límites que tenía nuestra juventud. Fue allí, en 1978, cuando me habló por primera vez del manuscrito Voynich.
Este manuscrito es el gran misterio de la bibliografía universal. Llamado así por Wilfred M. Voynich, librero vienés, que lo dio a conocer en 1912, es uno de los documentos medievales más misteriosos que se conocen. Mediante la prueba del carbono 14, y con una fiabilidad del 95%,   podría datarse entre 1404 y 1438. Escrito en un idioma extraño o código que nunca se ha podido descifrar, pese a que durante la Segunda Guerra Mundial, criptógrafos aliados lo estudiaron sin éxito. Analizado por supercomputadoras sin resultado positivo. Se ha atribuido a múltiples autores, como Roger Bacon, el fraile franciscano y alquimista inglés (1214-1294) y Leonardo da Vinci (1452-1519). Edith Sherwood, académica experta en el trabajo de Leonardo da Vinci, ha dicho que el error  y fracaso de su traducción se debía al asumir, equivocadamente, que era un texto en inglés. Si, por el contrario, se parte de la base que el texto está en italiano medieval, toscano, y que las palabras son anagramas, (cambio del orden de las letras en una palabra para sacar otra) se puede llegar a una interpretación bastante razonable del contenido del manuscrito.  Lo cierto es que Leonardo me dijo que estudió el manuscrito todos estos años y habría descubierto la trascripción y el significado de las partes del manuscrito, herbario, astronomía, biología, cosmología, farmacéutica y recetas. Confesó que tenía en una nota de compra las coordenadas del lugar, un almacén amarillo, en que estaban las hojas que faltaban donde podía estar la trascripción. Quedamos para hablar de ello al verme muy interesado y me invitó a comer el jueves siguiente. Llegué puntualmente a la cita a las 13,30 del jueves, en su apartamento de  la calle del Olivar. La mañana estaba plomiza. Los vencejos iban y venían con las prisas de siempre y se avisaban con premura de la proximidad de la lluvia. Las nubes estaban oscuras, muy oscuras y con buena temperatura, hacia avanzar el misterio y cosas importantes. Subí por la escalera de madera que crugía de puro vieja y en el segundo me abrió la puerta Leonardo que me oyó subir. Nos acomodamos en su saloncillo y, con dos copas de un vinillo blanco delante de cada uno, contó sus impresiones. Basaba su historia en que era cierta la prueba de que se trataba de un lenguaje real y no inventado, aunque estuviera trocada en anagramas. Pasaba la prueba de la llamada ley de Zipf (que establece que en todas las lenguas humanas la palabra más frecuente en una gran cantidad de texto aparece el doble de veces que la segunda más frecuente, el triple que la tercera más frecuente, el cuádruple que la cuarta, etcétera). Por otra parte confirmaba que la lengua que estaba detrás del enigma era la del italiano antiguo, toscano, aunque también había parte en inglés antiguo, como el de la Oda de Brunanburh, del siglo X, que tradujo Tennysson; llegando a la conclusión que el contenido de parte de los textos eran una colección de conocimientos traídos de un antiguo códice de la biblioteca de Alejandría, comunicados por un hombre de mas de dos metros y medio, de pelo blanco, que habría venido en un artefacto volador que vino de las estrellas. Me quedé mudo después de todo lo que iba diciendo y, sonriendo al verme así, mi amigo se levantó y trajo una caja de madera llena de manuscritos hechos por él.
Me enseñó sus investigaciones, de semiótica, del lenguaje toscano, de historia, de grafología y finalmente en toda la información publicada en textos y en Internet sobre el manuscrito Voynich. Le pregunte si había trascrito toda esa información en digital y la tenía en un disco duro. Dijo que estaba en ello y solo le faltaba digitalizar las fotos de dibujos del manuscrito y fotos que le habían servido para llegar a sus conclusiones. Prometió que haría copia de seguridad y la guardaría en un buen sitio para garantizar que no se perdiera; quedó en enseñarme la traducción del manuscrito y me daría una copia de él. Nos citamos para otro día sin concretar.

Tres meses después, me enteré que Leonardo había tenido un accidente y había fallecido. Fue un hecho raro. Pregunté a su vecino de la calle del Olivar si tenía familiares conocidos. Lo desconocía y me comunicó que el día después de su accidente, llegaron unos hombres con la llave de su apartamento y se llevaron todos sus papeles. Traían un coche con los cristales tintados y la policía guardando su visita desde la calle. Como me vio interesado y sabia que era buen amigo de su vecino, dijo en voz baja que él tenia una llave y que subiera a ver si me interesaba algo. Subí, y efectivamente todos sus documentos habían desaparecido. Pero encima de un trinchero antiguo del salón, sobre el mármol, estaban sus revistas dominicales y una nota de compra. Me la llevé. Tenía unas coordenadas que estuve viendo por el Google Earth, eran del puerto de La Habana. Y efectivamente, según vi en varias fotografías había un almacén amarillo. Aun no he encontrado la forma de seguir indagando. No se si el enigma Voynich se habría descubierto; o sustraído por algún organismo estatal. O solo habría sido un caso fallido más sobre el manuscrito.
(Publicado en el diario "La Tribuna de Ciudad Real el 9 de noviembre de 2013)

20131104

EL MISTERIO DEL MOLINO


Román, el abuelo de Asier, era hombre de pocas palabras. Conocí muchos hombres así, pues después de una vida dura les quedaban pocas ganas de hablar. Después de volver jubilado de  Bilbao, donde estuvo trabajando, y nacieron su hijo y su nieto, solía sentarse en la cocina vieja, la que ahora solía su madre llamar cocina campera, encendía la lumbre mediado el otoño, y se acurrucaba en un viejo sillón acolchado, de estilo indefinido y pretensiones de estilo francés. Entraba poca luz por el ventanuco pero los pimientos choriceros, puestos a secar recientemente le daban todo el colorido que era necesario para la austera cocina. Asier sabía que estaba siempre allí y como lo quería mucho, estando casa, se iba con él a ver chisporrotear la lumbre en silencio. Sin embargo, el abuelo con él hacia una excepción y hablaba. Un día de otoño, acercándose el día de los difuntos, le contó, en voz muy baja, una historia; la que cuenta el misterio del molino del Guadiana, en las cercanías de su pueblo. Decía el abuelo Román: “No ha dejado el molino de estar allí, pese a que lleva muchos años abandonado a su suerte. Debió parecer que era cosa natural que el río se fuera haciendo con sus tapiales. El río, y la maleza, fueron tomando tierra, invadiendo todo espacio. Pero antes no era así. El camino, el patio y la explanada vieron tantos carros y los primeros camiones, con olor fuerte a gasolina, como para aturdirse en los días de trabajo.
Ha muchos años, en vísperas de la festividad de Difuntos, una tarde que pasaban bandadas de aves migratorias camino de las Tablas, estaba el molinero junto a una de las dos aceñas, y oyó como se estaban abriendo los dos rodeznos del molino. Se alarmó pues estaba solo él y nadie esperaba.  Las garcillas salieron volando con el alboroto del agua que hacía sonar la maquinaria, que al ser de madera, crujía como las cuadernas de una barco de vela.  Acudió el hombre a ver que es lo que ocurría y no vio a nadie. Sin embargo, los dos rodeznos estaban funcionando porque alguien había abierto las compuertas del caz y el agua empujaba los rodeznos. Eran los mismos rodeznos que vimos en el molino cuando fuimos, ¿te acuerdas? El de Flor de Ribera. Claro que lo que vistes eran los hierros que sujetaban las maderas de los rodeznos, pero aun en esqueleto se podían ver como eran. El caso es que, el molinero dio cuarenta vueltas al molino, se subió a la cámara más alta y no pudo ver a nadie que pudiera haber abierto las compuertas del caz. Las cerró, pues no estaba la tarde para trabajar, ni había nada que moler, y cerró las puertas una vez anochecido, cuando volvió su familia de Carrión, donde fueron a ver a los parientes.
Por la noche, solo se oía el rumor del agua del río y algún crujido de las aceñas, pero todo era normal, hasta que a las tres de la madrugada, volvió a oírse el ruido de los rodeznos, que alarmó al molinero, que, asustado, cogiendo la escopeta y la pelliza para no coger frío, salió fuera y con un farol estuvo repasando todo el entorno del molino, con el mismo resultado: no había nadie.  Esto que te cuento pasó una semana entera. El pobre molinero, que no quiso decir nada a la familia para no asustarlos,  empezó a sentirse muy mal y para aliviarse, le dijo lo que pasaba a la pareja de la guardia civil caminera, que llegó hasta allí como todos los jueves. Tomaron cuenta de ello y solo eso parece que le dejó tranquilo. Los mirlos por la mañana parloteaban junto a la entrada del molino y pareció que las cosas volvían a estar otra vez normales, pues así era en sus mañanas. Pero al atardecer del día trece, desde que empezaron a  ocurrir los sucesos de los rodeznos,  se volvieron a abrir las compuertas del caz, estando otra vez solo el molinero. Fue a cerrarlas y cuando tenía en su mano la segunda, oyó que alguien le susurraba con voz muy baja: - Soy Antón, dueño del molino, deja el caz abierto y mueve los rodeznos, es menester haber mucha molienda, tengo que pagar  mil reales que debo a las haciendas del rey y me voy a ver preso si no los pago... salió corriendo e molinero y entró temblando en el molino, se metió en la cama y estuvo tiritando de miedo hasta que las luces del alba y los trinos de los verderones le metieron en la tranquila realidad.
Desde ese día, ya no volvieron a abrirse las compuertas del caz solas, como ocurría en esos días después de difuntos. Contó el molinero su miedosa aventura a todo el que pasaba por allí en estos días de difuntos, cuando cogía confianza, hasta que un día, pasó por allí un señor, dueño de una finca muy grande que lindaba con el castillo de Calatrava y, cuando le contó su historia, se quedó pensativo un rato y, moviendo la cabeza, asintiendo, le dijo. -Hipólito, - pues así se llamaba el molinero- ese Antón que te susurró esas cosas aquel día que fuiste a cerrar las compuertas, pudiera ser Antón de Castro, vecino de Almagro, que fue dueño del molino en el siglo XVI. Creo que tuvo algún pleito con el Tesoro Real, pero al parecer, se resolvió cuando acudieron los vecinos a hacer molienda, todos a una, para hacer suficientes rentas para el pago de la deuda. No consta si se llegó a pagar o no. De todas formas, si no han vuelto a ocurrir los hechos misteriosos, quizá se haya solucionado lo que requería ese buen hombre.
-¡Vaya por Dios!, dijo Hipólito. No se que decir... pero si vuelven las voces... yo vendo el molino y me dedico a otra cosa.

El abuelo de Asier, Román, le dijo al nieto para concluir la historia: -Creo que debieron seguir ocurriendo cosas raras en el molino, porque el molinero vendió el molino y se fue a Jaén donde se dedicó a la prensa de aceite, comprando una almazara.