20131121

El viajero que llegó a Baelo Claudia



En un incunable que encontré en la librería de la calle Mayor de Madrid contaba la historia de un ciudadano romano, más o menos, en estos términos: Cuando salio Julio Décimo hacia Gades (Cádiz) pensó si podría eludir la orden de Lucio Vitelio, que ejecutaba el mandato del César Claudio, referente a la expulsión de los judíos de toda la República. En sus salvoconductos llevaba la orden, sin especificar el motivo, pero sin duda alguna respecto a la salida. Julio no tenía familia en Roma, y, la que le quedaba, estaba muy lejos y hacía mucho tiempo que no sabía nada de ellos. Llegó a Gades con la primera trirreme que salió de Ostia cargada de material militar para el destacamento. Presentó el salvoconducto de salida reservando pasaje para su viaje al otro lado del continente, hacia Tingis (ahora Tánger) lejos de la República, en un pequeño bajel de pesca cuyo patrón era Marcial, hombre serio y de pocas palabras y así lo anotaron en el puerto, los guardianes del puesto de control. De forma que a los efectos de la orden habría salido en él. Sin embargo, no fue así, pudo pagar al dueño de un pequeño barco que salía inmediatamente con mercancías para la cercana Baelo Claudia  y, sin pensarlo mucho  subió en él sin más. Prefería quedarse en el imperio que irse a otro lado donde no podría ejercer su oficio de Ludus Magister (maestro de primeras enseñanzas). Se sentó en la cubierta, escondido detrás de un montón lleno de haces de cuerdas. Salieron cuando terminaba la hora tercia, y permaneció en su lugar, como escondido, hasta que, empezando a anochecer, divisaron la ensenada donde estaba el pequeño puerto de Baelo Claudia. Detrás de la ciudad, en poniente, las nubes, agavilladas en innumerables agrupaciones, recogían las últimas luces y se teñían de rojo intenso, mientras el cielo oscurecía como cobalto oscuro. Entraron en el puerto y en la dársena de la derecha echaron las amarras. Se despidió del patrón y, con su pequeño equipaje, envuelto en un lienzo de lino, recogiéndose la toga, fue andando hacia la entrada de las murallas. Se arrodilló en el muelle para atar las tiras de la sandalia derecha y vio descargar pescado de un barco próximo, arrastrando un africano de piel oscura dos espuertas grandes de esparto llenas de peces grandes que, con el movimiento, parecían estar vivos, cuando no era así. Él continuó su paso andando con firmeza, como si estuviera tranquilo, cuando tampoco era así. No sabía mucho que iba a hacer, tenía todavía el suficientes aureus (monedas de oro) para poder vivir algún tiempo sin ocupación, pero la intranquilidad no le dejaba de ocupar su cabeza.  Baelo Claudia era una ciudad pequeña, amurallada, además de muy bien equipada con servicios públicos, que Roma dotaba a sus ciudades. Dobló a la izquierda por la calle principal, la vía Augusta, muy concurrida. Dos adolescentes se peleaban por un perro, tirando de la misma cuerda que lo sujetaba, mientras el can ladraba protestando sin precisar a quién, prueba inequívoca de que habría estado con los dos. Preguntó a una domina (señora) que pasaba donde habría una posada y le indicó su destino. Fue siguiendo por la calzada andando y sorteando los carros que pasaban, unos llenos otros vacíos, todos con gran estruendo para sus oídos muy sensibles. Llegó finalmente a la casa donde daban aposento y tardó poco en llegar a un acuerdo con el dueño, que parecía honesto, para fijar de momento allí su domicilio. Dejó su impedimenta en su cubículo y salió a conocer el foro de la ciudad.  Vio el mercado, la Basílica y Curia, y acabó en el Templo de Isis, recordando las palabras de Plutarco  que contaban su descripción e historia. Isis, era esposa y hermana de Osiris,  que se refría a la estrella Sirio, lo que indudablemente se hacia destacar al carácter estelar también de la diosa. Recordó que la Biblia, en el Libro de Job, citaba a la constelación de Orión como el origen de divinidades, con su estrella próxima Rigel, hermanada con la del Can Mayor, de la que, Sirio, es la estrella principal. Allí estaba Isis, (Ast para los egipcios) con el trono en la cabeza extendiendo su influjo maternal por la ciudad. Se hizo tarde y volvió a la posada.

No le costó mucho adaptarse a aquella pequeña ciudad, hizo una pequeña fortuna colaborando con la industria artesanal de las salazones de pescado administrando sus cuentas y facilitando la correspondencia de su comercio por el Mediterráneo para la venta del Garum, salsa espesa extraída de los restos del pescado, sin descuidar su oficio y magisterio. Disfrutó del teatro de la ciudad con las comedias de Plauto y Terencio, y admiró las tragedias de Ovidio, con la compañía de su mujer, Claudia, hija de Antonio, patrono del mantenimiento y administración del hermoso edificio, en el que gustaba contemplar las obras desde el semicírculo de la orquestra, y antes de empezar  sus funciones, se asomaba al lucernario del centro de la parte mas alta del edificio desde donde se veía el puerto, al que llegó desde Roma. Meditaba mirándolo como imagen de su fortuna. Disfrutaba explicando a sus discípulos junto a la aritmética de Pitágoras, la Lógica y los Fundamentos de la organización de la Administración de la Republica,  mas nunca tuvo el mayor problema con su condición de judío, por el que se vio obligado a abandonar Roma a la que recordaba con nostalgia, pero su deseo de volver había caducado. Era feliz en Baelo Claudia, donde llegó por azar, sin conocer su destino y, solo, con el deseo de no perder la cultura y la civilización romanas, que eran las suyas. Tanto fue así, que no volvió más a la capital del imperio, pese a que el César Claudio decretó, años después, el fin de la prohibición que le obligó a la partida.

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