20150314

EL DUENDE DEL OLMO


Román el hijo del Secretario, hace poco hizo limpieza en su despacho. Buena excusa para ordenar libros, legajos y documentos que fue depositando en cuarenta años. No es nuevo si digo que, en esos casos, siempre hay alguna sorpresa. Ya creo que la hubo. En una vieja caja de puros Montecristo, que aún olía a tabaco, bien apretados había dos fajos, atados con cinta roja, de fotografías; aquellas que  el tiempo hacía curvarse el papel y con riesgo de quebrarse. Desató los fajos y estuvo viendo las fotos, que eran recuerdos escondidos en su memoria; le hacían revivir aquellos días. Cuatro de ellas eran fotos de septiembre de 1957, en Cameros, Rioja. Como un destello, aquellos días los volvió a tener presente como recuerdo bien guardado: su encuentro con un duende. Pero, prefiero echar la vista atrás y contarlo, tal como me lo dijo él:
Una mañana, recién empezado el mes, oyó la voz de su prima que entraba en el cuarto para despertarle. Un sueño profundo, después de un día anterior fatigoso y de grandes emociones: era su primer viaje largo fuera de su provincia. Lo primero que sintió fue vergüenza por no haber controlado su enuresis. La cama estaba empapada y él con la sensación de ser el niño más tonto del país. Sus primas y su tía pasaron de largo en el tema y le ayudaron  a intentar controlarla. Buen desayuno, e inmediatamente a la calle para conocer el pueblo, El Rasillo de Cameros, donde estaba la casa. Subió por las calles de tierra, apenas empedradas en algún tramo, como los escalones para superar la pendiente; el tránsito de los vecinos aclaraban las calles, salvo en los bordes no pisados, donde prosperaban plantas silvestres con gran lozanía; algo tenía que ver que en las calle principal fluía por su cauce, encajonado entre piedras, el arroyo de San Mamés haciendo sonar su musical discurrir animado por la pendiente y tomando más caudal con los vertidos de las casas. Esa tarde, adquirió el oficio de monaguillo, del que algo sabía pues ya lo ejerció con sus latines en su ciudad, con alguna resistencia pero claudicando finalmente.
A los tres días le presentaron al que iba a ser su amigo Joaquín, del que no se separó mucho en los días que le siguieron. Joaquín, chico reservado y estudioso, le ayudó a ir conociendo el bosque, y enseguida supo distinguir los árboles, por el olor y por el color, por sus hojas, especialmente pinos y hayas que amparaban a la rica cubierta vegetal donde prosperaban con la humedad, fresas, hongos y setas y toda suerte de bayas comestibles. Cuando estaban sentados una mañana cerca del arroyo, en el bosque, su amigo que permanecía callado como era su costumbre, dijo: -Oye Román, ¿tú crees en los duendes? – Bueno –Dijo él- si te digo la verdad me lo creería si alguna vez hubiera visto a alguno, pero, como no ha sido así, no creo mucho en eso. – Es que…mira, lo que te voy a contar no se lo digas nunca a nadie, se van a reír de nosotros o, a lo peor, no es que no nos vayan a creer sino que pueden acusarnos de mentir. Prométeme que no se lo vas a decir a nadie ¿Si? – Vale. Te lo prometo. – De acuerdo. Mira, el verano pasado, un día, que no me acuerdo qué día fue y si era martes o jueves, vine hasta aquí y mientras iba paseando buscando setas, al pasar por un haya muy grande que tenía un hueco en el tronco, oí con claridad esto que no se me olvida y que  escribí cuando llegué a mi casa: - Fuertemientre plorando estoy, válame moço, menguado me tiene un fuerte dolor e sin remedio por no le coger. Dadnos remedio. Del sauce preciso fazer cocimiento. Válame moço, o he de fallezer. -Salía la voz del hueco y no me atrevía a asomarme, no lo entendía muy bien al principio, porque hablaba raro, pero lo repitió varias veces y parece que quería que le trajera un poco de sauce cocido; fui a casa, más asustado que otra cosa, y después de pensarlo mucho y sin decirle nada a nadie, busqué en la enciclopedia lo que decía sobre el sauce. Parece ser que de su corteza se han sacado, de siempre, infusiones para quitar las fiebres y las inflamaciones, Así que cogí un trozo de corteza del sauce del huerto del tío Jonás, y lo cocí en un cacillo, metí la infusión en un frasco y lo traje hasta el haya de donde salió la voz. Estuve esperando un momento y a los cinco minutos vi asomar unas manecitas muy pequeñas que cogieron el frasco, y volví a oír la voz que me decía: - Muy obligado quedo por su merced. Muy obligado moço.
Unos días más tarde, después de volver de Logroño donde tuvimos que ir por el trabajo de mi padre, me acerqué al bosque donde había oído la voz y visto las manecitas; pero nada, no ocurrió otra vez. Sin embargo, cuando menos lo esperaba, otro día que vine a coger moras para que mi madre hiciera mermelada, pasé por allí y oí como me llamaba. Volví la cabeza y le vi de cuerpo entero; no alcanzaba su altura más allá de veinte centímetros, iba vestido con unas calzas verdes que con los picos que colgaban de sus hombros manos y cintura, parecía más una planta que un hombrecillo. Me acerqué, con un poco de miedo, te lo confieso, y sin pedírselo se presentó. Se llamaba Godesteo y decía tener muchos años; vivía en el bosque donde tenía varias casas, aunque él la llamaba moradas; decía que su familia estaban allí desde el tiempo del rey Don Sancho III y su mujer doña Blanca. Estos donaron la ermita de San Mamés al obispado de Calahorra, dejando de cuidar de ella y pasando su cuidado al obispo,  que lo descuidó al ser pequeña, retirada y no tener renta alguna. La ermita la hicieron alarifes, albañiles de aquella época, con gran oficio de construcción románica que atendieron el encargo real. Su familia, cuidaba del bosque, tomó como suyo el cuidar de la ermita, lo que había hecho hasta esa fecha y  lo sigue haciendo él. Le pregunté cómo la cuidaba y dijo al momento: -¡Faciendo gran temor! Cuando veía a alguien que quería hacer daño a la ermita o robar, le daba voces y le tiraba de la ropa sin que le viera, y se iban corriendo asustados creyéndolo espíritu o demonio.
Esta historia de Joaquín, - decía Román-, no hace mucho la tuve presente cuando fui al Rasillo en un viaje de vacaciones al norte, y donde me paré para verlo. Iba a ir al bosque, pero se hizo tarde. Cuando me acerqué a la Iglesia del pueblo, delante, hay un viejo olmo que tiene una gran oquedad en su tronco y a la que le han puesto una cerca  para que no pase nadie a dañarlo, ni animal ni persona alguna. Me senté a su lado cuando caía la tarde mirando hacia el valle y, después de unos minutos, oí una voz que me decía: -Pronto se tornará el día en noche. Apriessa cantan los gallos y quieren quebrar albores.

La verdad, no me quedé a indagar de donde salía la voz y quién era. Me puse muy nervioso, cogí el coche en cuanto pude y me largué. ¡Que se le va a hacer! En algunos momentos tengo arranques en los que me acobardo. Debia ser Godesteo, haciendo de las suyas.
(Publicado en el diario "La Tribuna de ciudad Real" el 28 de febrero de 2015).

RÚA COLÓN 28



Hace algunos años, una mañana de invierno paseaba por Ourense. Por aquel entonces trabajaba yo en esa ciudad. El sábado 21 de febrero paseaba, bajando por la rúa do Progreso hacia el centro,  desde el Parque de Posío di la vuelta. A las once de la mañana el sol ya había calentado la piedra de las losas de granito  de la rúa Colón y las de la Plaza de la Imprenta las veía luminosas desde lejos. Las suelas de cuero son imprudentes, anuncian las pisadas en la piedra. Camino de la plaza Mayor, con la calle sin gente, me acercaba somnoliento por el calorcillo de febrero y el trasnochar por razón del Entroido. No soy amigo de máscaras pero sí del alboroto, por eso, y por mi curiosidad permanente por el género humano anduve entre la gente y el jolgorio. Decidí tomar un buen café y unos churros, leyendo el periódico, en el café Latino. Cuando pasaba por el número 28 de Colón, me fijé en la casa; juraría que el día anterior la había visto deteriorada y con signos evidentes de abandono. Lo cierto es que ahora la veía con la piedra limpia y la carpintería, ventanas y puertas, nueva; pintadas en verde carruajes oscuro, propio de las casas de Irlanda. ¿La habían arreglado en una noche, como si hubiera intervenido conjuro o magia? Bueno, en verdad inmediatamente pensé en que yo me habría confundido con otra casa, en otra calle. Al fin y al cabo, yo no conocía bien la ciudad y, aunque tengo buena memoria, podría haber alguna confusión.
Esa tarde hablaba con Carmiña Novoa, la hija de Ciprián, el dueño de la ferretería del barrio, y muy aficionado a los cuentos de magia y parapsicología. Mientras el padre me buscaba un cestillo metálico telescópico, para la cocción de verduras al vapor en toda suerte de ollas, que había pedido, decía Carmiña que, precisamente en el barrio viejo donde estuve paseando, se han contado historias de gente extraña y desconocida que nadie puede identificar, ni hablar. Ella misma le había contado a su padre la historia de un niño que rodaba el aro por la rúa de Hernán Cortés, con ropa muy antigua, posiblemente del siglo XIX. Al llegar Cibrao y escuchar nuestra conversación me dijo: - Mira, se ha dado muchas veces el extraño suceso de que se vea por la mañana una calle y por la tarde otra. Entiéndeme, no que sea otra realmente sino que, siendo la misma, tiene otro aspecto.  ¿Salto en el tiempo? Posiblemente, pero comprenderás que el estudio de estas cosas no es fácil, ni a la sociedad le es especialmente cómodo el plantearse que las leyes físicas no son tan inmutables como las hemos estudiado.
Estuve pensado en estas cosas, y no por mucho rato, mas tengo que confesar,  que todo lo que se sale de la lógica de las cosas terminamos siempre por desecharlas, aunque no olvidarlas.
 A la mañana siguiente hice el mismo recorrido que la otra vez y, en esta ocasión, al revés, bajé por la rúa de Santo Domingo, Praza de Santa Eufemia y Praza Maior y desde el Ayuntamiento tomé la rúa Colón hacia el parque de Posío. Por un momento pareció que la calle era otra según andaba por ella, pero pensándolo bien no descarté que estuviera viendo, no lo que realmente veía, sino la que quería ver. La historia de Cibrao era realmente interesante.  Pero todas estas cosas quedaron en nada cuando llegué hasta el numero 28. Efectivamente, ya no aparecía como la había visto el día anterior sino como la vi días atrás, sucia, con la carpintería sin pintar hacía muchos años y abandonada. Me quedé estupefacto mirando la casa durante un buen rato y le hice una foto con la cámara del móvil. Luego, me di la vuelta hacia el centro para bañar en vino mis dudas, con un mencía, en el bar O Frade de rúa Fornos. Mientras esperaba a un buen amigo, no fue una, sino dos, las copas necesarias para tomarme las noticias del suceso con algo más de tranquilidad.

Cuando tocaban las campanas de la Iglesia de Santa Eufemia para la misa de 11, al día siguiente, acudí a tomar café al Latino con el fin de acercarme luego hasta el nº 28 de la rúa Colón. Así lo hice y los tres primeros días vi lo mismo que había visto el domingo: una casa   abandonada y en franca decadencia. Como no tenía suficiente tiempo en la semana esperé hasta el sábado siguiente para hacer el recorrido contrario, el mismo que había hecho el sábado anterior, esta vez a la caída de la tarde, y la sorpresa volvió a surgir: ¡De nuevo volvía a ver la casa nueva! Recién pintada y con la carpintería nueva y las piedras totalmente limpias. Esta vez me di cuenta, mirando la foto que tomé, que no había cables tendidos por la fachada que se veía totalmente limpia. Un farol de aceite, antiguo había cerca de las bajantes del fin de la finca. Me quedé mirándola de nuevo  un buen rato y después de varios minutos, se encendió una luz en las ventanas de arriba. Vi pasar una silueta por ellas, previsiblemente un hombre, dibujada con la sombra en los visillos que había dentro. Aun habiendo poca luz, intenté hacer una foto. Salió. Toda la casa preciosa, y la luz amarillenta en los ventanales de arriba. Me fui todo nervioso hasta mi casa y con el firme propósito de volver a hacer el recorrido a la inversa al día siguiente. Esa noche estuve dando vueltas en la cama mirando a un firmamento imaginario en lo debía ser el techo, que no veía por la oscuridad, y sin darme cuenta estaba reviviendo los momentos de las semanas anteriores en mis visitas a la rúa Colón y la casa del nº 28. Llegué a pensar si no sería que aquella casa era para mí un inmueble como los que siempre había soñado como casa para vivir, para cuidar, como si de una obra de arte de la arquitectura popular fuera, de propiedad particular. Por el cansancio, supongo, me dormí más tarde y amaneció un nuevo día, domingo y el fin y principio de una nueva semana. Finalmente, cuando terminé mi jornada y andaba disfrutando de mi diario paseo, hice el recorrido contrario.  Volví a verla abandonada, pero esta vez con la puerta abierta. Me atreví a pasar y cuando estaba dentro, la casa no parecía en estado de abandono, sino esplendorosa. Parecía vacía, pero al momento oí que alguien bajaba por la escalera, me armé de valor y apareció un caballero bien vestido al modo del siglo XIX que me dijo: -Hola Martín, ¿que tal esta tu padre? – Bien -Le dije sin pensar lo que decía, paralizado como estaba. -Tenemos que ir pronto  a coger cogumelos (setas). Tú eres el experto y yo, como sabes, el cocinero. Tengo prisa, nos vemos. Me quedé perplejo. Martín era el nombre de mi abuelo, y recogía cogumelos como nadie. Yo me parezco a él. La foto de la casa nueva, cuando fui a volverla a ver se había borrado de la memoria del móvil.
(Publicado en el diario "La Tribuna de Ciudad Real" el 21 de febrero de 2015).

DETONACIÓN DE MADRUGADA



¿Has oído eso? La luz de la mesilla de noche se encendió y Mauricio se había incorporado apoyándose en el codo con los ojos tan espantados como hinchados por el sueño.- ¡Joer Mauricio, es mu tarde! Anda apaga la luz. -¿Pero lo has oído niña? -Sí, claro que lo he oído, debe haber sio el reventón de la rueda de un coche. – ¡No puede ser, Matilde! ¡La carretera está casi a un kilómetro! Además, eso ha sido una detonación, que yo sé muy bien como es un tiro. Todavía me acuerdo de cuando los oí en la mili. Sí, ha sido una detonación. Miró en su reloj: las tres y media. – Bueno… -Dijo su mujer- ¿Y si lo es?, que vamos a hacer nosotros… será el sobrino del Pellicas, que anda otra vez cazando de furtivo…- ¿Tu crees? No sé que decirte… bueno…veremos que pasa. Apagó la luz y al rato estaban  dormidos otra vez.
A las ocho y cuarto, Matachinches,  en su moto Guzzi Zigolo, sucia de varios meses, echando humo por el tubo de escape, como si le persiguiera alguien, corría, por el camino del Arzollar en dirección hacia la carretera de Puertollano. Matachinches, con la chaquetilla de trabajo abierta,  que parecía más bandera al viento que prenda, llevaba la cara roja por la tensión que le embargaba. Exageraba inclinando el cuerpo como si quisiera coger más velocidad de la que podía la moto, daba la imagen exacta de la alarma que llevaba. Diez minutos después estaba en la Comandancia, entrando atropellado, parando sólo cuando el cabo de guardia le dio el alto. Habló con él y después de unos instantes, volvió a salir, más calmado, cogiendo la moto y volviendo a su punto de partida.
Minutos más tarde, salía el Land Rover de la Benemérita hacia la Poblachuela; el cabo Marcial, callaba, y si callaba él, callaba  Suso, el guardia que conducía; detrás, el guardia Blas les contemplaba y se le veía tenso: era el primer atestado al que iba a asistir y lamentaba que fuera tan grave. Llegaron enseguida delante de la nube de polvo que iba haciendo el Land Rover. La mula de Victorio, que pastaba cerca, empezó a dar saltos asustada. Entraron en la casa donde esperaban Matachinches y Perolo. La cocina donde entraban olía a los embutidos que aún colgaban de la viga del fondo  y a la ceniza del hogar, que habría sido encendido la noche anterior. El cuerpo de Julio, el Serio, yacía en el suelo entre un charco de sangre en gran parte coagulado, ennegredecido. - ¿A que hora lo han encontrao? Preguntó el cabo. –Mirusté cabo, Vicente, este de aquí, que es el que ha ido a avisarles con la moto, y yo, habíamos quedao a las siete con Julio, ya sabe usté, ese, el del suelo, para ir a cazar unos conejos  a una finca de Poblete, llevábamos dos galgos, pero no acudía, le esperábamos y le esperábamos y no acudía, hasta que vinimos a por él a ver que le había pasao y ya nos dio mala espina el ver la puerta de la verja abierta, y la de la casa también, la yunta, huncía en el arao; entramos, y le vimos; y ya ven ustés, nos lo han matao. Paró su exposición respirando agitadamente por haber recordado de nuevo el incidente, se vió en ese momento que estaba llorando. – Cálmese, Pedro, hay que mantener la calma, haremos las averiguaciones que hay que hacer y veremos  como resultan. Por lo pronto, una vez que les tomen la declaración, esperen sentados fuera, que ya les diremos lo que precisamos.
Hicieron fotografías, a indicación del juez que llegó a levantar el cadáver a las once y diez. El cura echó sus rezos. Comprobados los poseedores de escopetas del entorno, solo había dos, Victorio y Román el padre de Matachinches. Ninguna de las dos correspondía al calibre de la que mató a Julio, y ni siquiera las habían disparado recientemente.
Preguntaron los guardias en las casas de alrededor sobre el suceso. Al llegar a casa de Mauricio, ya estaba Matilde esperando en la puerta de la casa con el delantal recogido con las manos en la cintura con claros síntomas de nerviosismo. Se había corrido la voz por toda la vecindad de que habían matado a Julio, también llamado el Serio; ahora nadie se atrevía llamarle por su mote. Una cuestión de respeto. Entraron en la casa y a la pregunta del cabo, si oyeron algo, Matilde se adelantó al marido y contestó: - Si, si, lo oímos a las tres, Mauricio, aquí mi marido, y yo nos despertamos a las tres por un estampido que oímos, y yo, ¡qué tonta...! creí que había sio una rueda de un coche, pero el Mauricio, dijo que era un tiro, y ¡vaya si era un tiro! ¡Pobrecico el Julio! Amos, amos, amos, haberlo matao con lo bueno que era…
Esa tarde después de comer, Mauricio con los ojos entornados por el sueño y la digestión, descansaba en la banca del comedor. Su padre, el Tobías, hombre con la cara quemada y arrugada por el sol de toda una vida en el campo, hacía como que hablaba y movía los brazos agitando las manos, retorcidas por la artrosis. Solo se escucho una extraña palabra que repitió tres veces: ¡Torrecto!
Al los tres días siguientes llegó hasta la casa de Mauricio el abogado don Ezequiel. Venía a enseñarle el testamento de Julio. Le había dejado todos sus bienes a Mauricio. Le sorprendió. Eran amigos pero desde que hicieron la mili en la Acorazada Brunete, no se veían apenas. Don Ezequiel tiró de las gomas de una carpeta azul de cartón y le dió las dos escrituras, el testamento y la de propiedad de las tierras y la huerta donde vivía Julio. Cuando se fue el abogado, Tobías le tiró de la manga a su hijo y le dijo: -Vamos encá el Julio. – Pero padre, que no nos van a dejar pasar… - ¿Ande, en el camino? ¡Estás tonto! Tanto el viejo insistió que se fueron los dos hasta el camino delante de casa de Julio. Tobías fue con su cansino y torpe andar y se puso delante de la linde entre las dos huertas, la de Julio y la de Victorio, levanto hacia el frente los brazos  y dijo: - ¿Ves? No es torrecto. – Y qué, padre, que me quieres decir, ¿que debe ser todo recto? Bueno, ya me entero. Luego lo vemos. Vamos para casa, va a coger usted frío. – Sí, y les dices que si han visto la carabina del Nepomuceno, el padre.
Mauricio pensaba al día siguiente de lo que le había dicho su padre sentado en la alberca. Las sombras de los tilos se deshacían en el agua. Un ganso nadaba despacio mirando como corría lenta la mañana. Preguntó a los vecinos cuando estuvo arando Victorio. Repasó luego las escrituras y al día siguiente se fue hasta la Comandancia. Les contó lo que le había dicho su padre, y lo que leyó en las escrituras.
Tres días después se llevaban a Victorio detenido y acusado de homicidio.

Luego se enteraron todos lo que había ocurrido aquel día trágico. Leyeron en el ABC, que Julio, la víctima, se había quejado de que se había metido en su propiedad Victorio mudando la linde: Una línea de seis metros por el camino ganaba, en perjuicio de la finca de Julio, 80 metros cuadrados con un triángulo que había incorporado a la suya. Cuando Julio se preparaba para volver a arar, corrigiendo la invasión, fue a por él y le disparó. Encontraron la carabina del padre de Victorio en el pozo. Mauricio le vendió la casa heredada a un pariente de Julio, policía.  Y su padre, Tobías, cada vez que pasaban por allí, le decía: - Ya te lo  icía yo, Moricio, no macías caso…  
(Publicado en el diario "La Tribuna de Ciudad Real" el 14 de febrero de 2015)

20150309

MISTERIO EN VILLA MÉDICI


La historia que conocemos solo es una pequeña parte, la que hay en manos de particulares en documentos, obras de arte y archivos es inmensa. Un ejemplo de ello es el que voy a contar.
Un día como otro cualquiera, empecé con mis rutinas y decidí pintar las ventanas del piso de la Vía San Francesco a Ripa. Así, cuando salí por la mañana para mi paseo habitual por el centro de Roma, fui a la acera de enfrente y miré a las ventanas para tomar mi decisión final. Bien pensado me dije que no. O lo hacían todos los vecinos o quedaría mal. Las casas en Italia parecen pintadas una sola vez en la vida. Dejé mis dudas y fui hacia el centro donde, fiel a mis hábitos como digo, acabé dando vueltas por los puestos de libros de la Piazza della Rotonda, frente al Pantheon. Estuve un buen rato mirando las publicaciones, sin prisa pero con detenimiento, y eso me dio la satisfacción del día: entre varios paquetes de cartas antiguas atados con bramante vi uno que tenía bastante antigüedad. Lo compré por diez euros, el contenido parecía ser de interés. Leía en el pequeño salón de mi casa de la Vía San Francesco, junto a la ventana y, después de ocho cartas, llegué a una muy antigua que me dejó asombrado. Era un cuadernillo que habría sido sellado en su día con lacre; aun tenía el resto del que se fracturó. Comenzaba diciendo: En el día del Señor, 18 de septiembre de 1631, hago cuenta de los sucesos de los que fui testigo en los jardines de la Villa Médici. Abajo una firma legible con rúbrica decía: Diego Velázquez. Empezaba el texto haciendo referencia de su presencia en la Residencia del Cardenal y Gran Duque de Médicis, por favor pedido por el rey Felipe IV, amigo suyo. Tuvo que hospedarse allí por las fiebres que cogió en los días que estuvo en el insalubre casco antiguo de Roma, donde se pudo infectar cuando residía en las estancias vaticanas. Allí el reposo, la buena ventilación y los cuidados que le daban dieron paso a su mejoría, y ésta la causante de que saliera una tarde de verano a pintar al jardín frente al pabellón que cubría el acceso a una gruta. Recogía en la carta su relación y la conversación con los dos empleados del cardenal que estuvieron ese día con él. Uno era Emerico Agosti, copero, que acompañaba en el paseo a Luis de Pimentel, ayudante de la Secretaría y pariente del Cardenal y Gran Duque. Se alejaron unos momentos para hablar con la que llamaban Cianna, joven hermosa que estaba subida en la balaustrada superior del pabellón tendiendo un lienzo recién lavado. Oyó Diego la conversación: - Buenas tardes Cianna, soy Emerico, mala hora es para tender ese lienzo, pues está cayendo la tarde y no ha de secarse; no creo que sea bueno dejarlo en este hermoso jardín toda la noche hasta que el sol lo seque mañana; ¿recuerdas Cianna que nos vimos el primer viernes del mes?; ¿te acuerdas que te pedí que fueras conmigo a las fiestas del sábado?- Sí, lo recuerdo, Emerico- Dijo ella.- y si bien te dije que haría lo posible para estar contigo,  no me es posible ahora por no estar dispuesta, a pesar mío. Lamento decirte esto pues eres buen hombre y me complace tu interés; pero no puedo ya hacer nada. – Pero dime Cianna, soy Luis de Pimentel; te veo triste; ¿qué es lo que te tiene tan angustiada?; ya sabes que yo, podría procurarte la ayuda que precises, y sería grato complacerte y hacerlo también con el buen amigo Emerico. – No señor don Luis; es su merced muy gentil con su ofrecimiento pero de la tristeza, que es lo me tiene así, no puedo librarme, perdida estoy y solo tendré descanso si encuentro a mis padres que son con los que me he de reunir.
  Diego cuenta en la carta que estuvo en esos momentos pintando allí  el encuentro de los tres en el cuadro que terminaba y oyendo sus diálogos que continuaron buen rato, pero ella siempre hablaba de lo mismo: de su imposibilidad de poder seguir con su vida como se había propuesto. Coincidía la decisión de Diego aquel día pintando al aire libre, -cosa muy rara entre los pintores de aquel tiempo- en los jardines de Villa Médici y precisamente en el paseo desde el que se veían los cipreses que rodeaban al pabellón, en el que estaba la entrada de una gruta. Recordé la referencia que había leído: aquel solar era parte de los jardines de Lúculo, que pasó a manos de la familia imperial de Roma en tiempos de Nerón y en cuya villa murió asesinada Mesalina, la esposa del emperador. Así parecía que la maldición pudiera estar sembrada en aquel solar, pues al día siguiente de terminar el cuadro “Vista del jardín de la Villa Médici” y encontrándose Diego Velázquez hablando con el embajador del rey de España, el Conde de Monterrey, se le acercó don Luis de Pimentel y le rogó encarecidamente al oído, pidiendo excusas al embajador, que le buscara después porque quería hablar con él por un asunto de mucha reserva.
Anduvo Diego intranquilo por el comunicado que el empleado del Cardenal don Fernando le había transmitido, y al terminar de hablar con el Conde de Monterrey buscó a don Luis Pimentel para salir de las dudas y temores que le atenazaban. Lo encontró  en la biblioteca y, al verle, hizo una seña para que le acompañara a una pequeña habitación próxima; al cerrar la puerta dijo: - Don Diego, ¿se acuerda cuando estuvimos en los jardines aquella tarde de la semana pasada? ¿Recuerda que hablamos con la joven Cianna, a la que requería mi buen amigo Emerico, pues tenía mucho interés en ella y a la que había tomado mucha afición? – Si claro- Dijo Diego Velázquez- Me acuerdo y me interesó mucho que por fortuna tuviera a vuestras mercedes en el jardín; los pinté en el cuadro que estaba haciendo. Era buena composición y se ofrecía bien para la obra.- Pues bien, don Diego, debo decirle con gran preocupación que la joven Cianna no debía estar allí. Había sido encontrada muerta dos semanas antes en la gruta del pabellón o logia  donde apareció arriba en la balaustrada en los días posteriores; allí donde la vimos y hablamos con ella. Le ruego pues que no haga mención de esta noticia ni del encuentro que tuvimos pues como debe saber, nos puede traer graves consecuencias con la justicia y con los inquisidores, de los que no se si el Cardenal, pese a ser mi pariente, sería capaz de salir valedor de nuestras personas. Vi su hermoso cuadro y bien está que no se vea bien quienes estábamos allí. ¡Dios bendito, don Diego!, ¡estaba muerta, y la encontraron envuelta con un lienzo blanco, manchado con su sangre! Igual que el que parecía haber lavado y queriendo tender a secar días después.

He guardado la carta, con la firma de Velázquez y lo que relata en ella. Pero me queda una gran duda: ¿eran ciertos los hechos o solo un relato puramente literario correspondiente a la seducción de misterio que provoca la Villa Médici?
(Publicado en el diario "La Tribuna de Ciudad Real" el 7 de marzo de 2015)