20140623

LA CENA CON CALIPSO



En una oficina muy grande, lujosa, de gran poder, en la parte baja de la Viale delle Brigate Partigiane, de Génova, sexta planta, tenía despacho Odisseus Werner, un joven muy inteligente y de astucia fuera de lo común, que llevaba la gestión de las cuentas más grandes de su empresa. Esto era así, no solo por tener una excelente formación académica, sino porque había adquirido gran experiencia en Hong Kong, en una empresa de la competencia. Giulia, su secretaria, entró en el despacho y sin esperar a que le dijera lo que le traía allí, Odisseus le espetó: - Giulia, dale a Marco este dossier, en él están las dos cuentas que llevo y que quiero que las gestione él hasta que vuelva. Me voy de viaje. No aguanto más, Giulia, creo que ya va siendo hora de que me tome unas vacaciones y resuelva si vuelvo o tomo otros rumbos más tranquilos. –Pero, pero…pero jefe ¿cómo te vas a ir ahora… con las dos cuentas en su momento más decisivo? ¡Que es muchísima pasta la que está en juego! Ya se que Marco lo puede hacer bien, pero sabes que el que deja a otro que haga el trabajo… ¡corre el riesgo de que, si lo hace bien, le quite el puesto! –Si, si si, Giulia ya lo sé pero me importa una mierda. En este momento solo me preocupa una cosa: ¡Yo! - ¿Pero te pasa algo jefe? – Bueno… me pasa algo, o no me pasa. Ya no voy a analizar eso, solo se que tengo que perderme y recuperarme, estoy hecho una mierda y no estoy satisfecho como va mi vida. Así que… ¡hasta luego guapa!
Mientras decía estas cosas, Odisseus estaba recogiendo sus cosas más íntimas y las iba metiendo en una caja de cartón. Terminado esto y habiéndose despedido de Giulia, con un beso, que la hizo ponerse colorada, (era el primero que le daba en seis años que llevaba con él), cogió el portante y bajó en ascensor hasta el aparcamiento donde cogió el coche y puso rumbo hasta el cercano puerto.  Allí le estaba esperando un pequeño velero de 1922, que había comprado de segunda mano y se había encargado de restaurar y darle lustre. Entro en el camarote y dejando encima de la mesa la caja con sus cosas, sacó de un pequeño armario, la documentación de navegación, (que repasó por ver si estaba toda), ropa mas cómoda, la que guardada para navegar, y después de enfundarse el pantalón, los zapatos náuticos y una camiseta de algodón espeso, a rallas verdes, Salió a la cubierta y soltando amarras partió de puerto.
Aquella mañana era preciosa. El mar estaba en calma y una templada calima teñía de rosácea luz la costa, al fondo, por el este, el cielo se iba llenado de agrupaciones de pequeñas nubes. Se quedó un rato mirando hacia allí abstraído, quien sabe si con lo que dejaba, o con lo que pensaba podía encontrar. Las olas batían contra el casco y era toda la sonoridad que se podía oír. Con cada golpe de mar su tranquilidad iba progresando, como lo hacía el velero con rapidez, Ceñía el viento con habilidad y el rumbo SSE (sur, sureste) prometía días de navegación y noches llenas de constelaciones, prestas a darle fiel a su rumbo. Sentado cerca del timón, fijo en el ruta marcada, y que controlaba de cerca, puso el cronómetro en hora y cogió un libro que llevaba en la bolsa, se reclinó y se puso a leer, la luz de la tarde iluminaba el título de la portada, que se podía leer: “Ulises” y el autor: James Joyce.
 Después de tres días de navegación, habiendo bordeado Creta, Rodas y  recalado en pequeños pueblos de la costa, dormido en el propio barco, partió de la costa turca, desde Kas hacia el sur. Hombre muy ordenado y minucioso en todo lo que hacía, tenía el pronostico meteorologico a la vista y no parecía inquietarle. Sin embargo en tres cuartos de hora, un cielo con pequeñas nubes de aspecto poco preocupante, se convirtió en uno de muy negras nubes y vientos racheados que golpeaban el las velas con violencia. Le tenía muy ocupado y dudando si volver a puerto en vista del temporal que se avecinaba. Mientras lo decidía o no, una racha fortísima de viento, golpeó en  la Vela mayor y puso en grave aprieto también al Foque. Mientras ponía remedio al desastre, que le había sorprendido recogiendo velas, otro golpe del viento enfurecido rompió el palo de la mayor y destrozó el del foque también. Amarrado al timón, y con la brújula en la mano, intento hacerse con el gobierno del barco y no llegó a enterarse de su destino al recibir un golpe de la botavara en la cabeza. Así pues quedó a la deriva toda la noche. Cuando despertó estaba en una pequeña isla, encallado en una cala cerrada de arenas blancas. Se curó las heridas con los remedios del botiquín y salto a tierra. Subió a la cumbre más alta del pico cercano, luego de pasar penalidades entre las breñas,  y no supo identificar que isleta podía ser aquella. La recorrió largo rato para reconocerla, con tranquilidad y anotando los datos que consideraba de interés de su camino. Cuando estaba comiendo unos fiambres, oyó como se quebraban unas ramas. Alguien se acercaba. Apartando las ramas de un verde quejigo, apareció una joven muy hermosa y de aspecto extraño. Vestía túnica blanca de algodón muy fina que hacía transparentar su cuerpo. Hablaba en griego. Le invitó a su casa. Una pequeña vivienda muy acogedora oculta en una cala muy cerrada, entre la vegetación, que, sin embargo dejaba ver desde sus ventanales el mar. Su aparición le hizo recordar a las aventuras de Ulises, en la obra de Homero.  No estaba muy equivocado pensó, cuando le dijo su nombre: Calipso. Era un nombre que le gustó a su padre, profesor de humanidades en la Universidad de Atenas. Vivía sola. Todos los sábados se acercaba una embarcación que le traía los víveres y la correspondencia. Cenaron en la terraza. Comprobó con placer la buena conversación que tenía Calipso. No le dijo nada de su pasado; demostraba mucha cultura y una bondad extrema; casi le hizo llorar su limpio ánimo, sin reserva alguna. Hacía muchos años que no encontraba una persona así. Al preguntarle si quería marcharse pronto, aclaró que, a ella, le gustaría que se quedara todo el tiempo que quisiera. La miró a los ojos y sin dudar un momento le contestó: - Todo el tiempo que quieras que esté a tu lado. Ella acercó su cara y abrió la boca, que no dejó lugar a la palabra, y le besó lentamente. Le ofreció una copa de vino oscuro muy afrutado y levantando la copa le dijo. - Estas en casa. Creo que te estaba esperando.

En la sexta planta del Viale delle Brigate  Partigiane de Genova, no volvieron a ver a Odisseus.
(Publicado en el periódico "La Tribuna de CIudad Real el 21 de junio de 2014)

20140620

EL ESPEJO


El Congreso de Sociología política, terminó en Cagliari el viernes. A la hora de la comida estaban todos los congresistas en el comedor del  T Hotel y, en el lado izquierdo del salón, Arturo charlaba animadamente con unos compañeros de Roma. Hablaban del vino que estaban bebiendo, una botella de Cannonau selvaggio, y del eterno debate si la garnacha, que no es otra cosa que la cannonau, es la que se llevó a Aragón o fue desde allí desde donde se trajo a Cerdeña.  Era una imagen y voces que recordaba Arturo insistentemente, porque luego todo los recordaba confuso, con algunas referencias a su infancia, a su adolescencia, y sobre todo a los días en que estuvo en su casa en la montaña, sentado en la hamaca en el porche, con la mirada puesta  y la vista perdida en las sierras de enfrente. En el aeropuerto Cagliari Elmas, se sentó en una cafetería para esperar la salida de su avión; pese a que llamaba al camarero, no le servían, y acercándose adentro, en la barra, llamaba para que le atendieran y ni siquiera le miraban. Harto de esperar se sentó para esperar al avión. Cuando abrieron el control, le sorprendió que a él no le cogieran el billete para quedarse con el talón de la compañía, pero pasó al avión. Miró cual era su asiento y se sentó en él. Llegó a Madrid a las ocho de la tarde, luego de un viaje algo accidentado por las rachas de viento. Cogió el metro, pese a que no pudo comprar el ticket; y luego de esperar la llegada del primer convoy, y tras los trasbordos, llegó a su casa. No le saludó Amalia, la portera, entretenida como estaba en limpiar el mueble de los buzones. Subió cansado, casi exhausto, hasta su piso y tras cerrar la puerta se dejó caer derrumbado en su sillón del salón. Tenía entornados los ojos y se acordó del equipaje. ¿Dónde estaba su equipaje? No quería pensar, si lo había perdido, no quería pensar en ello. Derrotado, esa era la palabra, estaba derrotado, con un cansancio descomunal. Se quedó dormido.

Le despertaron las voces de la familia, los chicos no estaban, era su mujer y sus hermanos y hablaban en voz baja. No sabía porqué. Pero no los vio por ningún lado. Ni en el salón, ni en el pasillo, ni en el vestíbulo. Tampoco en la cocina ni en los cuartos, y ni siquiera en el último lugar que miró: el cuarto de baño. ¿Por qué oía sus voces? No lo entendía. Debía estar teniendo alguna alucinación. ¿Estaría mal, enfermo quizá? Se volvió a sentar y las voces, atenuadas, las seguía oyendo. Después de un buen rato, y el cansancio, volvió a caer rendido y se durmió. Soñaba. Estuvo reviviendo su infancia. Los días felices en Cistierna, recorriendo los caminos de la sierra con su bicicleta, los días de lectura tumbado en el pasto, con e sol entrando y saliendo de las nubes que movía el viento. Recordaba a Juanita, la hija del tío Jonás con la que se pasaba las horas muertas de huerto en huerto y cogiendo setas en el bosque. Y, como no, del primer beso que le dio en julio, en una preciosa mañana de verano, a la sombra del nogal, del huerto del tío Rufo. No pudo olvidar las lágrimas que le vio en sus ojos preciosos, cuando a los diez y ocho cumplidos, se despedía de él, cuando se subió al autobús del pueblo, marchándose  no a la capital, León, sino antes de irse a Madrid. –Tu te vas, Arturo, pero yo me quedo aquí y ahora… ¿con quien voy a ir por los huertos?.. Le dijo en la despedida. No volvió a verla nunca más. Murió a los veinticinco. Volvió a despertase cuando en el reloj de pared marcaba las ocho y doce minutos. Por algún motivo sintió ganas de ir al vestíbulo. La luz del sol entraba por la ventanilla desde la que se veía a lo lejos la sierra de Madrid. Miró por ella y estuvo así un rato. Las nubes habían cobrado un color rosa y tornando azul violáceo. En el horizonte una intensa luz amarilla casi ocre se iba fundiendo con la neblina y los lejanos pastos segados. ¿Por qué no estaba la familia en casa? Se preguntó. Se dio la vuelta y se acercó al espejo. Veía el vestíbulo al otro lado salvo del revés. ¿O no? Miró para atrás y se dio cuenta que lo que parecía estar del revés era todo a su alrededor y lo que veía al otro lado estaba en su sitio habitual. Se quedó muy confundido, preocupado, casi angustiado. Pensativo y reflexionando en ese momento, oyó que metían la llave en la puerta. Se abrió, pero no en el vestíbulo donde estaba él, sino el reflejado en el espejo. Se quedó paralizado por lo que estaba viendo. Entraba Julia, su mujer, sus hermanos Javier y Paco y los niños, que corrieron por el pasillo reflejado y se fueron a su cuarto. Mientras dejaban sus cosas en el sinfonier y las llaves en la caja de madera, labrada en la India, encima de él,  comentó Julia muy despacio, como si le costara mucho respirar… -No,  no puedo Javier… es tal la tristeza que tengo metida dentro de mi,… y la desesperación… que no sé cuando podré hacer …mi vida normal del día. Te lo digo… de verdad. Tengo metido aquí (señalaba la cabeza con el dedo índice, con energía,) cuando lo vi allí, en la habitación de aquel hotel, en la cama, con las sábanas revueltas, la mirada perdida hacia el techo, y los ojos… vacíos. ¡Oh Dios mío! No puedo Javier, no puedo superar todo esto. ¡Pobre mío; mi Arturo, mi compañero, mi cielo...! Arturo se acercó, los llamó, pero no parecían oírle. Por un momento parecía que estaba encerrado en una jaula de cristal. Se estaban refiriendo a él. Hablaban de él como si estuviera muerto… Ahora cobraba sentido todo… las imágenes,  los recuerdos, la cafetería del aeropuerto, el personal del avión, el metro. Todo ocurrió como si nadie le viera… Si, estaba muerto. Vio  los niños pasar por delante de él. Se iban a la calle con Javier… Se despidió de ellos, y de Julia y Javier y Paco. Salieron a darles un beso a los niños.
(Publicado en el periódico "La Tribuna de Ciudad Real" el 14 de junio de 2014).

20140610

O TRASNO



A las cinco de la mañana del siete de junio, se levantaba Anxo para ordeñar a las vacas. Para no despertar a sus padres, ya mayores, no se aseaba en el lavabo que tenía en el cuarto y lo dejaba para más tarde, sino que se enjuagaba la cara en el cubo de cinc colgado en el pasillo de abajo, luego de sacar agua en el pozo. Mientras, en la cuadra se estaba removiendo el ganado haciendo mucho ruido. Al oírlo, se fue rápido para allá y levantando el pestillo que cerraba la media puerta de madera vio como en el pesebre había un hombrecillo, no más de medio metro de estatura, con barba y jubón rojo que iba corriendo y saltando de un lado para el otro, riendo a carcajadas y provocando a las vacas que se espantaban dando saltos para atrás. Con cada espantada más risas y carcajadas. Anxo, extrañado primero, y asustado después, con el pelo erizado por el susto, se armó de valor y gritó: - Eh! o teu! ¡qué fas aquí! deixa ás miñas vacas tranquilas malnacido, haras, que se lle corte o leite desvergonzado! El trasno, pues eso era, paró en seco, sorprendido primero y curioso después, estudiando a Anxo y le contestó también en gallego: Son Paio, e ¡mírate con coidado e non me insultes, ou canocerás o meu mal xenio, home! Dicho esto dio dos saltos subió a la parte alta, donde estaba el pajar y salió dando un salto por la piquera. Pasado el susto, Anxo se sentó en la banqueta de ordeñar e intentó tranquilizarse, como parecía que intentaban las vacas que le miraban con los ojos extraviados. Había oído muchas veces relatos y cuentos que le hablaban de trasnos, duendes enanos que solían hacer travesuras, trastadas y bromas, a veces con un humor difícil de entender, cuando había rotura de enseres o pérdida de documentos u objetos valiosos. Por eso temía que el hombrecillo que había visto y del que no dijo nada a nadie hasta muchos años después, pudiera cobrarse algún tipo de venganza por las duras palabras que le había dicho.
Anxo, después de ordeñar las vacas, darles agua y limpiar un poco el lecho de la cuadra, subió a tomarse el almuerzo mañanero que le había preparado su madre. Antes pasó a asearse y lo hizo como le gustaba a él, metiéndose entero en el barreño grande  de cinc y enjabonándose todo el cuerpo, para terminar enjuagándose después con unos buenos cubos de agua.  Estando en la mesa le dijo su madre: - Anxo, tes na cara unha estraña mirada ¿pasouche algo rapaz? (¡y vaya si le había pasado algo!). Anxo murmuró una contestación que no se pudo entender y Andrea, su madre, acostumbrada a los encierros en si mismo de su hijo sentenció: - Esta ben, non digas nada, xa mo contarás se te aperta moito... Y si, claro que le apretaba y le tenía preocupado, intrigado y, porqué no decirlo, un poco asustado, pero como fue pasando el tiempo desde aquel día, y no pasaba nada, se fue tranquilizando y lo aceptó como una anécdota extraña, extraordinaria y misteriosa que hasta le hacía parecer tener un privilegio que no quería contar a nadie, entre otras cosas porque le iban a decir que estaba mintiendo o que se habría vuelto loco. En este tiempo que trascurrió, él, que fue siempre muy trabajador y estudioso acabó el bachiller y luego de ingresar en la Universdad en Santiago, completó sus estudios de Derecho y, acabado éstos, ganó oposiciones a Notarías.
Un día que había salido del despacho de la notaría de Lalin, en la que estaba destinado, a su domicilio para comer, al entrar en su casa, oyó un gran revuelo en el piso de arriba y a Antoñina, la asistenta, que estaba dando gritos totalmente fuera de sí. Subió los escalones de la escalera de dos en dos asustado, con el corazón en la boca, y al entrar en el comedor estaba la chica subida en una silla, cogiéndose el delantal con una mano y la badila del brasero dorado en la otra mano, dando golpes al aires y diciendo: - ¡Fóra, fose, trasno, ninguén te dixo que vingas, e deixa as cousas no seu sitio, o señor vaime escaldar como vexa este desastre, ves, ves con Deus! En el rincón, al lado de la ventana, apoyado su codo en la mesita del teléfono, pese a que no sobresalía su cabeza por encima de ella, allí estaba Paio, el trasno que, años atrás, vio en la cuadra de casa de sus padres. Sin embargo, pese a lo que se podría esperar, esta vez se tranquilizó nada más verle, y en sosiego se dirigió a él y le dijo: - ¡Home Paio, me laegro de verte, tes bo aspecto! ¿Que é da túa vida? Como ves eu teño unha vida distinta, lonxe do campo, e das vacas, pero se é o teu gusto, podes quedar a comer na casa. Iso se,  nos tes que dicir que é o que tegusta comer, que eu non se moi ben que é o que comeis os trasnos. El trasno, Paio, se compuso y mirando sonriendo a Anxo le dijo: - Grazas Anxo, ao meu gústame comer o caldo galego, iso se, con bastantes talladas de lacón. Asi pues Paio se quedó a comer en casa de Anxo caldo gallego, bajo la asustada mirada de Antoniña, a la que se le advirtió que debía guardar secreto de la presencia del trasno, cosa que hizo, y cumplió, por el susto que le daba. Antes de terminar unas orellas de dulce que le dieron para la sobremesa, con una infusión de té verde que bebió sorbiendo con más ruido que el sumidero de un patio, salió por la azotea, que es al parecer por donde vino y volvió a desaparecer. Desde aquel día, en la notaría se oía ruido de legajos cayendo y de mesas corriendo, con la voy aguda de alguien que soltaba risotadas mientras esto ocurria. El notario, tranquilizaba a todos, mintiendo. Decía que era un vecinito que estaba algo escaso de magin y no era muy responsable, pero que era inofensivo.
Cada vez que el notario se encontraba en un apuro, si le faltaba algún papel extraviado, o si algún vecino con ganas de liarla al ir a firmar alguna compraventa, o liquidación de herencia conflictiva, terminaba el conflicto con solo ver a Paio entre las cortinas y dejar perplejo a más de uno, o perdiendo alguna documento privado en el que se había forzado a alguien a perder su propiedad.

En octubre, cuando las setas y hongos salían en los prados y bosques cercanos, Paio y Anxo reían juntos contándose las travesuras del uno y las torpezas del otro. Aun se oye en el archivo de la notaría, antes de abrir la oficina, la voz del trasno que dando voces dice: - Anxooo, tes os cartapacios soltos. Tes que xuntalos como facías coas vacaaaaas. Ha, ha , ha, ha.
(Publicado en el periódico La Tribuna de Ciudad Real el 7 de junio de 2014)

2044. LA NIÑA



Cuando vivíamos en la gran crisis, todos estaban mirando a la economía, la particular y la general, por eso, ahora que quedan lejos esos tiempos, cobra especial interés, para explicar sus facultades, lo que dijo en aquellos tiempos Susana, la hija de Bart en mayo de 2014. Pasaron ya más de veinte años y los seis que tenía entonces se han convertido en veintiséis. En aquellos días de la crisis, en primavera, cuando hablaba su padre en el banco con su amigo, que le aconsejaba en materia de inversiones financieras, la niña les interrumpió y dijo: - Papá compra renovables, todas las que puedas. Es difícil de entender como que una niña de seis años supiera lo que son las renovables y que importancia pueden tener para la sociedad. Pero estoy hablando de Susanita, una niña que cuando tenía 10 meses ya sabía tararear el Danubio Azul y reconocer en un corro a todas las personas por su nombre. Además, como me contó Bart más de una vez, esta niña tenía la misma cualidad de la tía de Bart, Lily. Tenía una facilidad excepcional y asombrosa para la premonición, heredada de ella, con seguridad. Había anticipado acontecimientos más de una vez, y con una precisión que dejaba descartado el azar. Lo cierto es que los cambios drásticos en el clima, unidos a la certeza del descenso de los recursos del petróleo, hizo que se volcaran hacia las renovables,  de manera decidida, total. Las acciones que compró Bart de renovables, en contra de la opinión de su amigo bancario y haciendo caso de su hija, le hizo multiplicar su inversión diez veces. Ahora, en estos días, me contó Bart la discusión que había tenido con su familia sobre la compra de su casa en la playa de Huelva. Se han jubilado los dos, su mujer y él, y querían irse a vivir allí casi todo el año. Hablaban de comprarla en Isla Canela y su hija Susana que estaba pensativa dijo muy alterada: - ¡Ni se os ocurra! ¡Vamos, que disparate! ¿Tú sabes papá como es ese sitio? Esta construido todo en una zona de marismas, protegidas todas las urbanizaciones por un talud de tierra, arena casi todo, que evita que las mareas entren e inunden todo. Si vais a comprar algo cerca de la playa, comprar en un sitio que este protegido, muy protegido. Puede estar cerca de la playa y sin embargo en un sitio elevado. Vamos que si yo tuviera que comprar lo haría en un cerro o montaña, cerca del mar, desde donde se ve un paisaje marítimo precioso y sin embargo esté a salvo de los fenómenos de las corrientes marítimas extremas, recuerda papá que llevamos quince años con el clima totalmente distinto, y la tierra se está adaptando a eso.  Bart, convenció a la madre (que debía estarlo antes de que lo hiciera él, al verla asentir a  lo que decía su hija).
Se compraron casa  en la urbanización del Pinar de la Bola a más de 50 metros sobre el nivel del mar, arriba de un cerro desde el que se divisaba la costa.
Un día del año siguiente, después de tomar café en la sobremesa, en la parte posterior de la casa, donde tenían el porche que miraba hacia el interior,  desde el  valle se empezó a oír un ruido bronco, fuera de lo común. Si no fuese por el inmenso vacío de la llanura que en ese momento extrañamente había: sin animales, sin aves, sin nadie, pareciera que se fuera acercando una inmensa estampida. Transcurridos unos momentos, algo empezó a brillar como oro viejo en la entrada de los pequeños valles que llagaban hasta este. Fue Bart dentro de la casa, con prisa nerviosa y gran inquietud, para coger los prismáticos y mirar en aquella dirección. Pero no venía de allí, sino desde la parte delantera de la casa, desde donde vio algo que no tenía nada de natural. Sin haber llovido nada durante meses, sin tener cerca embalse alguno al que poder atribuirle aquel hecho, una enorme masa de agua se iba acercando por la llanura de la costa y se iba introduciendo por los valles laterales orientados al sur.
Agua con parda espuma, que con los rayos del sol, daba un color metálico, brillando con destellos propios de sus reflejos, inundando toda la llanura. No paraba ni se atenuaba, su avance era constante y todo iba desapareciendo a su paso:  las urbanizaciones de la costa, arbustos, árboles, colinas, y alguna casa aislada de las de labor más arriba; todo cubierto por una voraz marea que iba engullendo todo, inundando la llanura, cambiando el paisaje por uno muy distinto e insólito.
En ese instante, un húmedo escalofrío de pavor fue invadiendo su cuerpo. Tenía un pensamiento que no dejaba de acudir constantemente, obsesivamente a la cabeza: ¿de donde venía el tanta agua? ¿del mar? Fue adentro de la casa y sus temores se confirmaron: Entre grandes dificultades por el constante silencio de las emisoras de radio, pudo oír una llamada de socorro general que reconocía la procedencia: era agua del mar. El mundo, la realidad, la tranquilidad y la estabilidad, se trocaron  en un gran derrumbe que se llevaba su ánimo y el de su familia hasta la desesperación. Veía como seguía avanzando el agua y subiendo la cota de su nivel. La campana de una Iglesia cercana comenzó a tocar a rebato dando la alarma. Su sonido le hirió el corazón como con un cuchillo. El agua, cada vez más cercana, y el rugido de su devastación, más fuerte y bronco. Pensó en la gravedad del momento. Se juntó la familia, dentro de la casa y subieron al piso superior. En los siguientes minutos interminables se empezaron a tranquilizar cuando todo parecía perdido: la inundación se paró a escasos metros de su casa, en el inicio de la urbanización. La tragedia era enorme. Varios pueblos se los había engullido el tsunami: ¡Un mar inmenso de aguas oscuras estaba ante ellos! Sin apenas aliento y rendido exclamó: - ¡Dios nos asista!
Después de quince minutos, oyeron por  la radio del móvil que un mega tsunami se había engullido la costa atlántica. Procedía al parecer de un derrumbe de ladera de la llamada Cumbre Vieja, en un volcán de la isla de La Palma, en Canarias. Miró Bart a su hija Susana, la abrazó y besándola con fuerza en la frente, dijo: Gracias hija mía, nos salvaste la vida. 
(Publicado el el periódico La Tribuna de Ciudad Real el 31 de mayo de 2014)