20150309

MISTERIO EN VILLA MÉDICI


La historia que conocemos solo es una pequeña parte, la que hay en manos de particulares en documentos, obras de arte y archivos es inmensa. Un ejemplo de ello es el que voy a contar.
Un día como otro cualquiera, empecé con mis rutinas y decidí pintar las ventanas del piso de la Vía San Francesco a Ripa. Así, cuando salí por la mañana para mi paseo habitual por el centro de Roma, fui a la acera de enfrente y miré a las ventanas para tomar mi decisión final. Bien pensado me dije que no. O lo hacían todos los vecinos o quedaría mal. Las casas en Italia parecen pintadas una sola vez en la vida. Dejé mis dudas y fui hacia el centro donde, fiel a mis hábitos como digo, acabé dando vueltas por los puestos de libros de la Piazza della Rotonda, frente al Pantheon. Estuve un buen rato mirando las publicaciones, sin prisa pero con detenimiento, y eso me dio la satisfacción del día: entre varios paquetes de cartas antiguas atados con bramante vi uno que tenía bastante antigüedad. Lo compré por diez euros, el contenido parecía ser de interés. Leía en el pequeño salón de mi casa de la Vía San Francesco, junto a la ventana y, después de ocho cartas, llegué a una muy antigua que me dejó asombrado. Era un cuadernillo que habría sido sellado en su día con lacre; aun tenía el resto del que se fracturó. Comenzaba diciendo: En el día del Señor, 18 de septiembre de 1631, hago cuenta de los sucesos de los que fui testigo en los jardines de la Villa Médici. Abajo una firma legible con rúbrica decía: Diego Velázquez. Empezaba el texto haciendo referencia de su presencia en la Residencia del Cardenal y Gran Duque de Médicis, por favor pedido por el rey Felipe IV, amigo suyo. Tuvo que hospedarse allí por las fiebres que cogió en los días que estuvo en el insalubre casco antiguo de Roma, donde se pudo infectar cuando residía en las estancias vaticanas. Allí el reposo, la buena ventilación y los cuidados que le daban dieron paso a su mejoría, y ésta la causante de que saliera una tarde de verano a pintar al jardín frente al pabellón que cubría el acceso a una gruta. Recogía en la carta su relación y la conversación con los dos empleados del cardenal que estuvieron ese día con él. Uno era Emerico Agosti, copero, que acompañaba en el paseo a Luis de Pimentel, ayudante de la Secretaría y pariente del Cardenal y Gran Duque. Se alejaron unos momentos para hablar con la que llamaban Cianna, joven hermosa que estaba subida en la balaustrada superior del pabellón tendiendo un lienzo recién lavado. Oyó Diego la conversación: - Buenas tardes Cianna, soy Emerico, mala hora es para tender ese lienzo, pues está cayendo la tarde y no ha de secarse; no creo que sea bueno dejarlo en este hermoso jardín toda la noche hasta que el sol lo seque mañana; ¿recuerdas Cianna que nos vimos el primer viernes del mes?; ¿te acuerdas que te pedí que fueras conmigo a las fiestas del sábado?- Sí, lo recuerdo, Emerico- Dijo ella.- y si bien te dije que haría lo posible para estar contigo,  no me es posible ahora por no estar dispuesta, a pesar mío. Lamento decirte esto pues eres buen hombre y me complace tu interés; pero no puedo ya hacer nada. – Pero dime Cianna, soy Luis de Pimentel; te veo triste; ¿qué es lo que te tiene tan angustiada?; ya sabes que yo, podría procurarte la ayuda que precises, y sería grato complacerte y hacerlo también con el buen amigo Emerico. – No señor don Luis; es su merced muy gentil con su ofrecimiento pero de la tristeza, que es lo me tiene así, no puedo librarme, perdida estoy y solo tendré descanso si encuentro a mis padres que son con los que me he de reunir.
  Diego cuenta en la carta que estuvo en esos momentos pintando allí  el encuentro de los tres en el cuadro que terminaba y oyendo sus diálogos que continuaron buen rato, pero ella siempre hablaba de lo mismo: de su imposibilidad de poder seguir con su vida como se había propuesto. Coincidía la decisión de Diego aquel día pintando al aire libre, -cosa muy rara entre los pintores de aquel tiempo- en los jardines de Villa Médici y precisamente en el paseo desde el que se veían los cipreses que rodeaban al pabellón, en el que estaba la entrada de una gruta. Recordé la referencia que había leído: aquel solar era parte de los jardines de Lúculo, que pasó a manos de la familia imperial de Roma en tiempos de Nerón y en cuya villa murió asesinada Mesalina, la esposa del emperador. Así parecía que la maldición pudiera estar sembrada en aquel solar, pues al día siguiente de terminar el cuadro “Vista del jardín de la Villa Médici” y encontrándose Diego Velázquez hablando con el embajador del rey de España, el Conde de Monterrey, se le acercó don Luis de Pimentel y le rogó encarecidamente al oído, pidiendo excusas al embajador, que le buscara después porque quería hablar con él por un asunto de mucha reserva.
Anduvo Diego intranquilo por el comunicado que el empleado del Cardenal don Fernando le había transmitido, y al terminar de hablar con el Conde de Monterrey buscó a don Luis Pimentel para salir de las dudas y temores que le atenazaban. Lo encontró  en la biblioteca y, al verle, hizo una seña para que le acompañara a una pequeña habitación próxima; al cerrar la puerta dijo: - Don Diego, ¿se acuerda cuando estuvimos en los jardines aquella tarde de la semana pasada? ¿Recuerda que hablamos con la joven Cianna, a la que requería mi buen amigo Emerico, pues tenía mucho interés en ella y a la que había tomado mucha afición? – Si claro- Dijo Diego Velázquez- Me acuerdo y me interesó mucho que por fortuna tuviera a vuestras mercedes en el jardín; los pinté en el cuadro que estaba haciendo. Era buena composición y se ofrecía bien para la obra.- Pues bien, don Diego, debo decirle con gran preocupación que la joven Cianna no debía estar allí. Había sido encontrada muerta dos semanas antes en la gruta del pabellón o logia  donde apareció arriba en la balaustrada en los días posteriores; allí donde la vimos y hablamos con ella. Le ruego pues que no haga mención de esta noticia ni del encuentro que tuvimos pues como debe saber, nos puede traer graves consecuencias con la justicia y con los inquisidores, de los que no se si el Cardenal, pese a ser mi pariente, sería capaz de salir valedor de nuestras personas. Vi su hermoso cuadro y bien está que no se vea bien quienes estábamos allí. ¡Dios bendito, don Diego!, ¡estaba muerta, y la encontraron envuelta con un lienzo blanco, manchado con su sangre! Igual que el que parecía haber lavado y queriendo tender a secar días después.

He guardado la carta, con la firma de Velázquez y lo que relata en ella. Pero me queda una gran duda: ¿eran ciertos los hechos o solo un relato puramente literario correspondiente a la seducción de misterio que provoca la Villa Médici?
(Publicado en el diario "La Tribuna de Ciudad Real" el 7 de marzo de 2015)  

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