20141202

SUEÑOS DEL VIEJECITO



Las campanas, no sé  de qué iglesia, avisaron que llegaría puntual todos los días a la plaza Mayor. Cuando estoy abrochando la bicicleta a las barras del aparcamiento, repaso lo que voy a hacer inmediatamente: comprar el periódico y ordeñar el banco, si es que las ubres de las que dispongo no están secas.  Nunca se me ocurre hacer una inspección de la república, que ya hay tiempo todo el día para eso y, pese a que la rutina siempre es la misma, espero, día a día, que ninguno sea igual; que alguna sorpresa pueda prepararse, y eso desde que alborea y abro los ojos. Por eso, cuando  minutos después de todo lo que decía, estaba sentado en la cafetería, viendo las volutas del vapor del café caliente subiendo entre la luz templada de las lámparas, llegando hasta a mí el penetrante olor a café recién molido, pensé  que ese día algo iba a suceder. Como suele ocurrir, las grandes experiencias vienen siempre precedidas y como consecuencia de hechos sencillos.
Leía el periódico cuando me dio Max los buenos días, sonriendo, llegando hasta mi con su andar lento, pensando los pasos, titubeando alguna vez. – El martes me llamó mi amigo Roberto, - dijo - no sé si lo llagaste a conocer, era director de cine en el Reino Unido, como era común en aquel tiempo se puso un nombre en inglés, ya sabes de a quien me estoy refiriendo. -Al decir esto, sonreía Max. – Bueno, pues me dijo que vendría, quedé con él aquí; así que, si te parece bien, y no tienes nada que hacer, le esperamos.  Verás que es un tío excepcional, de esos de los que ya no hay. – Me parece bien Max. – Le dije. Pedí otro café para él y seguimos hablando esperando al director de cine.
A la media hora apareció por la puerta un viejecito mirando hacia todos los lados, buscando a alguien. En cuanto lo vio Max, se levantó de la mesa y le llamó: -¡Roberto aquí! Nos vio y sonriendo se acercó con los mismos pasos de Max, lento, titubeante. Con algún temblor en la mano, posiblemente algo de Parkinson, pero llegó; se sentó, y después de los saludos de rigor, empezó a hablar como si fuera un libro abierto; nunca mejor dicho. Arrellanándose en el sillón, habló:
-En una cafetería de la Avenida de los Capuchinos, más lujosa y grande que ésta, pero con el mismo aroma de café, me encontré de sopetón, en París, con una preciosidad que siempre me ha tenido embobado, incluso ahora en su recuerdo: Gene Tierney. Andaba sobre el entarimado con sus tacones tan suavemente como si fuera en zapatillas de felpa, con andares delicados, sonrisa perdida y gentil, y mirando hacia delante con la convicción de una persona inteligente, segura. Se sentó en una mesa al lado del ventanal. Pidió un café y encendió un cigarrillo. Las volutas de humo del tabaco hacían aun más irreal a aquella maravillosa mujer. Cuando me miró, sonrió y me hizo una seña para que me acercara. Me saludó muy cariñosa y recordaba mi nombre, desde que nos vimos en el rodaje de “El embrujo de Shangai”. Entonces yo estaba de ayudante, buscando exteriores y colaboraba en aquella película. Era un encanto. Eso que llaman amor platónico es lo que desde aquel día me incendió el corazón y me ha servido de motor para vivir con ilusión y con energía, para superarme. Me dolieron mucho sus desventuras, tanto la tragedia de aquella niña que tuvo, con retraso mental, sordomuda y ciega; le contagió de rubéola una admiradora durante su embarazo; como sus amores desventurados ulteriores. Sin embargo, hasta su muerte en Houston en noviembre de 1991, seguía con mi amor platónico. En aquel día, en la cafetería de París, hablamos como dos camaradas y, sin saber cómo, nos entendíamos tan perfectamente que pareciera que hubiéramos sido amigos íntimos desde hacía mucho y, como os digo, solo habíamos hablado dos veces y las dos, apenas dos horas, en cada vez. Desde el ventanal de aquella cafetería, vimos el bullicio de aquella avenida de París con el encanto que siempre ha tenido la bien llamada la Ciudad Luz. Reímos en un momento en que ella propuso hacer vivir a los transeúntes una vida imaginada, poniendo a prueba nuestra imaginación. Ella la tenía  portentosa y su buen oficio de actriz ponían un carácter de veracidad a las pequeñas historias que estuvimos imaginando; así estuvimos casi dos horas hasta que se presentaron Dana Andrews y Clifton Webb, compañeros en el reparto de “Laura”. Dijeron que estaban en Paris para presentar la película. Andrews nació en una granja de Collins (Misissipi). Era el tercero de los trece hijos que tuvo el reverendo baptista Charles Forrest Andrews. En realidad se llamaba Carver de primer nombre, pero decidieron en Hollywood que apareciera el segundo, Dana, como principal. Por otra parte, Clifton Webb, con su refinada forma de ser, actuado siempre como un gentleman, No entraba en conflicto nunca con ninguna mujer. A él solo le interesaba su madre, vamos era lo que se dice un hijo devoto. Posiblemente por el escaso interés que mostraba por el sexo contrario, muy común en estos casos. Tenía una conversación muy culta y entretenida y se podía estar con él  horas y horas sin aburrirse uno. Siempre me llevé bien con él, aunque no se porqué, posiblemente con su sensibilidad, se debió dar cuenta de mi devoción por Gene Tierney y se mostraba sardónico conmigo cuando conversamos aquel día. Acabamos los tres en el Trocadero mas tarde, intentando ver las estrellas sobre la Torre Eiffel. Dana llevaba una petaca con Bourbon y brindamos por un futuro venturoso y por vernos otra vez. Ella al despedirse me besó y desde entonces… ¡estoy flotando!
 Por desgracia, nada de eso volvió a ocurrir, ellos se fueron a Estados Unidos y yo me fui a Inglaterra donde finalmente hice una aceptable carrera de ayudante de dirección que me sirvió para hacer películas mas tarde. Pero retomando lo que os contaba, después de tantos años y de haber tenido experiencias extraordinarias que colmaron mis sueños de juventud, lo que me queda ahora que soy un viejecito, que tengo mis nervios y fuerzas en retirada, es mi recuerdo de Gene Tierney, de la que tengo todas sus películas en DVD y las veo en mi casa en una pequeña salita de proyección que he montado, donde vuelvo a resucitar aquellos buenos momentos. Y… perdonadme el rollo que os he dado por haceros partícipe de mis recuerdos, hablar de ello hace que vuelvan con más fuerza y eso es… ¡cojonudo!

Roberto el amigo de Max, no nos dio el rollo, como dijo, sino que nos contó una hermosa historia, de la que nunca podríamos haber sospechado  de la que pudiera ser protagonista aquel viejecito que entró en la cafetería con sus pequeños pasos, una bufanda raída, y la nariz y las mejillas encarnadas por el frío.
(Publicado en el periódico La Tribuna de Ciudad Real el 29 de noviembre de 2014)

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