20141116

LA TUMBA SECRETA


Urbicain. Martes, treinta de marzo de 1971.

Un cura de la diócesis de Ciudad Real, amigo de mi compañero Álvaro, llegó a Madrid el viernes pasado;  llamó a casa mientras estaba leyendo el ABC y el Informaciones. Estaba entretenido leyendo la incomunicación por la nieve de Peñales y Poveda de la Sierra en Guadalajara. El cura quería que le asistiera en la indagación de los restos de una cripta de la Iglesia de San Pedro,  como soy arqueólogo y  es de obligación que lo haga uno, me pedía que fuera allí para ello. A los curas no se les puede contradecir, por su practica diaria de dogmas, y estaba emperrado en que nadie se iba a enterar de la averiguación, pues quería mucha reserva. Sin permiso de Cultura, había que hacer el trabajo. Dijo que el señor Obispo daba el visto bueno y que lo sabía el Gobierno Civil. Álvaro tiene confianza conmigo y quiere que le acompañe, por si encontramos algo relevante. No tiene, al parecer, ni idea de los antecedentes del templo, salvo que es gótico. Quedamos para el viernes y fui hasta allí. El templo no está exento y tiene casas adosadas. Si bien habría que hacer una abertura por el altar mayor, deseché esto porque se dañaría sin duda el monumento. Esa obviedad no parece ser advertida por el clero con el que hablo. Pero con la extraordinaria ansiedad del ecónomo, que ese era su oficio, para emprender el trabajo propuso hacerlo por la vivienda particular que estaba adosada en la parte de atrás, por el ábside. Le pregunté porqué sabía que hubiera una cripta, y dijo que él había hecho una investigación y  llegó a esa conclusión por un incunable del siglo XV que hablaba de haber enterrado allí diversos clérigos. Por eso, fuimos hasta la casa del propietario contiguo; la penumbra del zaguán apenas estaba iluminada por el lucernario sobre la puerta de entrada. Se oía el canto de un canario en la vivienda de arriba que con las aspidistras que llenaban el zagúan daban un cierto aire exótico el adentrarse en la vivienda. Consiguió, como no,  la autorización el ecónomo, para hacer un boquete que llegara hasta el muro de la Iglesia. Debió interceder, digo yo, el corazón de Jesús que vigilaba desde una hornacina empotrada en su comedor. Me quedé hasta la semana siguiente y el lunes ya tenía preparada una cuadrilla de albañiles para empezar el trabajo. Cuando llegamos hasta allí, luego de perfumarnos con un café muy aromático de un bar cercano, finalmente, miré el plano que había preparado para el plan de trabajo, sacando la bisectriz del ángulo desde el centro del presbiterio.
A las cinco de la tarde, me llamó la atención la cuadrilla de albañiles que habían llegado al muro del ábside y tenían descubiertas las piedras en dos metros cuadrados superpuestos que eran los que les había indicado. Por la curvatura de las piedras llegué a la conclusión que mis cálculos estaban acertados. Les dije cómo tenían que descolocar los sillares del ábside y después de hora y media estábamos asomándonos por un hueco a un espacio abierto que, con una bombilla, vimos conducía a una escalera de piedra que bajaba aún más. Dejamos para el día siguiente la apertura de un espacio suficiente para entrar sin problemas.
Pasé la noche metido en la lectura de los antecedentes del templo. Tengo que reconocer que la documentación que me dieron los curas era muy completa. Habían incluido como les pedí, toda la que se suponía correspondiente al momento de la construcción de la iglesia y el siglo posterior.
Fui el primero en entrar en aquel espacio abierto, que sin duda era una cripta, no muy grande, pero lo suficiente como para ocupar la superficie inferior del altar mayor y la del presbiterio. Llevaba una bombilla, de las que están abrochadas a un casquillo contra la humedad, y treinta metros de cable o manguera.  Estaba todo lleno de restos de escombros y tierra. Posiblemente, cuando decidieron tapiar la entrada habrian dejado mucho antes de usarla, tanto para enterramientos como para otros usos. Más parecía un  sótano abandonado que cripta.  Dentro pude ver las señales inequívocas de los enterramientos, baldosas de barro y algunas partes de mármol asomaban entre la tierra y el polvo acumulado. Hacia mucho frío. Fuera en la calle debía hacer unos quince grados, por el frente de borrascas de aquella semana, pero allí pareciera que hubiera hielo o nieve. Como digo, frío, mucho frío. Hubo un momento en que me quedé solo. Álvaro, que vino a ver el descubrimiento, se había ido a avisar al ecónomo. Solo se oían mis pasos. Seguí con mi observación de aquel espacio y me puse a proceder a su medición y dibujar los enterramientos que, por sus indicios, iba descubriendo. Mentalmente memorizaba las medidas, y me parecía que sin querer las iba diciendo en voz baja. Pero interrumpí mi cuenta y seguía oyendo repetir las mediciones. Una voz de mujer estaba coreando mis pensamientos. El pelo se me empezó a erizar y el miedo me llenó todo el cuerpo. Despacio y andando para atrás, cogiendo la bombilla, me fui acercando hasta la salida y una vez fuera me senté en una silla que habían dejado los propietarios. Miraba hacia la entrada de la cripta con miedo, pero para calmarme acabé con los codos sobre las piernas y la cabeza entre las manos mirando para el suelo. Un sudor frío me estaba descomponiendo. No hacía más que pensar en qué habría sido  el extraño suceso. ¿De quien sería la voz?
Llegaron Álvaro y don Casimiro el ecónomo. Me preguntaron los dos si me encontraba mal. La verdad, no quise decirles nada, iban a pensar que se me estaba yendo la cabeza.
Entramos los tres en la cripta y tres albañiles movidos por la curiosidad. Empezamos a desescombrar y en media hora ya teníamos varias tumbas descubiertas, todas ellas sin inscripciones. En el lateral derecho, correspondiente a la parte baja del presbiterio había una con lápida de mármol muy rustico que si tenía inscripción: Hic Maria Gz. uxor Johannis Gz. Pintado. Mortuus iustitiae causae et vita et pax a Deo. Aquí yace Maria Gonzalez, esposa de Juan Gonzalez Pintado, muerta por causa de la justicia y en vida y paz de Dios.

Durante los días que estuve trabajando levantando la planta de aquella cripta, que incomprensiblemente, un vez terminados los trabajos de inventariado y limpieza, fue cerrada y sellada con los sillares que habíamos retirados, volví a oir la voz femenina que me pedía ayuda para levantar su nombre y de su marido de la acusación que les habían hecho. Investigué los nombres de lo dos y correspondían con los de el secretario de Juan II y Enrique IV, quemado por la Inquisición en 1484, por judaizante y su mujer, muerta sin saber la causa, previsiblemente por tortura, después de ser exonerada de su acusación de judaizante, y quemado su cadáver. Evidentemente, no debió ser así porque sus restos estaban allí. Dejo escrito esto y cúmplase la voluntad de ella, con su divulgación.  
(Publicado en el diario La Tribuna de Ciudad Real el 15 de noviembre de 2010).

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