20141026

ENCUENTRO EN PRAGA



Llegó Vladislav al aeropuerto de Praga (Ruzyne) a las diez de la mañana. Bajo el nombre del mismo, en checo, Praha, una hilera de taxis amarillos esperaba a los viajeros. El bullicio le aturdía, o quizá fuera el extraño viaje que acababa de hacer; parecía hacerlo a ciegas. Desde que salió de Barcelona estuvo suspendido, ensimismado en sus pensamientos durante todo el viaje. De esas veces en las que se mueve uno como un autómata: En el viaje, no dudó en ningún momento de cada uno de los movimientos que tenía que hacer, como si supiera ir; pero en este caso era algo extraño, ya que normalmente eso ocurre cuando se hace un recorrido habitual, que se tiene memorizado  y la mente, de manera subconsciente te guía sin error por el mismo camino, en este caso era la primera vez que iba a Praga. Su padre, checo, había hecho el recorrido múltiples veces, pero él, nunca salió de Barcelona, salvo para ir de vacaciones por la costa y dos veces que estuvo en Madrid. Debía ser memoria genética. Desde que murió su padre nunca se le había ocurrido ir a la República Checa. Y ahora, estaba allí.
Fue por culpa de Oriol, su compañero de Facultad que le había convencido de que lo hiciera. No hacía más que dar vueltas al asunto,  desde que salió de su casa hasta el aeropuerto: en el metro, cuando miraba a los viajeros, intentando distraer el tiempo como solía hacer, pensaba en ello; cuando tomó asiento en el Prat, esperando la salida del avión, mientras daba vueltas a un correoso sanwich de jamón y queso; volvía a pensar en la misma historia; que no traía tranquilidad, solo inquietud por momentos. Dudas hasta la obsesión: solo el recuerdo de su padre le parecía mover. Volvió a recordar como empezó todo:
Un martes de abril, en el bar Pinoxo, de la Boquería, hablando con él de su trabajo en Nueva York, no sabía muy bien porqué, pero se puso serio y con algo de reserva le dijo: -Oye Vlad  tengo unas enormes dudas desde que conocí a un viejecito en mi casa de la Frederick Douglas S. Boulevard. Un día que estaba sentado en la escalera, llegó de la calle y me saludó, como siempre, muy afectuoso; conversamos y cuando quise darme cuenta estaba en su apartamento del primer piso y me estaba enseñando sus cosas. Vivía solo, había llegado a EEUU desde Europa después de la segunda guerra mundial, en 1946. Venía huyendo de los servicios de inteligencia nazis que le tenían fichado por haber sido testigo en más de un procedimiento judicial contra militares implicados en genocidio. Escondió su nombre bajo otro que le dieron los del Pentágono. Se hacía llamar Peter Moore. Me estuvo enseñando todos sus recuerdos; tenía fotos de su familia, especialmente de su hijo que partió hace cuarenta años hacia Europa. Era reportero freelance para la revista Life. Desapareció en 1970 y no volvió a América. Luego le dijeron que pudo haber tenido un accidente, pero los de la embajada nunca concretaron la información. Pasó toda su vida buscándole. Me enseñó fotos de él y me quedé sorprendido: se parecía a ti, Vlad, era igual. La misma cara, el mismo nombre y la misma expresión. Claro, me dije que tú no podías ser porque del que te hablo parece ser que nació en 1947 y tú naciste en 1979. Pero créeme era igual. Cuando hablaba de él, delante de su foto, con los ojos húmedos, no hacía mas que repetir: Mé dítě, můj malý a připravena dítě, Vlad. Pobre hombre, me dio mucha lástima. No hace mucho me escribió una carta diciéndome que había vuelto a Europa y se había instalado en Praga. Vivía en la calle Ostrovni. Desde que volví no he hecho más que darle vueltas al asunto y, como sé que tu padre tenía el mismo nombre que tu, he pensado si podría ser el viejecito tu abuelo. – Verás, todo eso que me dices me deja un poco inquieto, no solo por lo que has contado, sino porque mi padre tuvo un accidente en 1970, y perdió la memoria. Siempre pensaba que sería checo porque hablaba más en checo que en inglés. Por eso los del hospital pensaron que era checo. El Ministerio de Exteriores le facilitó el estatuto de exiliado y se quedó a vivir aquí. Aquí nací yo y hemos vivido en Barcelona juntos con mi madre hasta que fallecieron los dos. Con eso que me dices me dejas en la incertidumbre por si el viejecito, que decía aquellas palabras en checo: mi niño, mi pequeño y listo niño Vlad, podría ser, como dices, mi abuelo. Así pues estoy pensado que me armaré de valor y viajaré hasta Praga por si lo localizo. No puedo estar con la inquietud esa.
No puedo estar con la inquietud esa, repetía cuando llamó a un taxi que le debía llevar al hotel. Le dijo al taxista en checo que le llevara despacio; quería conocer a fondo la ciudad. Así lo hizo el taxista que llegó hasta provocar la impaciencia de alguno por la cumplida tarea de lentitud que le habían pedido. Hasta que llegaron a su destino. Subió a la habitación, cogió la guía y plano de la ciudad y sin más preámbulos cogió otro taxi y se dirigió hasta su nuevo destino: la casa de la esquina, anotado el número, de la calle Ostrovni. Tomó un café en el Café Restaurante Becher y cometió el error de querer tranquilizarse con una excitante taza cargada de cafeína: los nervios le explotaban. Se levantó decidido y se dirigió a la casa. Al entrar salía una señora a la que preguntó: - ¿Mister Peter Moore? Le miró de arriba abajo escrutándole y contestó lacónicamente en alemán: - Erste links. Subió hasta el primero andando por la escalera y se dirigió hacia la puerta de la izquierda, llamó a un timbre antiguo, de los que se da vueltas a una palomilla haciendo sonar una campanilla. Paso un rato en la penumbra del rellano. Volvió a llamar. Oyó una voz muy débil y al momento pudo percibir unos pasos que se arrastraban. Se abrió la puerta y apareció un viejecito de mediana estatura, con gafas en la punta de la nariz, que levantando los ojos dijo. - Co chtějí? Se dirigió Vladislav a él en ingles y le dijo: -Mister Moore? El anciano se encasquetó bien las gafas; se le quedó mirando fijamente y no contestaba. Su cara se fue mudando y parecía que la sangre le estaba haciendo subir el color de la cara, que antes era muy blanca. Empezó a temblar. Al cabo de un momento dijo débilmente Vla…Vla…Vlad?  Los ojos del pobre viejo no le engañaron: los reconoció familiares, eran verdes intensos: como los de su padre, que, según él, los tenía el suyo.

Contó Vladislav la historia a su abuelo, y no hizo falta mucho para reconocerlo, llevaba las fotos de su padre y el abuelo, al verlas, asintió llorando.

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