20141019

LA CUEVA


Me dijo mi amigo Marco que le costaba venir a ver a su padre. No por su divorcio, que eso ya lo tenía superado hacia muchos años, sino porque en su casa se sentía mal. Pier Luigi, el padre de Marco vino a España hace treinta años; buen enólogo, le gustó vivir aquí y sin saber cual fue la causa terminó quedándose a vivir  en Manzanares. Le gustaba el buen vino y, según él, la vida de las gentes donde se hace buen vino. Quizá esa fue una posible razón puesto que ponía buena cara cuando lo decía. Pero el problema de Marco con la casa de su padre tardó en contarlo y al fin lo hizo.
Me llamó preocupado y quedamos a tomar unas cañas. Sonrió cuando me vio sentado en el bar y comprendí que tenía confianza en que le pudiera ayudar. Nos dimos un abrazo y se quedó agarrado a mi como quien se sujeta y supone es su mejor ayuda. Nos sentamos y sin más preámbulos empezó a contar: -Tenía cinco años cuando vine la primera vez a casa de mi padre, mi hermana cuatro. Vivimos la primera semana muy felices al reencontrarnos con él después del divorcio; mi madre nos mandó a España comprendiendo que no podíamos estar sin contacto mucho tiempo. A partir de esos días veníamos en Navidad y verano unos días y la verdad es que intentábamos pasarlo bien los tres. Pero hubo un hecho que nos traía a mi hermana y a mi angustiados. Al tercer día de estar con él, y pese a la prohibición que nos había hecho, conseguimos la llave que escondía en la cocina y abrimos la puerta que desde el vestíbulo daba paso a la cueva que ocupaba los bajos de la casa. Nos quedamos los dos en la puerta mirando hacia abajo, nos mirábamos callados y volvíamos a mirar hacia la oscura oquedad que se veía en el fondo de la escalera. Una brisa fría, muy fría y un penetrante olor a humedad no daban precisamente argumentos para animarse a bajar. Por otra parte, la llave de la luz, de aquellas antiguas de cerámica blanca con el resorte giratorio en madera, estaba en el lado derecho de la abertura de la cueva al final de la escalera. Ninguno de los dos se atrevía a llegar hasta allí y encender la luz; yo, que era el mayor, después de un buen rato, y por hacerme el valiente, bajé corriendo y encendí la luz; aguanté un rato; hasta que, mirando a mi hermana, le dije con un miedo pánico que me invadía el cuerpo y el vello erizado: ¿lo has visto ya? Me bastó que asintiera con la cabeza para apagar la luz y salir corriendo para arriba. Cerramos la puerta y una vez que estuvo la llave echada nos quedamos más tranquilos. Mi hermana, que siempre ha sido muy sincera, me dijo amarrándome fuerte el brazo: -Marco me da mucho miedo ese sitio… mucho. Le confesé a que a mi también me daba. Pero no le dije que cuando estaba abajo, con la mano puesta en el interruptor de la luz, oí, muy quedo, desde dentro una voz de hombre que decía: …Hée garçonnn… Nunca he tenido más miedo en mi vida. Sabía francés, puesto que lo había estudiado en Scuola Primaria, en Roma, y sé que significaba: oye chicooo… Desde aquel día tenía terror, no solo de mirar hacia debajo de la cueva, pese a que mi hermana insistía todos los días y algunas días dos y mas veces,  en abrir la puerta y asomarnos. Me resistía a decirle lo que había oído aquel día porque era más pequeña y si yo estaba aterrorizado ella lo estaría más.
Un día que estaba solo en la casa, y convencido que a lo mejor había sido imaginaciones mías, cogí la llave de la cueva en la cocina y abrí la puerta, luego de un buen rato de quedarme en el quicio, agarrado al cerco mirando y buscando el momento de armarme de valor y bajar hasta el interruptor, finalmente lo hice; y llegue hasta allí atreviéndome a iniciar mi entrada dentro de la cueva. Di mis primeros pasos despacio y aunque el frío era tan intenso que se podía ver el vapor de mi respiración con la iluminación de las bombillas de la cueva, y la humedad era intensa, con un elevado olor a hongos, no pasaba de momento nada, seguí andando. Había unas viejas tinajas vacías de la bodega que hubo allí; junto a ellas, trastos guardados desde hacía tiempo, por la cantidad de polvo y telarañas que los cubrían. Arreos de las caballerías: colleras, horquillas, cinchas de cuero y bocados; las medidas de dos celemines y, una fanega; una zafra y tres alcuzas. Entretenido estaba con la contemplación de esos utensilios viejos, pero de mucho interés, cuando noté como alguien me ponía una mano en la cara y me decía: - Pardonnez-moi, mon garçon, ne panique, mais vous pouvez aviser pour le général Liger-Belair, est resté enfermé dans cette grotte? déjà je ne peux rien faire. No te quiero decir como salté del susto y corrí como un desesperado hacia la escalera. Conforme corría, notaba cómo alguien me sujetaba por la camisa e intentaba sujetarme, pero si te digo la verdad, nadie hubiera podido realmente retenerme allí, saqué fuerzas de donde no había y en tres saltos llegué hasta arriba, cerrando la puerta y echando la llave. Estuve descompuesto todo el día, mi hermana no hacía más que interrogarme y no estaba dispuesto a decirle nada. Cuando llegó mi padre se dio cuenta que algo me pasaba y me preguntó si estaba malo o me había pasado algo. No me extraña, cuando estuve vomitando en el baño, me vi en el espejo y estaba no se si blanco o cerúleo, era la viva cara de un muerto, hasta yo mismo me sorprendía del mal aspecto que tenía. Cuando me empezó a subir la fiebre no tuve más remedio que decírselo a mi padre. Mientras se lo contaba, me miraba y pude ver cómo le asomaban algunas lágrimas en sus ojos. Me hizo callar cuando iba por la mitad del relato de lo que pasó y sujetándome la cara con una caricia me dijo: - Mira Marco, cuando os dije que no quería que vierais y bajarais a la cueva es porque eso que te ha pasado a ti ya me había pasado a mi.   Nada más comprar la casa, el segundo día bajé solo. Y el espíritu del francés me habló en parecidos términos. También me asusté. Otros días me armé de valor y bajé; considerando que al fin y al cabo solo quiere hablar y que le hagamos un favor. No sabe que esta en otro siglo, que el general Liger-Belair, al que se refiere, era del siglo XIX y la guerra de la Independencia la ganaron los españoles expulsando a los franceses. Así se lo dije varias veces, pero no se si es porque mi francés es malo o porque no quiere enterarse de que esta muerto, sigue pidiendo ayuda. No te preocupes, es inofensivo y como no nos hace falta la cueva salvo para refrescar el vino, no debemos entrar y así estaremos tranquilos.

Lo cierto – me dijo Marco- es que cuando mi padre vendió la casa, recuperamos la tranquilidad. No lo contamos por increíble,  pero me sigue angustiando. Me pregunto si el francés encerrado en la cueva lo dejo allí no vivo, sino muerto, un vecino de Manzanares, que no se conformó con el hospedaje que daban a las tropas francesas, pese a la mala historia que les atribuyen.  Ahora que te lo he contado me siento mejor.
(Publicado en el periódico La Tribuna de Ciudad Real el 18 de octubre de 2014).

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