20060912

EL ATARDECER

La luz del sol decae por las lejanas tierras de poniente. El olmo ennegrece sus hojas y todos los árboles le imitan ensombreciendo sus colores. Un perro cansino ladra a los que retornan de trabajar. El riego de los jardines sisea su lluvia tamizada y una brisa húmeda empieza a refrescar el caldo espeso del aire de la joven tarde que se va. Son horas en las que el viejo medita lo que queda y el chico lo que le falta. La poeta Dulce María Loynaz decía al atardecer: “Al atardecer iré/ con mi azul cántaro al río/para recoger la ultima/sombra del paisaje mío”. En las últimas luces la sensibilidad se acrecienta. La ansiedad es amiga de las sombras; el sueño es el recurso por el que transitar por ellas, despierto o dormido.
Con las últimas luces el pericón abre sus flores y sus estambres sueltan el dulzón olor embriagador que entona los cuerpos liberados por el calor.
Transitando por el viejo camino de Miguelturra vuelven las pisadas de los huidos de Alarcos; polvorientas y rojas pisadas que levantan el olor de la tierra caliente, sazonada por el estiércol de sudorosos caballos que ya no pasarán jamás. Por él los empolvados cohombros silvestres, de verde oliva y erizados con sus espinas, explotan al paso de un ciclista, eyaculan su semilla a los cuatro vientos y los abrojos, retirados del camino, en su borde más oculto, añoran los años en que los caminantes les ayudaban a multiplicarse entre maldiciones al sentir sus pinchazos.
La noche va llegando y los que se asearon salen de paseo a soltar sus mentes antes embotadas por la calentura del día. Detrás de una persiana, Chopin vuelve, una y otra vez, con sus nocturnos, repetidos desde un viejo piano martilleado con los dedos, todavía inexpertos, faltos de confianza, de uno que empieza. Una moto, siempre enrabietada, recuerda que ya no es tiempo de música; es el tiempo del querer ir a todas partes y a ninguna; la velocidad envenena la razón. En la plaza dos hombres maduros se van dejando llevar por la suavidad de la noche que va llegando; arreglan el país; planificaron la pretemporada de sus equipos; confirmaron que sienten la misma pasión que en su juventud; abren sus confidencias y se alegran en silencio de la ruptura de la soledad que van experimentando con su amistad renovada. Miran al infinito de vez en cuando, respiran profundamente y sonríen. Ya no son niños. Y sin embargo confiesan que siguen soñando.

1 comentario:

Anónimo dijo...

El atardecer...Pensaba en un primer momento que tenía dos caras, como el díos Jano: la del estío, amable y reparadora, y la del invierno, dura y fría. Pero seguramente el simbolismo del atardecer es más amplio, más polifacético, más sutil: final -para lo malo, como para lo bueno-, tristeza, nostalgia, aventura, misterio... tantas cosas, casi tantas como quienes consideren que merece la pena perder -o ganar- unos instantes viendo al sol hundirse en el horizonte, y dejar libres sus pensamientos...