20071120

TORMENTA



Me dicen que lo cuente y yo obedezco. Ni el miedo ni el gran temor al final que se presume va a contener las ganas de compartir esta grande desazón que me invade. Después del mediodía el cielo empezó a cerrarse y todo el Universo parecía próximo a la extinción. Oscureciendo en las alturas, sólo en los horizontes entraba claridad. Con las luces cambiadas, el día trocó sus horas de mañana por las de atardecida y las luces, que deberían venir por el sureste, estaban acudiendo por el noroeste. Después de eso, ya no tuve control sobre mí. A las quince y cinco minutos de la tarde el viento, que embravecido rugía como un desollado, de manera súbita, fue trayendo gran cantidad de arena roja que hacía masticar la tierra y sudar sangre seca. No pude aguantar más, cogí el triciclo y comencé a pedalear todo lo que mis fuerzas me permitían para llegar cuanto antes a casa. No me asustaba tanto la soledad en esos terribles momentos como la angustia de saber que estaba sola sin mí. Corrí, pedaleé hasta la extenuación cuando el viento me empujaba con el odio ciego que la naturaleza emplea en los que ignoramos su poder. Los minutos que tardé en llegar, luego de equivocar el camino dos o tres veces, me parecieron una eternidad. Finalmente, entre aquella nube rugiente de arena y polvo abrasante, fue dibujándose los contornos de la casa. Confundí la trasera con la entrada y me desesperaba no encontrar en esa confusa luz terrosa la puerta de entrada. Al fin llegué a ella y traté de entrar. No la podía abrir, algo impedía que girara. La llamé a voces y no contestó. Empujaba y no podía abrir. Empleé todo el esfuerzo en empujar y nada. Hasta que averigüé lo que pasó: estaba totalmente liado con las sábanas y me estaba asfixiando sin poder mover ni un solo miembro. Nunca he despertado con tanta ansiedad y con la sensación de sucumbir sin poder hacer nada.

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