20080802

ARTURO, EN EL ADOQUÍN



La caliente tarde cae sobre la calle y los adoquines brillan esperando que el hierro de las ruedas de los carros los martillee de nuevo. Los golpes de brisa los aprovechan las golondrinas y vencejos para sus idas y venidas gritando sus prisas. Alguna voz se oye lejana de los que salen de sus casas, donde refrescaban refugio entre los muros y oscuridades. El sueño de una mala siesta puede romper con el tiempo. El viejo puede creer que aún no está cerca su hora y el joven pude confundir su disposición y aparente lucidez con la madurez encontrada de improviso. Uno y otro no pueden asegurar el tiempo en el que viven cuando la luz del sol acuchilla con fuego el horizonte rompiendo toda la capacidad de decidir con un embotamiento de imposible superación.
Poco a poco van cayendo las cadenas del infernal y espeso aire que cuece el día en la ciudad vencida. Una brisa fresca va enfriando lentamente todo y acelerando la vida de los vecinos. Los ojos empiezan a abrir las pupilas y las flores del dondiego comienzan a abrir con el anochecer. Nadie se extraña ya de este ritual ancestral de agosto cuando llega a la Mancha. Las campanas de la catedral, a lo lejos, marcan una vez más las rutinas de los fieles que así no se sienten perdidos en su confusión. Los perros ya no ladran. Los coches los hicieron callar. Solo lo hacen cuando se sienten solos en la frescura de un chalet, entre los árboles que les hacer recordar tiempos pasados. La memoria de los antepasados también les hace hablar a ellos.

Se levantan persianas y en el horizonte ya alumbra Arturo. Mi padre me dice al oído que es el mismo astro que veía en Huelva a la caída del sol por las marismas del Odiel. Arturo ve desde lejos, con su grandiosa extensión, cómo nosotros creemos en que somos el eje del mundo. Yo también lo creo a veces y sospecho que todos lo creemos. Al fin y al cabo no hacemos más que abrir los ojos por la mañana y todo aparece en torno nuestro y la función vuelve a empezar.

Mi padre me acaricia la cabeza y me mira, sabiendo que yo nunca conoceré lo que él piensa de todo. Lo cierto es que mi padre piensa y yo también. Son nuestros ojos los que se mueven por ello. La luz del sol se quedó entre los párpados para dar luz al interior. Arturo está a la cola de la Osa Mayor. Y la polar que nos apunta al norte aparece después cuando solo un pabilo de sol agoniza en la tierra. Arturo es 22 veces el Sol; y 22 veces que esconde en la lejanía aparentando así que no es nada apenas. Mi padre, decía cosas y yo las memoricé para decírselas a mis hijos. La respiración de mi padre la siento en la tarde caliente de este mes de agosto que vino con sus hábitos y costumbres, con el olor de paja caliente, de madreselvas y dondiegos con la humedad de la noche. Arturo titila con fuerza en la constelación del Boyero. Detrás de él están los días de agosto que han pasado y delante los que han de pasar.
En un adoquín, en la calle, lejos de las pisadas de los vecinos, la luz de Arturo se refleja en silencio, marcando los segundos mudos de la noche. Hacen la espera del sol que ha de aparecer por el alba, volviendo con su fuego a esconderlo. Mañana, el año próximo, siempre, el fuego de agosto calentará en un adoquín donde se mira Arturo.
(Foto: Gustavofoto)

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