20130430

El criminal colmado a su gusto



Artemio vino al pueblo desde Villena y callaba sobre su origen. Se sabía por Leocadia, su mujer,  que era de allí y que su familia se dedicaba al comercio de cereales. Hombre inseguro, cerrado de mollera y escasez de razonamiento que sustituía por voces, y alguna violencia de vez en cuando.
El matrimonio duraba, por la paciencia de ella y porque no tenía medios ni ingresos dependiendo de él. Se sentía seguro al retenerla y dominarla, impidiendo que Leocadia trabajara en algún oficio, aunque lo intentó. Pasaron años y la convivencia se fue haciendo más dura, enojosa, y agotándose la paciencia de la mujer. Continuas amenazas, presiones y malos tratos dentro de la casa, no eran visibles en la calle, así Artemio tenía una fama de hombre atento, familiar y responsable.
Un día hubo una discusión sorda y violenta porque, según contaron, no había hecho Leo, que así la llamaban, una fuente de torreznos que era su plato favorito, del que solía despacharse a gusto, por ser tragón y ansioso. Cogiéndola de la camisa con fuerza, advirtió a su mujer que no iba a aguantarla más y que, pronto, un día se iba a sentir muy mal y no iba a saber porque era, pero que ya le pagaría unas misas cuando se muriera.
Leo, viéndose ya muerta, empezó a dar vueltas pensando cómo iba a evitar su desgraciado destino, sin poner en riesgo tanto su vida como sus medios para sobrevivir. Caviló mucho y, por más que lo hacía, no veía la forma de salir del grave apuro en que se encontraba, pasando los días de angustia en angustia y las noches enteras desvelada.
La última vez que le hizo tan grave advertencia el marido fue el día que le acompañó al Hospital de la capital a la consulta del cardiólogo, que acabó con una intervención urgente de Artemio al que hicieron una angioplastia, por tener lesión en el corazón en varias coronarias, una de ellas más obstruida que el silo de su patio, que desde que lo puso su abuelo nunca hicieron limpieza alguna. Al darle el alta, advirtió el médico a Leo, fuera de la habitación, (debió verla mas despierta que al ceporro del marido),  que debía el enfermo tomarse las pastillas y hacer una dieta muy severa sin grasas, salvo alto riesgo de infarto.
Al llegar a su casa, no fue más que cerrar la puerta y calladamente, como era su costumbre, para que no lo advirtieran los vecinos, volvió  a recordarle Artemio a Leo, con la cara más fiera  jamás vista, que sus días estaban contados.  Aguantó como pudo hasta que un día debió cambiar su fortuna porque se la veía más animada, recuperó el apetito y no se supo bien si era disimulo o por otra causa, pero hasta volvió a cantar como cuando fue joven; extrañamente, a Leocadia la vieron más dispuesta que nunca, menos angustiada y muy atenta con el marido al que daba puntualmente sus medicinas y le hacía las comidas sin que se quejara. Pero, lejos de lo que cabía presumir y pese a estos cuidados un buen día, dos meses después del alta, Artemio se vio con sudores y un dolor muy intenso en el pecho y, cuando llegó la ambulancia, había pasado a mejor vida y tanta paz encontró como descanso dejó.
Años después, estando a punto de morir Leo, ya vieja, rayando los 88 años, en confesión le dijo al cura el gran secreto que había tenido oculto desde que murió el marido, hacía más de 45 años. No le dio todas las pastillas, le privó de las del colesterol y le había preparado para la cena, todos los días, una fuente colmada de torreznos bien cargados de tocino entreverado.
 Le había salido bien el crimen perfecto, pensó, y quien sabe si, por ello, salvó su vida.

(Publicado en el periódico La Tribuna de Ciudad Real, el día 20 de abril de 2013)

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