20140812

EL LOBO


Clareaba el día cuando Juan Nepumoceno se fue hasta el corral. Abrió el candado y dejó colgada la cadena, colgaba también la constelación de Orión cayendo por poniente, desapareciendo poco a poco, como se desvanecían las sombras por el alba que iba creciendo. Ovejas y cabras se amontonaban en la estrecha puerta del corral, con ganas de llegar primeras a campo abierto, hasta la sierra. Con el morral a los hombros Juan cerró el corral y, con su cayado, las siguió por la calle principal de la aldea, tranquilo, andando a su paso y mirando a Calmo, su perro de muchas razas y de ninguna, pero fuerte como un mastín. Un silbido se oyó en aquella mañana de agosto y seguidamente la voz de Juan: - ¡Calmo! Vamos a la sierra. Le dijo, como si el perro le estuviera entendiendo. - ¡Derecha! El animal corrió al lado izquierdo del rebaño y, con dos ladridos, todo él se giró a la derecha por la salida hacia la sierra.
Miraba Juan al cayado y recordaba cuando en octubre ató la pequeña rama de olivo para que, al crecer recta tuviera la curvatura en su parte superior. Un metro ochenta centímetros de madera dura y fuerte, con un rebaje curvado en la parte gruesa de abajo. Le habían dicho en la aldea el día anterior que Eleuterio había visto al lobo. Sabía que las cosas no eran así. De chico le contaron historias del lobo, que despertaron imaginación y miedo en sus pesadillas: como perro negro, de dientes marcados por encías rojas; aullando cerca del pueblo, en las noches de invierno y ojos tintos en sangre. Pero sabía ahora que las cosas no eran así, ni tenía la saliva venenosa del que tiene la muerte por oficio, ni era negro, y no fue un lobo el que se comió al abuelo de Desi, la tendera, en un mes de noviembre de posguerra: bajaba del monte con un haz de leña a la espalda, para la cocina y calentarse en los días fríos como cuchillos. Si, sabía ahora que las cosas no habían sido así. Al abuelo de Desi no le mató el lobo, sino un balazo que tenía en el cuello, ni se lo comió el lobo.  Sino ¡los lobos! Porque sabía Juan que los lobos nunca van a atacar solos. Sino agavillados, juntos, entendiéndose para distraer unos a la victima, mientras el que está más a mano ataca. Sabía que el lobo, solo, nunca ataca, sino que si ve a la presa, aúlla y llama a los otros que no están muy lejos.
Entretenido con estas cosas iba cavilando Juan cuando pasaban por la boca de la cortada, una hoz cerrada en la que todos los sonidos se hacen más cercanos y los responde el eco si son fuertes. Subieron por la trocha, pasando por los majuelos,  que doraban sus uvas blancas,  por el cauce del arroyo Piedras negras, seco por el estiaje, con los hinojos granando y el espliego seco por la calentura de un mes de agosto que no terminaba de refrescar y torraba toda esa ladera; fuera de la humedad de los barrancos y arroyos que daban, aun así, vida a la menta y a los juncales.
Llegaron a la cortada más amplia, luego de haberse parado todo el día en donde aún verdeaba algo,  y allí les esperaba el aprisco que el había hecho con palos de chaparros y cubriendo la cerca de alambre con un tupido muro de ramas entretejidas. Al mediodía vio a una bandada de buitres sobrevolando el cielo mas arriba, cerca de la fuente seca. Algún animal muerto habrían visto. Los chillidos de los halcones se oían penetrando por los rincones de la cortada, devolviéndolos el eco. Le dio por pensar en lo solo que estaba y en la escasa defensa de que disponía. No había traído la escopeta de dos pistones de su abuelo. No terminó de creer que hubiera lobos en la sierra. Sin conejos, por aquella enfermedad tan mala, no quedaba uno, los zorros ya se fueron y los lobos hacía años que no se tenía noticia de ataque alguno al ganado. Solo se quedan si tienen comida, si no la hay, se van a otro lado donde la haya.
Después de dar cuenta a un poco de tasajo, un tomate y queso, de los que se había provisto para dos días, llevó al rebaño hasta la charca de la Fuente Seca y una vez que habían bebido las bajó otra vez hacia el aprisco. En el camino de ida y vuelta vio algo que le empezó a preocupar y darle para pensar. Había visto pasar dos conejos y una liebre. Y se dijo: pues si ya hay comida, igual es verdad que hay lobos…

Habiendo recogido al ganado en el aprisco a la caída de la tarde, se sentó en la piedra que tenía cerca de la choza, cenó como comió y, cuando estaba pelando con la navaja un melocotón, le pareció oír animales rondando por la parte alta de la cortada. Nada más anochecer, se tumbó junto a la piedra, a la luz de la luna, oyendo la radio que le hacía compañía. A las once y cuarto de la noche, medio adormilado, los oyó la primera vez. Un profundo y prolongado aullido se propagó por todas las paredes de la cortada. Después le siguieron otros: eran lobos. Juan, aun con nervios y miedo, resolvió ir a la puerta del aprisco y poner varias ramas que estaban preparadas al lado para dejar todo bien oculto. Calmo se puso a su lado y estaba ladrando nervioso. No tardaron mucho en bajar. En cinco minutos escasos los vio venir por el cauce del arroyo seco. Eran cinco. Cogió a Calmo por el collar y le dijo: - ¡Tú a mi lado! ¿Me oyes? El perro le miró y como si le entendiera, dejo de tirar hacia donde venían y se quedaron juntos. Juan sacó la navaja grande, la abrió y la colocó en el rebaje del cayado. La ató fuerte y cogiendo el cayado por el otro extremo, se puso con èl adelante dispuesto a la defensa. Como él sabía, los lobos se dispusieron en abanico, sin poder abarcar a sus espaldas que las tenía del lado del aprisco. Enseñaban los dientes y amagaban constantemente para ver si se descuidaban, Juan y su perro. Un lobo atacó a Calmo y otro le siguió en el ataque, pero antes de que llegara donde se repartían dentelladas lobo y perro, Juan con la Navaja le asestó un golpe mortal al lobo que venía, rajándole la barriga. Gritó el lobo de dolor y los demás le miraron. Sin pensárselo dos veces se retiraron hacia el arroyo a unos treinta metros. Juan cogió al lobo agonizante de las patas y  se lo arrojó a los demás lobos. Se tiraron como fieras y se fueron llevando a dentelladas los despojos de su compañero. No volvieron en toda la noche. A la madrugada, Juan bajó con el ganado hasta la aldea. No dijo nada a nadie, era cosa suya. Solo que al día siguiente, subió con la escopeta de pistones.
(Publicado en el periódico La TRibuna de Ciudad Real el 9 de agosto de 2014).

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