20131014

A LAS DOS, DE UNA NOCHE CERRADA


No ha mucho tiempo, en la ciudad donde nació Agustín, hijo de abogado y nieto de boticario, en la torre del Ayuntamiento había un carillón que tocaba las horas con la misma melodía que el Big Ben de Londres, la llamada Westminster. Cuando digo las horas me refiero a todas, las del día y las de la noche, y a los vecinos de plaza y calles colindantes no les importaba la musiquilla. Se habían acostumbrado a ella por su dulzura  y parecido a una pequeña conversación intimista, con  firme conclusión con las campanadas; así pues las tomaban como un elemento más de la vida de sus casas. Él no vivía cerca de la plaza, pero su tía Evelia si, y muchos sábados, cuando era un muchacho, se iba a comer con ella y pasaba la noche y el domingo para acompañarla. Le gustaba sus comidas, su conversación llena de relatos de su infancia y de sus aventuras de la Guerra Civil, pero sobre todo, que le dejaba entrar en su biblioteca, una enorme habitación llena de estanterías hasta los altos techos, cargadas de libros, revistas antiguas y una muy nutrida colección de litografías del siglo XIX, que eran una crónica y reportaje de la vida de las ciudades europeas en esa época. Nunca se aburría allí y más de uno de esos días, de los que fue, se quedó dormido después de comer en el suelo, sobre la gran alfombra persa de vivos colores, con un libro que estaba leyendo en la mano.   Su tía pasaba la sobremesa sentada en un butacón, junto a un mueble con radio y tocadiscos de muy buena calidad y sonoridad. Oía los conciertos de Radio Nacional hasta que la modorra le hacía dar una brusca cabezada que la hacía despertar. En la biblioteca fue descubriendo, unas veces los mares del Caribe o del Índico, con Salgari, otras los viajes que  Julio Verne le fue contando en sus libros. Luego, mas tarde, cuando ya había cumplido sus catorce años, le cogió afición a las novelas policíacas de la serie negra americana y las intimistas de los británicos de Conan Doyle o las de Edgard Wallace. No paraba de leer novelas una detrás de otra con avidez casi obsesiva, y, a veces confesaba a sus amigos, que era una forma fácil para huir de la realidad que no le gustaba demasiado. Tanto leía, que su tía le llegó a llamar la atención para que sin, dejar de leer, cumpliera con sus obligaciones de estudiante. Uno de esos sábados que durmió en casa de su tía, y pese que él ya estaba acostumbrado al carillon y no le interrumpía el sueño, que cogía con facilidad después de su intensa actividad en la tarde y de terminar con una novela en la cama, cuando estaba profundamente dormido, en noche muy cerrada de invierno, a las dos sonó el carillón para dar la hora y se despertó. Tenía mucho frío. Cosa rara porque encima de él había un gran edredón de plumón de pato, totalmente hinchado, que se había traído su tía Evelia del Tirol, en un viaje que hizo con sus compañeros, profesores del Conservatorio, y con el que se pasaba la noche muy calentito. Pero por algo que él no llegaba a comprender tuvo frío. Lo primero que pensó es que había cogido un catarro y debía tener fiebre, pero no, no tenía la sensación de congestión, ni le dolía la garganta y mucho menos le moqueaba la nariz. Así que pensó ¿que esta pasando? Y trató de dormirse de nuevo. Pero nada, no podía. La casa estaba en silencio, la calle también. Algún mueble chasqueó sus maderas,  y un gato que debía estar en la azotea, dio un maullido espeluznante y lo oyó salir corriendo por los tejados. Volvió a llenarse toda la habitación, la casa y la calle de un silencio profundo que le daba por pensar en todo lo que le daba miedo y servía para que Agustín no pegara ojo. Así estaba, y a la media hora aproximadamente empezó a oír unas voces que susurraban en voz muy baja. Prestó oído y  le pareció oír: - Ten cuidado, que el chico esta despierto. Hay que darle un buen susto a ese que esta intentando entrar en la casa, no es buena gente, es peligroso. Mira, lleva un cuchillo y una pistola en la bolsa. Algo hay que hacer. Podíamos darle una advertencia al oído a ver si se asusta y sale corriendo. – Vale yo lo hago que a mi me resulta fácil.
Estaba oyendo estas voces susurrantes cuando oyó un grito aterrador en la escalera de la casa y una persona bajando corriendo los escalones y dar un portazo en la puerta de la calle.  Después oyó también como su tía se había despertado y le estaba llamando: - Agustín, ¿estas bien? ¿Que pasa?, En unos segundos abrió la puerta de su cuarto y le dijo: ¿has oído eso? Ha sido en la escalera. Voy a llamar a la policía. Creo que había alguien que ha entrado en la casa y  estaba en la escalera. Después de esos momentos de susto, los dos se fueron a la biblioteca y se sentaron a tomarse una infusión que hizo la tía. Allí esperaron a la policía. Cuando llegó, comprobaron los agentes que, efectivamente, habían forzado la puerta de la calle y que en el hueco de la escalera había un bolso con herramientas para quebrantar puertas, un cuchillo y una vieja pistola. Se sorprendieron los policías que huyera el intruso dando un grito y corriendo despavorido sin que ni tía ni sobrino se hubieran enfrentado con él. ¿Que le había provocado tanto temor? Agustín estuvo tentado en contar lo que había oído a esas voces susurrantes, pero lo pensó mejor y calló. Después de todo ¿que iban a pensar de eso?, ¿que se lo estaba inventando? ¿Que había otros intrusos que les defendían? Pasaron los años y Agustín siguió yendo a casa de su tía, leyendo los libros de su biblioteca y durmiendo sin atender al carillón, salvo cuando oía las voces, que previamente era despertado por su melodía. Nunca más tuvo miedo de los susurros y estaba convencido de que se trataba de gente de la familia, ausente ya desde hacía años, que velaban por ellos.

Cuando fue mayor, pensando en estas cosas que le ocurrieron le dio por pensar más de una vez ¿y si todo fue producto de mi fértil imaginación, y las lecturas me provocaban alucinaciones? Pero esta explicación nunca le terminó de convencer.
(Publicado en el diario La Tribuna de Ciudad Real el 12 de octubre de 2013)

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