20131031

CON EL HUMO EN LA CHIMENEA


Un día tranquilo del mes de noviembre, en la madrugada, la brisa hizo bailar los  madroños en la sierra, mojó los cantuesos hasta hacerlos destilar su esencia y, con cuidado, en silencio, fue recogiendo todos los recados de la jara, el romero y los juncos del río a su paso por Peralbillo, subido como estaba en su loma. Muy quedo iban dejando su noticia a los sentidos todas las plantas con aceites esenciales. Sobre los transparentes cristales de las aguas del Bañuelos, cubría la niebla los juncales, para luego llenar de fresca naturaleza la ciudad, en las últimas horas de la noche. La esperada mañana no había llegado aún; la alborada se hacía esperar escondida entre las otras brumas que venían desde la vega del Jabalón. El silencio lo rompió el chillido del tren de las seis que llegaba de Badajoz, cargado con adormecidos viajeros ahumados por la combustión del carbón de la máquina. La chica, con la palmatoria en la mano, en la carbonera, recogía leña para la chimenea, con una gavilla de pensamientos revueltos, echándola, junto al cazo del carbón, en la espuerta de esparto una a una. Cuando empezó a encenderse la lumbre, chisporroteando con los brotes de jara, la aldaba de la puerta sonó con autoridad tres veces. La casa se estremeció en sus sombras; don Julián, el médico, subió la escalera pisando los bordes de madera de los escalones, buscando hacer menos ruido. El maletín negro, preñado lo traía de los útiles de su oficio. Sudando todos los minutos de las cinco, le esperaba ella con sus rizos rubios empapados de esperanza. En tres esfuerzos, con los que quiso quebrar el mundo, se abrió la grieta por la que el chiquitín llegó envuelto en las ternuras de su madre. Sonó el tren, y esta vez no chilló: dio una fuerte voz de recibimiento, pese a que  se marchaba para Madrid como todos los días. La lumbre en la chimenea adormeció toda la casa, y calentó el puchero del café. El médico sonreía viéndose en la negrura humeante, como se debía mirar Poseidón en el Helesponto. El niño ya estaba haciendo planes. Recogido,con sus puños cerrados, apresó los sonidos que guardaba en su pequeña caja nueva. Tejiendo, con los olores de la casa, una madeja sutil de referencias con las que tomar sus primeras pizcas de vida, iba sufriendo con cautela su primera digestión; en ese momento, empezó a conocer como sabe la soledad: su madre, ya no se lo daba todo.
El golpe de la puerta resonó en la calle como un cañonazo: hacía los honores a don Julián que volvía a su casa con el maletín algo más aliviado, el sueño asomándole por sus pupilas entornadas y una sonrisa apenas dibujada denunciando satisfacción.
Entre algodón, y envuelto por el cálido sonido de la respiración de su madre, el chico dibujó su primer sueño cargado de la música del viento, empapado en verdes praderas de sensibilidad y escribiendo arriba, en el techo imaginado, su primera afirmación: estoy vivo.
Años mas tarde, en el invierno, las mañanas se veían desde la gran puerta falsa, entreabierta, enseñando un brasero humeando bajo las escarchas de invierno. El empedrado del patio, cargado de pequeñas luces, brillaba por el rocío caído y las brasas hacían su fiesta con las pavesas del piconcillo ardiendo, dando cuenta con sus humos por la vecindad. Dos perros se desesperaban ladrando dentro, atados en una cuadra no muy lejana y, en la cántara de aluminio, la leche caliente recién ordeñada esperaba en la cocina para  salir a la ronda de la venta, su trasiego siempre agriaba un instante al despedirse. El camino del colegio estuvo endurecido por los hielos, las rodillas al aire se escocían en grietas que dolían su tierna niñez. En la cartera de cuero que le hizo Simón, el guarnicionero, se apretaban unos contra otros las pocas luces de la enciclopedia, el libro de lecturas y el Catón. Mucha leña para una cabeza dispuesta para ver con sencillez entero el mundo. La cornisa del Hospicio sujetaba un nido de golondrinas vacío, que se fueron a África a traer el calor del verano, resistía bajo el alero. Le hacía la espera para tiempos mejores. En el charco helado, de lechoso cuerpo, cinco piedras le avisaron que Joaquín ya había pasado. Mientras, en el calor de una alcoba, en la primera planta del principal, cuando pasaba él por la calle, dando saltos y puntapiés a los cantos, dos cuerpos se desperezaban luego de una noche de enloquecido juego. En el suelo, junto al orinal que se callaba descomponiendo sus amoniacos, una botella de coñac vacía, rendida y exhausta con apenas un culo de ámbar. Dos casas más allá, tras los cristales y apenas visible por los visillos, el piano del canónigo esperaba inmóvil tiempos propicios para la música en la sala tenebrosa, testigo de las clases de solfeo. Enfilados, con caras de resignación fueron entrando en el encierro escolar, que había de ser contado en días, semanas, y años. Desde dentro, mirando al exterior, se podía ver la higuera de la huerta, yerma y desnuda en invierno, entreviendo caminos infinitos hacia el firmamento, verde en primavera con las tiernas hojas tiñendo de claridad y armonía, enseñándole las primeras lecciones de luz, volumen y perspectiva, haciéndole llamar a voces a sus lapiceros, para recrear sus higos, cargados, antes de que el sol acabara con las clases o la tornara amarilla a la vuelta de ellas. Finalmente para ver como los quebrados le quebraban la cabeza  y el ocaso le perseguía en sus vueltas a casa, en solitario, angustiado por los castigos de un maestro amargado que respiraba un aliento umbroso y muerto. En la  noche, empezadas las tinieblas, luego de mirarse en una caliente sopa de letras; bajo la lámpara de porcelana dorando el comedorcillo de amarillenta luz tibia; asomando la extraña lejanía de la vida y del país, desde la vibrante tela del altavoz de la radio, solo se podía vadear la negrura con la voz de su madre midiendo la solidez de la casa. La misma voz que le avisaba del clarear del día. Un día tras otro, encadenando las semanas que parecían interminables, hasta que más tarde, con los años vencidos por la experiencia se convencería de lo fugaz del  tiempo.

Hoy, pasados muchos años y kilómetros rodados, mira para atrás y apenas ve una representación en blanco y negro, con alguna instantánea en color, que dan los niños que le hablan con interés.
(Publicado en el diario La Tribuna de Ciudad Real el 26 de octubre de 2013)

No hay comentarios: