20140112

Misterio en la nieve


Se levantó Patxi muy temprano, no habían dado las cinco y, como era normal, aún no había amanecido. Se levantó más alegre de lo normal porque su viaje era para estar tres días con su novia en Ustés. Ya había concertado por carta el día  y tenía asegurado el alojamiento. Encendió la lumbre y se hizo unos huevos fritos a los que dio cuenta con un buen trozo de chorizo y un vaso de leche caliente para terminar. Aun sus padres no se habían levantado, aunque su madre ya se removía preparándose para empezar la jornada con el ordeño. El mes de diciembre había venido irregular, no trajo apenas frío, en las últimas semanas había hecho muy buen tiempo y en las mañanas, una vez levantada la niebla, el sol calentaba lo suficiente para no sentir frío. Se despidió de su madre y dejó a su padre dormir. Se despidió la noche anterior y no le pareció bueno despertarle tan temprano, aunque no tardaría en hacerlo. En la cuadra le dio agua a la mula, le puso la silla con unas mantas y la funda de la carabina, donde metió esta una vez que comprobó que llevaba suficiente munición.
Salió de Elkoaz a las seis menos cuarto, y cogió el camino abajo por el valle de Urraúl. A las siete menos cuarto se desvió hacia el este adentrándose en la montaña cerrada. Cuando empezó a amanecer, estaba en la mitad del viaje hasta Gallués donde pasaría la noche. Un piquitureto cantaba al borde del camino y oía el rumor del arroyo, cargado de agua desde las lluvias de noviembre. Los verderones y los cascos de la mula se oían por todo el hayedo. Iba distraído viendo la vegetación y no se le hacía largo el camino. Cuando llegó a la cima de un pequeño puerto vio desde allí la casa del riojano. Un logroñés que llegó al pirineo navarro huyendo de sus hermanos y la ruina. Daba posada a los que se adentraban en las montañas, por pocos cuartos y buena comida, y había cogido buena fama. Comió un buen plato del puchero riojano que tenía preparado  y le contó, por atraer la atención de Patxi, que le había comentado la pareja de los Migueletes, que habían pasado la tarde anterior, que andaba por las sierras un individuo que ya había matado a dos pastores abriéndoles en canal y dejándolos tirados al borde de el camino a uno y de la linde del prado, donde estaba con sus ovejas, al otro. – Pero ¿que me dice usted? ¿Por estas sierras? Dijo Patxi con evidente alarma. –Ya lo creo, (dijo el logroñés) eso dijeron los guardias y, la verdad es que, cuando le he oído llegar, he puesto la escopeta detrás de la puerta hasta ver quien venía. Por supuesto que enseguida vi que era gente de bien, pero no las tenía todas conmigo. Desde ayer tengo el miedo metido en el cuerpo. Le miraba el de Elkuaz con los ojos bien abiertos y en ese momento se alegró de haber cogido la carabina, y lamentó el haber hecho el viaje por esas sierras. Hubiera preferido el muchacho bajar hasta Lumbier y luego tomar la carretera de Navascués hasta un poco más allá a su destino en Ustés. Bueno, era mucho más largo pero más seguro. Terminadas sus reflexiones y su rápida comida, se levantó, pagó al logroñés, que le cobró una peseta y un real y continuó su camino.
Eran las cuatro y media de la tarde cuando, al bajar una de las montañas del camino, se cerró el cielo, se puso plomizo y empezó al poco rato a hacer frío y un poco más tarde a nevar. Caían copos grandes, con una cierta dulzura y parecía que no iba a cuajar. Pero media hora más tarde,  subiendo hacia un puertecillo, llegando a un pueblecito de  cuatro casas, se levantó un aire frío y la nieve se convirtió en ventisca. Se bajo de la mula y le echó encima una lona engrasada que llevaba plegada detrás de la silla y el se puso una manta para salvar no solo la nieve sino el frío que empezó a ser muy fuerte. Como no faltaba mucho para Gallués siguió su camino acelerando el paso.  Al doblar una curva del camino, muy cerca de un pequeño arroyo, vio un animal muerto en el borde de la calzada. Cuando se acercó deshizo su confusión: no era un animal sino un hombre de cincuenta años que yacía retorcido, medio desnudo con el vientre rajado y muerto en un charco de sangre. Ni siquiera bajó de la mula. Era evidente que estaba muerto y no podía hacer nada por él ni siquiera enterrarle, porque las autoridades tendrían que ver el cadáver tal y como estaba. No tardó mucho en llegar a Gallués y allí le dijo al representante del Concejo de Valle de Salazar lo que había visto. Le dijeron que avisarían a las autoridades de ello e irían al día siguiente a ver el cadáver y enterrarle, una vez que lo identificaran. Luego tomó alojamiento en una casa, muerto de frío, tiritando, no se sabe si por el frío, por el miedo que le llenaba el cuerpo, o por las dos cosas. Le dieron para cenar una sopa de puerros que llevaba buen caldo de gallina, bien caliente, que le hizo volver a la tierra, de donde se había ido por el miedo y la ventisca. Se preguntaba si al día siguiente habría dejado de nevar. Necesitaba llegar hasta Ustés para que su chica no tuviera preocupación por su viaje. Ya sabría con seguridad lo acontecido con los asesinatos.  Le costó coger el sueño pero el cansancio acabó por ser más fuerte que las preocupaciones.

Al día siguiente, con una buena capa de nieve sobre la tierra, en el camino hacia Ustés se cruzó con la pareja de los Migueletes y se paró con ellos. Les contó los sucesos del día anterior, les dio su nombre y cuenta de su destino y partió más tranquilo. Pasado Uscarrés, doblando la siguiente curva, del camino, vio venir un hombre a caballo muy mal encarado. Llevaba una bolsa de loneta colgada a la bandolera en la espalda, que le asomaba por el costado con manchas rojas que parecía sangre. Se fue alejando hacia el otro lado de la calzada cuando se fueron a cruzar y el viajero contestó a su saludo con muy malos modos. Se paró y le preguntó si podía ayudarle con un asunto. Patxi se excusó y le dijo que le perdonara pero llevaba prisa y, azuzando a la mula, siguió su camino mientras le miraba el hombre con cara de lamento. Intentó seguirle pero como iba muy deprisa, le dijo adiós a voces y siguió su camino.  Al llegar a Ustés, le estaba esperando fuera del pueblo su novia, llena de alegría y haciéndole fiestas. Cuando le contó su encuentro reciente, se quedaron muy preocupados. Al día siguiente, pasó por el pueblo la pareja de los Migueletes. Llevaban detenido al hombre con el que se había cruzado. Le contaron que, en la bolsa, llevaba el corazón de todas sus victimas. Dijo que no le habían tratado bien y por eso, por tener mal corazón, se los había quitado. Quizás, el ver la carabina de Patxi le salvó la vida.
(Publicado en La Tribuna de Ciudad Real el 11 de enero de 2014)

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