20140311

ESCONDIDOS EN EL GALLINERO



Las siete de la mañana. Las ramas del bosque se movieron. –Armand! Armand! Louis? ¿Estas ahí? ¿Estáis chicos ahí? Armand no contestaba, Louis, tampoco. Bastien, el cabo, siguió avanzando media hora más sin encontrar a nadie. El alba estaba cerca, ya se veía clarear por el este, pero aun había que hacer un esfuerzo por ver el camino a seguir. Todo el menaje de campaña, la cantimplora y la linterna hacían sonar su andar con su metálico tintineo, pese a estar bien amarrado y cubiertos con funda de tela casi en su totalidad. Su fusil Lebel, con el desnudo cañón, iba abriendo camino entre la floresta. De vez en cuando se oía algún ave levantando el vuelo y brillar el metal del fusil. De improviso, se abrió un claro entre las hayas y con las tibias luces del alba vio a una compañía de soldados alemanes preparándose para la marcha, con armamento dispuesto. No lo pensó mucho, se dio la vuelta y, dando un rodeo, se alejó del claro con paso firme, procurando no hacer ruido, con prisa, para no ser alcanzado. Así, un cuarto de hora después, entre la fronda del bosque, la espesura, arbustos y zarzas, de improviso, se despejó ante él la vegetación y encontró campo abierto, en un pequeño valle, los cultivos, unos abandonados, otros descuidados, y en el alto de una loma, cercada por lindes y caminos con verdes bordes, una casa de sólidos muros de piedra. A su lado, construcciones propias de una granja: cercas, porches y pozo cubierto de techo de madera. El cielo, en el este se mostraba rosa amanecer, detrás de la casa, a la izquierda, aun estaba oscurecido. No vio a ninguno de su pelotón, las fuerzas de su compañía habrían ido para otro lado o habrían pasado horas antes. Se dirigió hasta la casa. Abrió la cancela de madera y llamó  a la puerta principal. No contestó nadie. Parecía abandonada. Dio la vuelta y se introdujo en los corrales, junto al abrevadero había una horca de hierro apoyada, como acabada de dejar. Dio una voz con su acento parisino: - ¿hay alguien aquí? Nadie le contestó. Su nerviosismo fue en aumento. En campo abierto no podría esconderse. Le entraban ganas de abandonar y rendirse a los alemanes si le alcanzaban. Pero un instinto de supervivencia le impulsaba a intentar esconderse y ¿dónde? Se introdujo en las cuadras y en el gallinero adosado caía la paja del heno desde el pajar contiguo. Las gallinas  sueltas, por toda la cuadra y gallinero, no había muchas, pero allí estaban cacareando su presencia. El gallo intentaba hacerle frente. Le preocupó el alboroto que hacían, así que se paró y se mantuvo quieto un momento por ver si se callaban. No lo hicieron; se acercó hasta los pesebres que colgaban de la pared  y oyó un lamento sofocado.  Debajo del pesebre central. Al agacharse vio a una joven que al verle dio un grito. -¡Por favor, no  grite!, ¡los alemanes están cerca! le dijo. Ella, como toda respuesta, se puso la mano en la boca como si quisiera sofocar el grito que se le escapaba o quizás un llanto desesperado.  – Tenemos que escondernos, soy Bastien, cabo de la 34 Compañía del batallón francés que está desplegado por aquí. Los alemanes han entrado en Francia y he perdido a mi pelotón en el bosque de abajo ¿los ha visto? Ella negó con la cabeza sin dejar de mostrarse aterrada. – Bueno, vamos a ver…Y miró alrededor para intentar pensar en cómo esconderse. –Quizá esto valga. Se fue hasta un panel de tablas que estaba apoyado en la pared, de un metro y medio por dos, y se puso a rellenar las rendijas entre tablas con las hierbas secas del heno hasta que estuvo uno de los lados del panel todo lleno de paja sin que se vieran las tablas. Se fue hasta el rincón del gallinero donde caía el heno desde el pajar y apartó la paja hasta que quedo hueco suficiente para dos personas y con la mano, la llamó para que se acercara. Ella salió de su escondite y se metió en el hueco. Él puso mucha paja sobre el panel y lo dejó a un lado. Se asomó por el ventanuco. Vio cómo se acercaban las tropas alemanas por la cuesta desde el sotobosque; se metió en el hueco, levantando a pulso el panel cargado de paja que puso con cuidado tapando el hueco. Desde fuera solo se veía la continuación del montón de heno del pajar contiguo. Esperaron callados, alguna luz se filtraba entre la paja y fue suficiente para ver que era muy hermosa. Debía tener cerca de treinta años, desde luego sin alcanzarlos. Le miraba con atención, con miedo, con admiración contenida, con cara de pedir su auxilio y sin disimular su estado extremo de indefensión. Él la miró con detenimiento, esbozó una sonrisa y le acarició la cara. - No te preocupes, no nos pasará nada, y en todo caso aquí tengo el fusil y las granadas para defendernos. ¿Cómo te llamas? – Marie. Dijo sin apenas voz. Ella, apenas sonrió y parecía tranquilizarse cuando… de improviso,  oyeron una voces: - Sie: Schauen Sie sich das Haus, Hans, Dieter, Andreas Komm mit mir auf Stifte, sich umsehen, wenn Vieh oder Tier einige essen! La chica se tapó la boca asustada y sin pensarlo se abrazó a Bastien, temblando. No tardaron muchos los alemanes en entrar en las cuadras. Las gallinas se alborotaron y Dieter y Andreas corrieron como locos detrás de ellas cogiendo algunas. Después de un rato, entre todos los que entraron se hicieron con los huevos y sin pensar en más, salieron al exterior. Los del pelotón alemán que había llegado, reunido, se alejaron por la ladera contentos de tener comida fresca suficiente para unos días, estaban hartos de conservas.
Bastien, cuando ya no se oía a nadie en el exterior, muy despacio abrió el escondite y lo cubrió de nuevo por si volvían, le dijo a Marie con un ademán, con la mano, que esperara. Al menos si le sorprendían que no la vieran a ella. Se asomó al ventanuco: no había nadie y, despacio, y con cautela, salió al exterior: ya no había peligro. Volvió al escondite y la sacó de allí. La tranquilizó y ella, sonriendo le dio un beso en la boca con toda la pasión que pudo encontrar. Se puso colorado, pero para él, en ese instante, por un momento, se acabó la guerra que acababa de empezar.
Estuvieron juntos dos días. Hasta que, al segundo por la tarde, llegaron los componentes de su compañía,  dio parte de los movimientos de los alemanes y se fue con ellos. Marie, que estuvo sola, pues su padre había sido reclutado, volvió a estar sola hasta que llegaron unos familiares de Nancy a vivir con ella. Los dos sabían que algo había cambiado en sus vidas, que nada ni nadie lo iba quitar.

Acabó la guerra, y Bastien fue desde París hasta allí para intentar verla. La casa estaba destruida, quemada. Los sembrados arrasados. Sin embargo, al volver a París, un mes después, en una terraza de un restaurante de la Place de Clichy, se encontraron. Nunca más dejaron de estar juntos.
(Publicado en el periódico "La Tribuna de Ciudad Real" el 8 de marzo de 2014).

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