20140427

FALTABA PEREJIL


Cansado de oír y hablar de los problemas del mundo, y por los suyos más cercanos, pegados a su piel; habiendo liquidado todas las cuestiones pendientes: facturas, pagos, y la visita al médico, dejó Pamplona y marchó hacia la montaña; fue cambiando de emisora de radio hasta que se detuvo en aquella en la que cantaba Leonardo Cohen, “So long, Marianne”. Agotó el repertorio. Cuando llegó al valle, las montañas ensombrecían con nubes oscuras que no impedían la brillante luz que llegaba en un espacio abierto entre ellas que daba ocasión al sol. Pasado Lumbier, tuvo la impresión que la angustia se iba y una sensación de libertad integral le comunicaba la naturaleza. Feliz y tranquilo, al llegar a Domeño, se apartó a un restaurante, a la izquierda; dejó el coche en el aparcamiento; se quedó un momento quieto en la explanada, escuchando el silencio del lugar, solo interrumpido por el canto de dos lúganos que se llamaban desde los árboles cercanos. Pasó al  interior del restaurante y se sentó en el comedor, sin  prisa alguna, lo que no hacía desde hacía meses. Pensó en cómo iba a organizar su vida a partir de ese momento, mientras, colocaba los cubiertos en perfecta formación y las copas delante de los platos. Recordaba su vida personal, mientras repasaba el pespunte del mantel con las yemas de los dedos, suavemente, con detenimiento, con delicadeza. Por un momento, sonrió al darse cuenta de lo que hacía y no le dio gran importancia: al fin y al cabo no tenía ocasión, desde tiempo atrás,  de acariciar a nadie. La última vez ya casi ni la recordaba. O quizá no quería hacerlo, le dolía aun ese recuerdo. Se quedó mirando una fotocomposición en la pared con la Foz de Arbaiun.  Y en eso estaba, cuando desvió la mirada y la vio observándole. Era muy normal; belleza serena, atractiva. Si en vez de jeans, camisa estampada, calzado deportivo y pelo corto,  hubiera tenido vestido renacentista, pelo largo, recogido con pañuelo: habría pasado por una dama italiana del cinquecento. Le trajeron la comida y la chica le miraba a hurtadillas reteniendo la mirada de vez en cuando. Se interesó mucho cuando comprobó que le miraba cada vez con más frecuencia, lo que empezó a molestar a su acompañante. Por su conversación, que hacían con tranquilidad pero en voz alta, debía tratarse de amigos que tenían algo de sintonía, algo más que mera amistad, aunque ella parecía tomarlo con naturalidad y él con una cierta presión, casi imperceptible; para un observador desconocido como era él, no pasaba desapercibido. – Ander, tómatelo con tranquilidad.- (se dijo), - ¿ya has olvidado los disgustos que tuviste no hace mucho? Pero no le dio importancia, siguió mirando a la chica y ella a él, cada vez con más interés, incluso, en un instante que estaba sola, al ausentarse su acompañante un momento, sonrió dulcemente cuando se estaban mirando. Entonces, sus pulsaciones se aceleraron. Tanto, que se empezó a preocupar por si se notaba su reacción; no era de extrañar, pues era muy suyo ruborizarse en casos así. Terminó de comer y alargó su café hasta que vio como sus vecinos comensales se levantaban y se iban. Pasó un rato, pagó,  y, al salir, estaban aún en la caja de la entrada abonando unas cosas que habían comprado. Ella le volvió a mirar  y, pasando a  su lado, sin que se diera cuenta su amigo, le hizo un saludo con la mano, moviendo los dedos y sonriendo. 
El tiempo que tardó hasta llegar a su casa de  Ezcároz  se le hizo corto. No hacía más que pensar en  la chica, y se decía de vez en cuando: - ¡es una tontería...! 
Abrió su casa, desconectó la alarma, metió el coche en el garaje y se fue a la tienda a comprar las provisiones que le faltaban.  Allí se encontró de nuevo con los dos que conoció en el restaurante, se saludaron, y después de conversar un momento,  se enteró que ella se llamaba Ana y su amigo, era solo su amigo, Fran, venían de Francia donde trabajaban y vivían allí desde algún tiempo.  Vinieron para pasar unos días en una casa  que habían alquilado. Al coincidir en su afición a la marcha de montaña, quedaron para subir al día siguiente. Hicieron  buen recorrido, comieron bocadillos bajo un enorme roble y se relajaron después. El día era bueno, disfrutaban, y su relación con la chica fue siendo cada vez más intensa; Ander empezó a ilusionarse con la aventura. No pareció importarle a Fran que Ana  le abrazara, en un momento de euforia, y le diera un beso. Buscó su boca y Ander no rehuyó el intento, antes bien lo alargó cuanto pudo. Bajaron juntos de la montaña y Fran se adelantó porque parecía tener prisa por un asunto que había de atender. Se fueron besando todo el descenso y no tuvieron prisa por llegar  de vuelta. No sospechaban  lo que les esperaba al llegar a Ezcároz. Fran se empeñó en que cenaran juntos temprano en casa de Ander. Así lo hicieron. Cuando llegó la hora de la cena, aún  no había anochecido y, con el buen tiempo que hacía, prepararon la mesa en el porche interior de la casa. Ana le hizo una confidencia: -Ten cuidado con Fran, es un hombre extraño que reacciona  violentamente cuando no salen las cosas a su gusto.  Ander preparaba la cena, con fiambres y ensalada, pero para aperitivo  les preguntó si les gustaban las gambas al ajillo. A ella no le gustaban nada; Fran dijo que le encantaba, y mucho, y  confirmó con gesto amargo la advertencia de Ana. Dijo: -¡Estoy harto de los dos, a mi no me ningunea nadie, y menos dos mierdas como vosotros! Sacó de su bolso una pistola y dijo: - Mañana, temprano,  os voy a rajar a los dos. Bajareis al sótano, os dejaré allí  toda la noche y  la ejecución será a las seis, con cuchillo, y si os resistís tendréis un tiro. Pero antes me vas a terminar las gambitas que me las voy a tomar yo solito. Lo demás, si queréis y tenéis ganas, os lo tomáis vosotros. 
Terminando de cocinar las gambas, Ander, dijo a Fran: - Espera que coja perejil  para las gambas y las terrmino. Se fue a buscarlo en el jardín del patio. Volvió con un ramillete que cuando lo lavó y picó se lo echó a las gambas que se cocinaban con los ajillos y un trozo de guindilla.
Al día siguiente, a las 9,30,  el encargado del gas, Iñigo, que venía a llenar el depósito, acudió a la llamada de los dos encerrados en el sótano. Fran yacía en el salón, retorcido, junto a una caja de antidiarreico, muerto. Ander echó a las gambas cicuta, que había en el patio, en vez de perejil. Todo, las amenazas de muerte, el guiso con el que se envenenó Fran,  quedó grabado  con las cámaras de la alarma.
(Publicado en el periódico "La Tribuna de Ciudad Real el 26 de abril de 2014)

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