20130512

Luz de agosto, en otros tiempos




Con el calor del mes de agosto, quebrantado como acostumbro estar, no sé si de sueño o de delirio sobrevenido, suelo hasta ver, y vivir, con la casa que se solea en la falda del monte y donde la cuadra queda cubierta por puerta vieja, con las nervaduras de la madera bien vistas y enseñando sin pudor las pinturas que fueron, tiempo ha, sus protectoras.
Abro y llega el olor del estiércol entre la paja del suelo que le sirve de cama al rucio. Vuelve la cabeza y se empieza a remover, posiblemente pensando en unos puñados de grano en la paja del pesebre, pero no era para eso por lo que estaba allí. Lo desaté, bajé la manta y la albarda de las vigas bajas, le ceñí la cincha y acomodé los serones sobre sus lomos. Como ese cuento ya se lo sabía, no hice más que esto, y el borrico salió de la cuadra solo y se puso frente a la columna a esperar el cubo de agua. Cuando bebió, subí al asno y chasqueando la lengua salimos por la pequeña puerta falsa. Agachando la cabeza, para no descalabrarme, hice esta, que fue mi última reverencia del día, y apuramos el paso por la linde de la sierra. Allí arriba estaba, cuando me despabilé la primera vez. Las siete, dije. Salté de la cama y en media hora, después de la ducha y la taza del café con leche, corría a la oficina. El frió de un abril invernal se clavaba como un cuchillo.
La luz del exterior quema la mitad de la mesa donde los expedientes esperan. Uno, abierto con sus tripas secas de nerviosas letras yaciendo inertes, alineadas. Por el pasillo pasan funcionarios, discuten con tranquilidad sobre cómo resolver un problema al que ningún directivo quiere dar instrucciones, y sí evasivas; repaso lo escrito en la pantalla: “…certificación necesaria del Registro Civil que…
Miro al ordenador y salto sorprendido: las 14.50. Tengo que irme, se me pasó la hora. En casa, sentado después de comer, cierro los ojos con cansancio.  
Despierto y las ramas de la encina se mueven con un vientecillo de poniente. Vuelvo la cabeza y el rucio sigue atado donde lo dejé, en la salida de la trocha, comiéndose las hierbas de los bordes de la charca, próxima a la fuente, que borbotea más arriba. Una abubilla me mira nerviosa vigilando mis movimientos y a mano tengo la hoz con la que estuve cogiendo el esparto. Más arriba, se oyen las piedras del suelo moverse, como si algo o alguien las hubiera desplazado. Pongo atención y al repetirse varias veces con una cadencia parecida, lo tengo claro: alguien viene. Miro al burro y, al verle tranquilo, comprendo que no debe ser ninguna bestia, sino paisanos del molino de abajo, donde voy alguna vez para la molienda fina, que preciso todos los años por el mes de abril. Las vecinas hacen dulces del Santo, pero yo, que no me arrodillo desde hace más de cuarenta años, solo rosquillos, no para celebrar sino para dar galguerías al cuerpo, que es buena herencia que me dejó mi madre.
Mueven las ramas por la trocha y aparece por ella uno de los chicos de Matacabras, el molinero. Saluda con un gruñido y desaparece trocha abajo con el mismo alboroto que trajo. Desato al pollino, cabreado con una moscarda a la que le sacude con los pelos del rabo, y subo haciéndome hueco entre los haces de esparto que asoman por los serones. Me ajusto la gorra de algodón blanco y pienso tomarme con tranquilidad la vuelta. El paso del asno bajando de la sierra, me balancea mientras parlotea un verdecillo y me va adormilando; cavilo sobre los planes de siembra para el invierno y no descarto las coles de Bruselas. Doy cabezadas sabiendo que el rucio nunca sabe a donde vamos, salvo para volver a la cuadra. No hay que hacerle nada: sabe volver. Abro los ojos, siguen las ramas moviéndose con la brisa, las de la higuera que me cubren en la siesta. Las tres. Y con el saborcillo del ultimo rosquillo del postre. Sobre la mesa del patio, el periódico y la bandeja con la taza del café exhausta. La televisión sigue murmurando. Me trae al fresco lo que dicen.

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