20130527

Un embarque prometedor



En el cruce con las cuencas de los pequeños ríos que confluyen al final de valle, sobre la loma roma en la que hubo un prado fértil se encuentra Portabierta, cuyo nombre se debe a que los caminos que llegaban y llegan desde las sierras terminaban juntos al final del valle, allí mismo, abriendo al caminante las rutas del interior a su derecha y del mar a su izquierda. Tierras de huida en las guerras del medioevo, de costumbres añejas, y empeñada por religión vieja. Rica gente en artesanos de toda industria, incluyendo alarifes que dejaron su impronta en caserones tan sólidos como confortables y en recios puentes que aguantan los tiempos con la misma cara de primitiva belleza y reciedumbre.
Una mañana de enero, cuando las nubes de las cumbres bajaron hasta los prados, bajo los castaños de la Fuente del Caño aún se oían cerca los gruñidos de los jabalíes que terminaban de hozar entre las ribera del arroyuelo. Los petirrojos se movían y chasqueaban las leñas de un fuego recién alumbrado por el chico del guarnicionero. Andaba por allí cogiendo hierbas para vender en el mercado y no se tomó prisa alguna para terminar su tarea. Rumiaba las palabras del último capítulo que había leído del libro de Salgari que le regaló el albéitar cuando vino a curar al buey viejo:
 La joven era alta, de tez nacarada y sus cabellos, de oro trigo, estaban recogidos en una larga trenza. Unos ojos grises iluminaban su lindo rostro.
Al ver la carnicería de la cubierta, la joven tuvo un gesto de espanto. Habló al corsario con altivez:— ¿Qué ha pasado, caballero?—Un combate, señora. Un combate en el que ustedes perdieron. — ¿Quién es usted? El corsario apartó su espada tinta en sangre y se quitó el sombrero.—Emilio de Roccanera, señor de Ventimiglia. Pero se me conoce con otro nombre —añadió. — ¿Cuál?El Corsario Negro.
Miró hasta el fondo de la umbría y sus pensamientos estaban ya fuera de allí. Levantó luego los ojos e imaginó que en vez de pisar el suelo de un espeso mantillo húmedo, estaba sobre el entarimado del bajel donde se disponía la acción.
Pero un ladrido no muy lejano le sustrajo de su abstracción y le devolvió a la realidad. Las ganas de escapar y salir al mundo le hicieron recordar cual era la vía más probable.
Le contó el barbero que al final del camino del francés, desviándose a la izquierda por la primera calzada que se aparta, llegándose a la frontera, después de unas veinte leguas, se puede ver el mar desde la última sierra que, bajándola, hace fácil el embarcar para las Américas; allá, en el puertecico donde llegan los bajeles para tomar aire y repuestos para mayor viaje. Los barcos, desde allí, toman vientos que vienen fríos del norte y se abren unas jornadas después poco a poco, al suroeste, así que después de la travesía,  en la que debe estar firme el timón  y horzar con tino, corrigiendo la deriva y dar la cara al oeste en algunas semanas más, virando el timón luego al norte, se llega hasta la tierra firme de un nuevo mundo que aparece dulcemente, como una amanecida tranquila.
Salió del soto de la fuente y fue bajando hasta el pueblo por la trocha que se abre entre los zarzales. En el cielo, encima de la encajonada salida del valle que daba razón al nombre de la población, ciclópeas formaciones de nubes que llaman cumulonimbus de espesa negrura amenazaban con una tempestad. Llego a su casa y cogiendo el llavín que guardaba en el bolsillo bajo del calzón, abrió el portalón que seguía rechinando al abrir y cerrar. En el rellano de la entarimada escalera se oyó el primer y lejano trueno acompañado de la brisa que empezaba a levantar. Hizo su escaso equipaje que guardó en la bolsa vieja de fuelle. No olvidó la carta que guardaba que le entregó su padre antes de irse, el retrato de su madre, y la partida de nacimiento arrugada que tenía desde que le hizo falta para ingresar en el bachiller, eran los tiempos en que había que demostrar que se estaba vivo para poder hacerlo. Una muda y otro par de zapatos cerraban el contenido de la bolsa. Dejó una carta en la mesa del comedor y subiendo el pulso con la cadencia del reloj de pared miró en derredor, como si quisiera guardar en la memoria cuantos objetos había en la casa, y con un suspiro clandestino salió de la casa cogiendo el camino del valle. Al frente le esperaba la tempestad que se cerraba aún más y anochecían la tarde antes de su hora.
Cuando llegó a Petiport todas sus gentes estaban recogidas dentro de las pocas casas que tiene. Humeaban las chimeneas y hasta los perros se habían recogido por la tormenta. El poncho de hule viejo que llevaba chorreaba por la intensa lluvia pero aun impedía que se mojara el cuerpo. Dio tres vueltas y al fin oyó que en una casa un grupo de personas estaban dando risotadas. Se asomó a la ventana y pese a lo sucio que estaba el cristal pudo comprobar que allí debía haber una cantina. Pasó dentro y todos se le quedaron mirando con curiosidad. Pregunto si daban alojamiento y el hombre que llevaba aquello de dijo que por dos monedas de a cinco le daba cama y cena. Aceptó la propuesta  y se sentó en la mesa cercana a unos hombres que parecían marineros. Al momento el cantinero le sirvió sin pedirlo una jarra de vino caliente con un trozo de longaniza. Aprovechó la ocasión para preguntar si sabia de algún barco que fuera para las Americas y, al parecer, los que tenía al lado eran parte de la tripulación de un barco que partía al día siguiente rumbo a Santiago de Cuba. Sin presentarse siquiera les preguntó:
-¿Puedo irme con ustedes en su barco?
El más viejo le dijo:
- Acho que se vendríale ben, capitão quer um menino, aquele que tinha, foi em Portocovo com febre. Amanhã, às cinco horas vê o barco e perguntou.
Al día siguiente, sin mucho dormir y mucho cavilar, llegó hasta el puerto a las cinco, amaneciendo y desde el barco un hombre con barba crecida y canosa le dijo nada mas verle:
-Si eres tu el que quieres venir de grumete, agora mesmo puedes subir rápido, mucho hay que facer.
Soltaron de sus amarras las enormes velas de fuerte lienzo engrasado, ayudando él a soltar la vela de popa llamada cangreja para ir cogiendo oficio con los marineros. Mientras esto hacia, sintió que las ganas de vivir le volvían crecidas. Pensó en lo que dejaba y en todo lo que le esperaba en un nuevo mundo.
Con los primeros crujidos de las cuadernas el barco se fue alejando por la costa como se aleja el día antes de poder vivirlo. Volvió a lloviznar, su cara estaba mojada y roja por la brisa fría del día que alumbraba. Apenas se podía distinguir ya si lloraba o no. 

(Publicado en el periódico " La Tribuna de Ciudad Real el 25 de mayo de 2013)

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