20130804

El sueño del gascón



Contaba el muchacho gascón, cuando hicieron parada en la casa de huerta, recién llegados de Qal'at Rabah, cómo inició su viaje desde su pueblo natal. Decía lo difícil que se le hizo la partida en una noche de vendavales y lluvias, en la que todo le invitaba a quedarse en su casa, al calor de la lumbre, donde su madre y sus hermanos le rogaron que demorase su salida, con lágrimas apenas contenidas. De cómo sus argumentos, cargados de razón, le hicieron un desgarro en el corazón que le llevo a tomar la decisión más comprometida de su vida. Todos sabían del compromiso de su padre, tomado por el vasallaje que tenía para con los Condes de Gascuña, ahora aquí con la Condesa, hoy reina Leonor, desde mucho tiempo atrás, protección y mejora para su familia, y en la que se sustentaba el patrimonio familiar.  Todo eso lo fue considerando por los caminos, entre abetos, hayas y pinos silvestres, en su recorrido por la Gascuña, pasando entre su negra sombra en los días, en su azulada sombra en las noches lunares, que cerraban la contemplación de los cielos y le sumergían  entre tanta vegetación. Eso le ayudó a no lamentar lo largo del camino que le esperaba. En Sarlat, tuvo ganas de quedarse, pues fue gratamente recibido en la  posada donde se hospedó, allí conoció a Adnette, la hija del dueño, con la que estuvo viendo la ciudad y todos los rincones más retirados, allí llegaron a amarse dos veces; entornaba los ojos con su recuerdo y reconocía una hermosa afición. Era moza de pelo brillante, como las plumas de un pato, y negro como una noche de invierno que hacía destacar todavía más los enormes verdes ojos con los que sonreía permanentemente. A ella le dedicó un poema cantado, en la noche de San Gregorio, el trovador de la tierra, Arnaut Guilhem, natural de  Marsan, con el coincidió en su posada. Poema que cantaba las cualidades de las verdes aguas del río Gabas, prendidas en los ojos de la moza, en la tormenta de un mes de junio. Por todo ello se le hizo muy difícil admitir la partida. El posadero confiaba en él y, en el tiempo que estuvo, ambos trabajaron juntos en el negocio, mientras estuvo allí, y lo hacía bien; jurando que no había comido nada mejor que los guisos de la posadera, pues tenía una mano especial para los cocidos de olla y los guisos de caza. Posiblemente, si algún día volvía a su tierra, volvería a buscar cuanto dejó allí. Contó su paso por Biscarretum, que en una piedra, al lado de la entrada de la Iglesia, en el soportal, lloró amargamente por la soledad que sentía, y allí le fueron dadas fuerzas para seguir por un labriego, que le dijo: “mozo, el mundo es tuyo, si lo quieres, es menester que eches  un poco de coraje en tu faltriquera”. Confesó Lucien que lo hizo y hasta el momento, no le había faltado. Algo quebrantado estaba,  porque seguía acordándose de su madre y sus hermanos, que eran lo que más quería. Pero seguía con coraje.
 Entre risas, admitió que se pasó tres días preguntando qué era “faltriquera” y cuando le señalaban abajo, a la altura de la ingle, creía que se refería el labriego a holgar con coraje. Y no llegaba a entender muy bien, cómo debía ser aquello, pues él siempre le había echado mucho valor al negocio. Menester fue que averiguase después que se refería a la bolsa, la poche, que así se le llama por su tierra. La faltriquera, la llevaba él muy escondida en el jubón. Era minúscula y en ella llevaba las monedas de oro que retenía para las emergencias cuando viajaba solo. Ahora no precisaba nada. Los gastos corrían a cargo del alférez  don Diego. Le había tomado afecto y cuando se dirigía a él, lo hacía como recordaba hacerlo con su padre. Reconocía su autoridad y mucho afecto.
 Decía como en la posada “El Gallo” del Burgo de Osma, al pié del horno, sentado en unos haces de jara, en los que habían puesto una estera, una mujer entrada en años, más bruja que virtuosa, le predijo que tendría una vida corta pero llena de emociones. No le quiso aceptar unas monedas por la predicción y, sin embargo, se le mostró con las manos muy diestras en buscar entre las ropas allí donde la sangre sube con prisa y endurece las carnes. Le encogió algo el ánimo, hasta angustiarle, las palabras de la mujer, pero se le pasó cuando le llevaron una pierna de cordero asada, que regó con una jarra de vino rojo como la sangre, de las bodegas que estaban suso el río Ucero.

 Le preguntaron donde aprendió a luchar tan joven y dijo que como había estado muy dispuesto en aprender el oficio de las armas, desde que llegó a Castilla, le fueron dadas lecciones muy deprisa y en el mismo campo donde se libraron tantas escaramuzas como participó; por lo que también anduvo con los ojos abiertos para aprender también a curarse las heridas que le ocasionaron tanta embestida; aunque él traía su arte muy bien cogido con su oficio de arquero. Llevaba un arco al que llamaba Lobou, que no era su nombre sino parecía llamarse algo así  a esos arcos en la tierra donde los hacían, tal y como le había dicho Kerr, el amigo galés que le regaló el que llevaba. Lo conoció cuando acudió a servir al Rey Enrique, allá en Aquitania, donde Kerr servía en el séquito del Rey. Era el arco de madera de yew, que es como llaman en allá a lo que en Gascuña llaman palet, y aquí tejo;  mide algo más de dos varas y un pie de largo; tan fuerte, que lanza flechas de una vara que quebranta la más fuerte cota de malla, o el casco más duro. Con él rompía su miedo ante el enemigo. Su certero tino lo apreciaban todos. En ese punto todos miraron al arco del gascón que reposaba apoyado con las demás armas, con renovado interés. Lucien se mostraba orgulloso de él. Como si fuera una joya, como si hablara de su familia. Al punto tal cansado estaba, y como si quisiera bañarse en sus recuerdos, escurrió su cuerpo sobre la montura que le servía de apoyo y entornando los ojos comenzó a contar muy bajo los versos de una canción aprendida del último juglar: “lesa, e tu non lesas de amar…”  Al momento quedó dormido. En una jornada estaría en Al-Arak, con el rey Alfonso y, su suerte, podría estar echada.

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