20140707

LA ORDALÍA

Sancie, (en castellano Sancha) mujer de Gastón, Vizconde de Bearn, solía salir las mañanas por Sauvaterre, acompañada por sus damas. Encontraban siempre tiempo, complicidad y espacios que ayudaban a escapar de la rigidez del palacio. La localidad de Sauveterre de Bearn, en Francia, en 1170, era un feudo mas, heredado de las clientelas romanas. Así, siempre había señor y sayones o sometidos. Estos eran protegidos de aquél y el señor, dueño de los tributos y levas o reclutamiento obligatorio para sus ejércitos.
Sancie no tenía especialmente interesante su vida. Gastón V, se iba a guerrear y la dejaba sola allí, consciente de que no era lo más principal para él. Por eso no fue extraño que desconfiaran de ella cuando quedó embarazada. No les ajustaban demasiado bien las cuentas de que hubiera sido el vizconde el causante de su gravidez. Nunca se supo si hubo otra causa, aunque todo quedó entre ella y Anter, mozo venido del valle del Roncal que la acompañó para su protección en el cortejo que la devolvió a Bearn por orden del rey Sancho de Navarra, su hermano. Digo esto porque un abate difundió una leyenda sobre la desdichada Sancie. En 1170 la señora de Bearn, recibió la noticia del fallecimiento de su marido cuando estaba encinta. La gente del pueblo llano vio en este embarazo la esperanza de la descendencia del vizconde. Así pues, día tras día, fue aumentando la confianza en el niño que había de venir para la estabilidad y tranquilidad de la población. No en balde, en aquella época, si faltaba el señor podía haber situaciones críticas, incluso conflicto militar, con los derechos de herencia y poder del señorío; y, como no, si había situaciones críticas, los que habían de pasarlo peor eran los del pueblo llano, no tanto los nobles.
Así pues, día tras día, seguían todos la marcha del embarazo y agasajaban a Sancie cuando la veían pasear por la ciudad. Hasta que llegó el día en que le vinieron los dolores de parto y corrió la voz por todos. Llegaron médicos disponibles en las ciudades próximas y siguieron de cerca la marcha del nacimiento. Cuando llegó el momento del alumbramiento, los médicos se dieron cuenta que algo no iba bien. Así fue, el niño no tuvo buen parto y parece ser, según decían, que incluso vino mal, deforme. Nada mas nacer murió. Cuando esto se supo, corrió el rumor, posiblemente difundido por alguien con torcido interés, y no precisamente en que asumiera el poder la vizcondesa, de que ella había matado al niño. No acertaron al enterrar al niño en lugar oculto, por vergüenza de su nacimiento anormal. Por todo esto el rumor fue creciendo y llegó hasta su hermano, Sancho VI de Navarra. Acudió a Sauveterre para conocer de primera mano los hechos y una vez allí,  compelido por las circunstancias y creyendo lo mejor para salvar la influencia en toda la Gascuña, recomendado por los obispos consejeros que se hicieron oír, no se le ocurrió mejor remedio que acudir a las costumbres antiguas, y así resolvió someterla a una Ordalía o Juicio de Dios.
Cuando se supo esto, llego al conocimiento de Anter, el joven navarro, desde su partida de Navarra, guardia personal de Sancie. Nada más saberlo, Anter demudó su color y le pareció que los cielos como su interior se sometían a un tempestuoso tormento. Angustiado, lleno de  gran temor, fundado, de que su señora, a la que tanto quería, estaba en  trance de morir con toda probabilidad. Porque la Ordalía consistía en que iba a ser arrojada desde lo alto del puente de Sauveterre, atada de pies y manos al lecho del río Oloron, que no solo era profundo sino que, en esos días, llevaba una corriente muy viva. Si moría, sería razón de que era culpable de la muerte del niño, si sobrevivía, era probada su inocencia. Así las cosas, se preparó el lugar para dar la solemnidad precisa, con un estrado donde se oficiaría misa antes del juicio de Dios.
Mientras Anter, enloquecido por las noticias salió del castillo y estuvo dando vueltas por la ciudad como si estuviera encerrado en un inmenso calabozo, y anduvo de calle en calle para pensar qué podría hacer por su señora. Liberarla era imposible, ya que estaba custodiada por los guardias del rey Sancho. Mientras esto hacía, en una de las calles más recónditas del burgo, vio como unos chicos jugaban a la pelota con una vejiga de cordero curtida e hinchada. Le pareció muy ingenioso el instrumento de juego y quedó pensativo.
Llegó el día del proceso y del sometimiento a la ordalía. Allí, en el puente, las piedras de su fábrica quedaron iluminadas por los colores de los vestidos de oficiar de los obispos, el rojo de los monaguillos y las blancas albas de curas y auxiliares. Los caballeros también iban con todas sus galas y estandartes, y a Sancie la vistieron con túnica blanca de algodón fino que, si bien aliviaba el peso, la hacia tiritar de frío y del pánico que no podía disimular. Llevaba las manos atadas y al llegar al estrado le ataron los tobillos mientras las lágrimas hicieron brillara su hermosa cara. Cuando todo estuvo preparado, dos guardias del rey la levantaron como si fuera una criatura, se acercaron al pretil del puente y, a la voz del obispo, la arrojaron al río Oloron. Tardó tiempo en llegar al agua, la altura era mucha y el golpe que dio en el agua auguró que la pobre mujer no tendría muchas posibilidades de sobrevivir con sus extremidades atadas. Algún grito se oyó entre el público que presenciaba aquel funesto espectáculo. Pero después se hizo un silencio profundo, como las aguas que la habían engullido y de la que solo se oía su fragor. Esperaron un tiempo y pasados cinco minutos, suficientes para que una persona quede ahogada, empezaron a cerrar el acto y levantar la sentencia. Hasta que se oyó un grito: -¡Allííí!, ¡en el recodooo!.. Efectivamente, en una distancia de tres tiros de flecha, estaba Sancie, nadando viva.
La alegría fue inmensa, Dios había declarado la inocencia de la señora y todos la aclamaron.

Tres días después, recibió Sancie en sus aposentos la visita de Anter al que había llamado. Cuando estuvieron solos le dijo: -Gracias Anter, te debo la vida. Al desatarme, darme el aire de la vejiga  de vaca y la caña con  la que pude respirar, me dio el aliento que solo un buen amigo puede dar. Yo no maté al niño. Tú eres un buen hombre y tu ingenio te honra. – No me las de señora, solo con haberla ayudado estoy feliz. Y así vivieron los dos, cerca, y haciendo buena su compañía.
(Publicado en el periódico "La Tribuna de Ciudad Real" el 5 de julio de 2014).

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