20140730

EL VASO CANÓPEO


Me mandó un telegrama, y daba el número de teléfono de su hotel en El Cairo, el profesor Herbert Rüdiger Ricke, un día de junio, a principio de los sesenta. Por aquel entonces estaba muy ocupado en las excavaciones del Templo de Userkaf. Arquitecto, y formado en la Bauhaus. No me sorprendió todo lo que me dijo cuando se puso al teléfono. - ¿Alberto? Me alegro de oír tu voz. Sabes que te aprecio y por eso quiero implicarte en los trabajos que tenemos aquí en Egipto. Sé que la Universidad ya te ha dejado libre de clases y me haces falta aquí. – Profesor, cuanto le agradezco sus palabras. Me alegro yo también de oírle, y más de lo último que me decía. Que me requiera, me suena a música, de verdad, me encantaría, pero, profesor, no tengo manera de que me financien. Lo podría intentar pero, ya le anticipo, sería  improbable. – No, no; no se preocupe, Alberto, tengo fondos suficientes para traerle hasta a aquí y para que su estancia sea lo más confortable posible, dígame a que cuenta le mando el dinero del viaje, y los billetes del barco se los envío por agencia, hasta su domicilio. Lo haré con toda la urgencia posible, usted vaya preparando todo. ¿Conforme, querido amigo? – Esta bien, conforme y contento. Estaré impaciente. Muchas gracias por su confianza Herbert,  no sabe lo feliz que me hace. Hasta pronto pues. – Hasta pronto, Alberto, gracias a usted, confío plenamente en su capacidad. Auf vieder sehen, amigo.
Los días siguientes fueron excitantes, tardé poco en hacer el equipaje, que permanecía hecho en el cuarto de invitados en  casa. Había metido mi minirasqueta, pinceles, piezas de dentista y cucharillas. Sabía que allí me darían todo lo preciso, pero me sentía cómodo con mis cosas. Llevaba libros del Metropolitan subrayados y con referencias, y, como no, el libro del profesor Ricke,  Observaciones sobre la arquitectura del Antiguo Egipto.
Salí del puerto de Alicante en barco que me iba a llevar hasta mi destino y, ensimismado en las olas que iban saliendo del empuje del barco, solté mi imaginación. Recordé rápidamente mis estudios sobre los depósitos y los ritos funerarios de la época en que decían pertenecer los monumentos encontrados por Ricke.
Me relajé y pensé en hacer un viaje placentero. Al día siguiente, tumbado en una hamaca en cubierta, se paró delante de mí un niño de unos cuatro años que dio conversación. Sin darme cuenta le  confesé en un minuto, cual era mi destino, mi profesión y lo que esperaba encontrar. Miraba el chico con algo de incredulidad, o quizás intriga. Salió corriendo hasta donde estaba su madre: una preciosa joven, de piel muy fina, ojos grandes, manos delicadas, que transparentaban sus venas y, mirándome, me espetó sin grandes preámbulos: - ¿Es cierto que va usted a Egipto a excavar? –Si, en efecto, voy a participar en un proyecto de excavación alemán. – Me encanta ese tipo de trabajos, los creo muy interesantes y misteriosos. ¿Le importaría contarme sus conclusiones cuando termine su trabajo? Perdone mi atrevimiento pero, desde que enviudé, he perdido ese tipo de respeto. – Vaya, lo siento. Pues no se preocupe, si me da sus señas, yo le escribo y le comento lo que resulte, es usted muy amable por interesarse. – Muchas gracias… ¿Como se llama? –Alberto Urbicain. – Bueno, luego le doy en un sobre mis señas. Y se alejó con una sonrisa que me dejó con ganas de seguirla hasta el final del Helesponto.
Los siguientes días, estuve empleado en leer intensamente, y en hacerme el encontradizo con Claire, la madre del niño. A la que le recordé, quizá con demasiada insistencia, en que me diera sus señas. Afirmaba siempre y sonreía con una dulzura poco común. Cuando me despedí de ella y del niño en Alejandría, me entregó un sobre con sus señas en el que había también un pendiente en forma piramidal con el ojo de Horus, hecho con una traza de oro muy fina, casi un hilo grueso. Dijo que era un regalo. Lo cogí sin rechistar como recuerdo de ella.
En el El Cairo, me esperaba en el Hotel un empleado del profesor. Mi cablegrama desde el barco, avisando de la llegada, hizo se efecto. Hablamos Herbert Ricke y yo en la terraza del hotel, a media tarde y  terminamos a la hora de cenar, con baba ghannoush, un puré de berengenas que estaba algo cargado de ajo, y las empanadas de verduras que llaman sambousek. Me puso al día de lo que estaban haciendo y de lo que quería de mí: un yacimiento cercano al del profesor, que trabajaba en el templo de Userkaf.
Al día siguiente, me recogió a las 6.30 en el comedor del hotel y, después de desayunar, salimos; nos esperaba un operario con un jeep algo viejo. En algo más de media hora llegamos a Saqqara, donde están localizados todas las construciones del último rey de la IV dinastía, Userkaf. Me acompañó más allá donde estaban abriendo una construcción pequeña; allí trabajaría yo. Al entrar, en la trinchera abierta donde estaba la entrada, me impresionó la construcción. Dos enormes piedras verticales dejaban un espacio de apenas un metro que habilitaba la entrada, compuesta por tres piedras, una arriba y otra abajo, fijas, y la de en medio, retirada sin grandes problemas con dos grandes ventosas. Era el enterramiento de un médico, probablemente vinculado a los faraones de la dinastía V.
Faltaba por hacer practicable la entrada final de la tumba. Me entregué a mi trabajo y en dos semanas pudimos entrar. Estaba completa. No parecía que la hubiera profanado nadie jamás. Como así se comprobó cuando fue estudiada con precisión.  Todo se fue analizado por los arqueólogos del Museo Nacional, salvo el interior de un vaso canópeo que se decidió dejarlo para más tarde.

Le escribí a Claire y le di cuenta de lo encontrado y las conclusiones a las que llegamos. Me contestó dándome las gracias y finalizaba su carta diciendo: Cuando abran el vaso, tendrás el otro. Me dejó muy intrigado con aquellas palabras, que no llegaba a entender su significado.  Pero años más tarde lo comprendí. En el año 1979 me invitaron los expertos del Museo, junto con otros de la Universidad de Hanover,  a la apertura del precinto del vaso canópeo que encontramos en la tumba de Saqqara. Fui y asistí al acto. Se analizó el precinto y era original de más de 4000 años. Sorprendentemente y fuera de lo usual, junto con los restos de las vísceras, había un pendiente, igual que el que me regaló Claire. Estaban hechos del mismo modo, en la misma época, y con el mismo troquel. Ni ellos ni yo supimos explicar, qué hacia el pendiente en el vaso, ni quien pudo tener y luego poner en circulación el otro. Y yo me pegunté para mí: ¿Cómo sabía Claire que estaba el otro allí?
(Publicado en el periódico La Tribuna de Ciudad Real el 26 de julio de 2014).

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