20131202

EL SUEÑO DE LA RAZÓN


En Ourense, se abre para mí el día por las ventanas que asoman al río Barbaña. Apenas hay luz, que crece lentamente, con prudencia desconocida, en un amanecer invernal. En un momento, apenas una ducha, un desayuno caliente, y la niebla sutil llena con un blanco velo toda la ciudad, la calzada, mojada, brillando con la brillante luz que transporta.

Las brumas, en la Praza de Concepción Arenal traen la épica de lo ignoto. Con ellas se me desborda la imaginación y apenas puedo evitar el empezar a fabular historias, de las que tratan del invierno, que acuden con la niebla. Al momento, me acuerdo de lo que me contó un viejecito de  Rioja que vivía en San Amaro, y llevaba los periódicos a la librería de la Rúa de Sáenz Díez, próxima a mi domicilio. Me dijo que su nieto, llamado Ciprián, era un chico algo miedoso. Posiblemente por la afición de su abuela a las historias tremebundas que le contó desde muy pequeño. Por eso, una noche  que se acababa de acostar, arriba, en el sobrao, que habían arreglado de manera confortable y donde le acomodaron, estaba con los ojos abiertos y desvelado  por los ruidos que ocasionaba un viento racheado que presagiaba temporal. Permanecía encendida la bombilla antigua de 25 watios, con filamento de wolframio, que apenas iluminaba como una candela. Abajo, encima de la mesita, estaba el trasformador de la luz de 220 a 125 watios. Desde la calle  se proyectaban las sombras sobre la pared de enfrente y, dependiendo de que luz lo hiciera cambiaban de posición. Por eso, cuando un golpe de viento apagó la luz de la bombilla de la calle que estaba mas próxima, se oscureció todo excepto la escasa luz que seguía entrando entre las hojas de madera del ventanuco y que hizo cambiar la proyección de lo que debía haber en la calle. Aterrorizado vio, en la pared próxima a su camastro, la silueta de lo que se podía identificar como el perfil de un hombre encapuchado con una prominente nariz aguileña y la boca entreabierta en una sonrisa sardónica, que, como se sabe, es un rictus parecido a la sonrisa, pero que obedece a sentimientos alejados de alegría o complacencia feliz, y demuestra, las mas de las veces, crueldad. Recordó al criminal escapado del que hablaban en el pueblo. No sabia que hacer, se metió más entre la ropa y con apenas asomando los ojos se quedó petrificado, sin capacidad alguna de poder gritar, que era lo que mas deseaba. Tiritaba castañeteando los dientes y no dejaba de observar los movimientos lentos del perfil que veía y que se avivaban conforme el silbar del viento y los golpes de la puerta del corral. Así estuvo durante más de dos horas hasta que el agotamiento, y el sueño le dejaron dormido hasta el día siguiente. Cuando despertó sobresaltado, sin haber soltado la tensión sufrida por la noche,  y al oír los cacharros de loza en la cocina que su madre trasteaba preparando el desayuno, las brumas de diciembre se habían apoderado de todo el entorno. La luz blanca de las ocho, entre la niebla, daba una apariencia sobrenatural a la amanecida y Ciprián se sintió feliz por haber superado el penoso trance nocturno. ¿Se lo contaría a su madre? Decidió que no. Le podía más su temor a que le tomaran por miedoso, por mentiroso o quien sabe si por loco, que decir una verdad que le había aterrorizado. Pasó el día muy animoso, después de ir a la escuela y comer, se prestó voluntario a cavar las tablas de grelos que había en el huerto y que estaban llenas de hierba y no le molestó, como otras veces, sacar el estiércol del establo, comprobando una vez mas cuánto sueltan las vacas cuando pasan varios días sin que las limpien. Cansado, y bien cenado, estuvo harto remiso para irse a acostar, posiblemente por la experiencia de la noche anterior;  y así estuvo casi una hora dando excusas para no cumplir con el mandato de su padre que le mandaba a la cama. Pero como todo no se puede demorar indefinidamente, con una voz que sonaba a ultimátum, despachó levantándose un –bueeeno..., y, despacio, subió pisando con parsimonia los escalones de la escalera de tarima. Hacía esa noche mucho frío, y el viento había vuelto como la noche anterior. Se desvistió y corriendo se metió en su camastro en el que su madre había puesto una manta más encima de las que ya tenía. Con el embozo hasta la nariz, asomado por él, no hacía más que mirar hacia la pared en la que vio reflejado el terrible perfil que había visto la noche anterior y no había nada. La luz del exterior de la casa, la que venía de la calle se proyectaba en la pared de enfrente y solo se veían las siluetas de las hojas del árbol próximo con mucha claridad. La bombilla de la calle estaba encendiéndose y apagándose con los golpes de viento, hasta que, pasando un cuarto de hora se apagó definitivamente y... entonces volvió a ocurrir: ¡allí estaba el perfil del hombre con nariz aguileña que le había aterrorizado la noche anterior! Parecía acechar. Seguía moviéndose abriendo y cerrando la boca como si estuviera susurrando alguna cosa, como si estuviera hablando consigo mismo, maquinando alguna maniobra siniestra. Parecía inclinarse sobre el ventanuco y, en ese momento, un golpe seco llenó el dormitorio de Ciprián, dio él un grito muy desgarrador y, tiritando de terror, se desmayó.

Cuando recobró el conocimiento, estaban sus padres y su abuelo junto a él y le interrogaban angustiados que era lo que había pasado. Les contó como pudo su tremenda experiencia y, cuando miraron hacia la pared donde él veía la silueta, ya no había nada. La bombilla más próxima de la calle se había encendido de nuevo y solo se proyectaban las hojas en la de enfrente. Intentaron convencerle que solo eran los árboles y, cuando estaban terminando de su explicación, se volvió a apagar la bombilla exterior, y apareció la silueta. Fue su padre decidido a asomarse al ventanuco y vio el origen de las sombras: Era una conjunción entre unas tablas y dos plásticos que habían sido parte de una plataforma improvisada de la protección de la chimenea para sujetar la tela metálica que impedían entrar a los pájaros, que el viento habría desplazado de su sitio.  Cuando me contó esta historia el abuelo de Ciprián, me acorde de la leyenda que puso Goya en uno de sus grabados: “El sueño de la razón, engendra monstruos”.
(Publicado en el diario La Tribuna de Ciudad Real el 23 de noviembre de 2013)

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