20131209

La memoria de Max




Hace tiempo, cuando iba de madrugada a trabajar a Madrid en el tren, tuve de compañero a un viejecito animoso, Max dijo llamarse, que me dijo: - No puedo dormir en el tren, aunque lo intento, pero no puedo. ¿le importa que hablemos? Si le molesto, dígamelo, a veces no se sabe bien cuando uno debe terminar y callar.
- No se preocupe, no molesta.
- Gracias. Todos los trenes son más o menos iguales, aunque cada uno de ellos tiene su olor especial. Cuando fui, varias veces, por el Transiberiano, olía a humanidad. Pero a la media hora ya ni te acuerdas. La ciudad más cercana después de Moscú es Vladimir, a 210 kilómetros, tres horas después. Lo que parece poco una vez que llegas a la primera gran ciudad como es Perm, después de 19 horas de viaje, y es solo el principio de su recorrido, que termina en Valdivostok a los seis días, después de recorrer 9.298 kilómetros. No hace falta pues ambientadores. Así, si decides ir hasta el final, el dormir, comer y pasar el tiempo lo mejor que se puede es todo un desafío que hay que tomar con tranquilidad. Los compañeros de viaje terminan por ser alguien conocido, que te cuentan su vida. Las estufas de cada vagón son un punto de encuentro, varias horas al día, y son ellas las que dan un poco de confort al viaje, cuando se ve a través de los cristales el hielo. El olor del tren llega a ser aceptado como algo normal y las papilas olfativas, créame, terminan por saturarse del olor de humanidad no muy aseada que es harto desagradable, y que, tras unas cuantas horas, ni te acuerdas de él. Allí, la última vez que viajé, conocí a un teniente del Ejercito Rojo que había estado en la batalla de Leningrado. Me dijo que fue entonces cuando comprobó hasta donde puede llegar la resistencia humana, ante el hambre y la adversidad. Después de aquellos días ya no fue el mismo. Todo le parecía trivial y solo le importaban los sentimientos. Desde luego era así, porque un hombre mayor de gran experiencia, forjado en la disciplina militar, y tomando decisiones muy duras, se puso a llorar cuando vio a un niño, que  teníamos enfrente, cuando acariciaba la cara de su madre.
Cuando decía Max esto, recordé escenas como esa en los trenes de carbón de aquí y como olía a chorizo y escabeches el de tercera clase en el que solíamos hacer este trayecto a principio de los sesenta. Solía oler a vomitado, la gente se mareaba, y no había manera de quitar semejante olor. Ni siquiera por el penetrante olor a carbonilla que entraba por las ventanas y las rendijas del suelo de las plataformas.
- Una vez pasada la primera ciudad del Transiberiano, -decía Max- cada parada se siente más lejos. Mucho más lejos. Por lo que finalmente se acepta con paciencia el discurrir del tren, dejando el destino en manos de los dioses. Todo un viaje. Un uzbeco llamado Arkin me abordó al salir de Krasnoyarsk,  decía que, para él, solo el viajar era la prioridad mas alta, llegar para él no es sino otra cosa, que no tiene nada de relación con el viajar. Tenía una curiosa teoría sobre el tiempo y el espacio que no entendí. Marchaba a ver a un hermano que tenía en Ulan Ude, al que no veía desde que estuvo él en la primera guerra de Afganistán, con la URSS, y no se sentía mas lejos de su hermano que cuando estaban juntos y se iba él a trabajar mientras él asistía al Instituto. Sin embargo, cuando lo recordaba ahora, después de tantos años, se le llenaban los ojos de lágrimas. Por la privación nada mas, no por otra cosa. -Yo – decía Arkin- que no derramé ni una sola lágrima cuando murieron mis padres, mis seis hermanos y cuatro de mis siete hijos, y los quería mucho, ahora lloro por cualquier cosa. Creo que con el tiempo se ablanda el corazón, o simplemente olvidamos las malas experiencias y solo tratamos de recordar lo bueno. Debe ser eso, digo yo. Antes, sacar a la familia adelante con las dificultades, no daba para muchas lágrimas y si para mucho cavilar y buscar salidas. Ahora que no tengo a nadie del que cuidar, lloro como un niño por cualquier cosa. Como hice en el invierno en la batalla de Moscú. Parecía terminar el mundo. Tantos muertos , por el fuego enemigo y el amigo, por el frío y el hambre, sin embargo, ahora, de todo aquello, solo recuerdo con claridad, la imagen de un tilo helado en el que se posó, creo que un ruiseñor, y al cantar en el silencio de una de las pausas de la artillería y el miedo de la infantería a dar con el menor ruido la posición al contrario, se oyó su canto por todas las calles de aquel barrio de Staryi Arbat hasta donde abarcaba el oído. Que con la densidad del frío el aire llegaba lejos. Nada más que el canto del pájaro, con las casas arruinadas cubiertas por la nieve al fondo, en silencio, y un cielo gris refulgiendo a las doce de la mañana. En ese momento se borró todo, los muertos, la ruina, el hambre. Lloré como un niño. Ahora ese barrio es un precioso sitio donde tomar un buen café y oír a los músicos ambulantes.
Algo parecido – continuó Max- es lo que pasó en el 76 cuando llegábamos a la estación de Bristol Temple Meads, llena de gente, unos venían y otros iban, con mucho ruido y algarabía y, sin saber cómo, un joven dio un grito: I passed! Todo se paró. Nos quedamos mirando a aquel pelirrojo con el brazo en alto, y con las mejillas enrojecidas, que rompió en un grito toda su contenida alegría que dejó sin habla y movimiento a todos. Cada uno estaba en lo suyo. En ese momento supongo que más de uno pensó en lo que le motivó a decir aquello, y sin embargo, apuesto a que ninguno coincidía en concretar a qué se refería. ¿Algún examen de los estudios superado? ¿alguna prueba de trabajo o en el carné de conducir? o alguna prueba difícil que ellos mismos hubieran querido aprobar. La mayoría sonreían y una viejecita le dijo a viva voz Congratulations! Que provocó la risa de algunos y la sonrisa de los más, (alguna puso cara de pocas fiestas). En las estaciones, en los trenes la gente se entrega a una actividad fuera de lo común. Como si el viajar  fuera una prueba que hubiera de cambiar nuestra forma de vida, y no es más que un jodido tránsito, y nada más. ¿Te estoy dando la lata, no?
No, no se preocupe,- dije- me gusta escuchar a gente como usted, con experiencia. Siempre se aprende algo.  Me miró haciendo una pausa y, sonriendo, siguió sus narraciones.

Así fui llevando el viaje con el hombre aquél que no hacía más que hablar y contar cosas, aparentemente inconexas. Pero hace tiempo que supe que, en lo tocante a la comunicación humana,…nada hay inconexo. La memoria, era su vida, que quería compartir conmigo.
(Publicado en "La Tribuna de Ciudad Real el 30 de noviembre de 2013)

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