20131218

UN EXTRAÑO INCIDENTE




Viví en Ourense un tiempo y sentía pasar los días como si estuviera en un sueño. Creo que eso les suele pasar a algunos de los que somos de la meseta sur cuando salimos de ella. Tenía que comprar el pan y fui, como todos los sábados que podía, a la panadería de San Francisco, a comprar pan recién hecho. Sospecho que comprar el pan caliente puede ser un augurio de hacer cosas sencillas y fundamentales. Miré a la estantería. Los más grandes a la derecha y los pequeños a la izquierda. Las empanadas habían llenado con su penetrante olor toda la panadería y apenas sabría distinguir dónde estaban las de carne y dónde las de marisco. La mujer del panadero atendía al personal y, en ese momento, lo hacía con una joven de aspecto delicado, muy pálida y con la tristeza metida en ella hasta los huesos. Apenas se le oyó cuando pidió lo que quería. Cuando le dio el pan le sonrió y le dio las vueltas diciéndole: -Grazas cariño. Ella se despidió con un: - De nada, ata logo.
La vi salir, cruzar la calle y bajar hacia la Catedral. Asomó el panadero por la puerta con la cara roja como de venir de las profundidades del infierno, y lleno de harina. Supongo que para observar a la parroquia o aliviarse del encierro y, en ese momento, me preguntó su mujer cual quería. Sin darme cuenta, aun sabiendo poco de gallego, posiblemente por estar oyendo hablar a la mujer en su idioma a las parroquianas, le solté inconscientemente: - un pequeno, señalando a los redondos. - Un euriño, me dijo, y pagando cerré la transacción saliendo despacio de la panadería, después de guardar en la memoria cada una de las sensaciones y olores que retuve. El sol llenó el barrio de San Francisco esa mañana  y bajando hacia el casco antiguo recibí el perfume de un árbol en flor cuando crucé el paso de cebra. Parecía un peral, pero ¿a quién se le ocurriría plantar un peral en el cruce de una calle?
 La catedral se dejaba querer aquella mañana y lucía con una luz inusual; apenas había trafico por las calles. Acabé en la cafetería de costumbre con una gran tranquilidad, no quería conflictos. Lo digo porque lo noté cuando me dieron un capuchino, habiendo pedido café con leche. Me lo bebí con tanta resignación como disgusto, pero… no dije nada. Simplemente me lo bebí. No me gusta el capuchino.
  Leía el periódico con atención y vi pasar la vida del mundo en un instante. Oía a la gente de las mesas hablar y decían lo mismo de siempre. La crisis no puede con la conversación común, ni con las ganas de vivir y de comunicarse. Pareciera que repiten lo mismo de siempre, pero, todos los días cuentan otras cosas. Lo necesitamos para sentirnos vivos.
La ciudad estaba tranquila, paseaban, iban y venían todos los vecinos que salían al ver el sol cálido de un sábado hermoso y yo, solo quería que se alargara lo más posible para descansar. Toda la semana acumulé cansancio para meses. Pero estaba seguro que cuando llegara el lunes me pondría en marcha, como si nada hubiera pasado, como si estuviera más fresco que una lechuga. Seguía por la Rúa do Paseo con el paso corto que suelo emplear cuando quiero recrearme en el día de descanso, cuando una bicicleta casi me arrolla. Cruzaba la calle y cerca de la estatua de bronce de la lechera, que ve pasar los días en medio de la calzada, haga frío o calor. Debía haber optado por atropellarme a mí antes de hacerlo con ella, y darse un golpe que seria mas duro, así, tuve que dar un salto para eludirle. Pasado el susto, me dirigí al banco,  que estaba cerca,a sacar algo de dinero. Me pareció ver a la chica pelirroja, pálida y triste que vi en la panadería, en ese momento entraba en la sucursal. Llegué hasta allí y nada mas entrar estaba una señora con una niña chica sacando dinero del cajero, arriba de la escalera del vestíbulo. Detrás había un hombre muy mal encarado que no hacía más que mirar para todos los lados. Cuando el cajero vomitó los billetes de la señora, el hombre cogió a la niña y con una navaja que puso al cuello, amenazó a la señora diciendo: - dame el dinero tía, o rajo a la niña… La mujer dando un grito desgarrador alargó la mano en la que tenía al dinero y suplicó al atracador que dejara a la niña. Todo era trágico y  muy violento; las pulsaciones me agobiaron la garganta. No sabía si debía intervenir para evitar que le pasara algún mal a la niña. Sin embargo, sin esperarlo nadie, la chica pelirroja, pálida, muy triste, se acercó lentamente al atracador, le cogió la mano donde sujetaba la navaja e inmediatamente ésta cayó al suelo. El atracador se quedó paralizado y, con una cara de un terror que le invadía, salió corriendo sin coger ni la navaja, ni el dinero que le ofrecía la señora. Así se resolvió todo. Se arremolinó la gente de la oficina bancaria y todo eran preguntas sobre el incidente. Nadie dijo nada de la intervención de la muchacha, como si ninguno la hubiera visto, antes bien decían que el atracador había dejado caer la navaja al suelo y algo debía haber visto que le asustó y salió corriendo. Nadie le dio las gracias a la muchacha, salvo las que le di yo cuando me miró. Apenas esbozó una sonrisa.
Al sábado siguiente le pregunté a la mujer del panadero si conocía a la muchacha que desapareció sin saber cómo. Me dijo que no la recordaba. Puso cara de extrañeza cuando se lo pregunté. Parecía que nadie la vio salvo el que os lo cuenta.
(Publicado en "La Tribuna de Ciudad Real" el 7 de diciembre de 2013)

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