20150727

LA CASA AMARILLA

Urbicain. 19 de septiembre de 1974 jueves.
El miércoles, 15 de mayo recibí carta de Lorian de Salignac, mi compañero de estudios en la Universidad de la Sorbona en Paris. Recordaba nuestros días del 68 y mandaba un paquete con fotos y documentación que había recogido. Me invitaba a que fuera con él a Arles en julio. Tenía mucho interés en que hicieramos una investigación en los muros de una casa, para averiguar si podría haber tenido modificaciones que pudieran ser, posiblemente, un antiguo escondrijo escondiendo objetos u objetos que tuviera gran valor histórico o artístico. En todo caso una investigación de interés. Lorian me daba su teléfono y pedía que le llamara; aceptara o no: quería hablar conmigo.
Como pedía, le llamé ese mismo día y ante mis tibias escusas, que venían por mis obligaciones en la Universidad, dijo que no me apresurara. Sabía de mi trabajo universitario y de que siempre me gusta ser serio con mis compromisos. Dijo una cosa que cambió mi postura inicial: -Alberto te estoy hablando de una investigación en un lugar que seguro te va interesar: ¡En el número 2 de la Place Lamartine en Arlés! -¿Y? – Le dije, no sabiendo muy bien a qué se refería. –Alberto… ¡es la casa donde estuvo viviendo Vincent Van Gogh! Eso evidentemente disipó todas mis dudas. Además, Lorian  tenía reservadas habitaciones en el Hotel D’Arlatan en el 26 Rue du Sauvage y autorización de los propietarios de la casa del número 2 de la Place Lamartine, más conocida como La Casa Amarilla, todo para la semana del 8 al 14 de julio, con posibilidad de ampliar tiempo. Así pues, como todo ello era totalmente compatible con mi trabajo en la Universidad, le dije que sí, que iría y así lo hice: el sábado 6 de julio llegué hasta Arlés en el Citroen DS Tiburón. El viaje hasta la Junquera fue entretenido y fui disfrutando del paisaje. Sin embargo, a partir de allí, y una vez que  me fui adentrando en la Provenza fue una autentico disfrute. Llegué a Arlés, allí esperaba Lorian y empezamos a hablar del asunto en la cafetería del hotel D’Arlatan. Dijo que estuvo alojado en la Casa Amarilla unos días y uno de los empleados de la panadería más cercana, que había sido albañil durante muchos años, le enseñó las habitaciones donde estuvo viviendo Vincent Van Gogh. El el dormitorio próximo al que figura en el cuadro del pintor, que era donde dormía él, en una de sus paredes, habían observado señales inequívocas de que se habría hecho obra hacía tiempo para reformar parte del lienzo de pared, concretamente una superficie de 50 por 60 centímetros.  Quería que lo viera yo por si mi opinión de arqueólogo pudiera ser buena para convencer a las autoridades para una investigación que propiciara remover lo presuntamente hecho y ver que había detrás y si esa obra pudiera haber sido hecha entre el 21 de febrero de 1888, fecha de la llegada a Arlés de Van Gogh y mayo de 1889, fecha de su reclusión en en el asilo de San Remy de Provence. Quedamos Lorian y yo en recabar documentación para poder sacar información sobre la vida del pintor, entre la que se incluyó las cartas a su hermano Theo. Le expliqué que para hacer una ejecución como la que proponía, no bastaba las meras suposiciones sino indicios serios, con base documental que dieran base para esperar una hallazgo de especial valor.
Lorian estuvo desde aquél día empeñado en las búsqueda de antecedentes y se desesperó por la escasa información que pudo conseguir del tiempo que estuvo Vincent Van Gogh en aquella casa. Pero esta frustración terminó por cambiarla, dada su habitual habilidad para enfrentarse a las dificultades, con las gestiones que hizo con la propiedad para que le dieran permiso para hacer una calicata en la pared a la que me refería. Lo cierto es que, un buen día, de aquellos en los que estuvimos en Arlés, se presentó muy temprano con un oficial albañil; subimos al cuarto de la casa amarilla y, con una somera explicación que le dí al operario, y las advertencias de los cuidados que debía tener para evitar daños irreparables, empezó con un cortafríos a dar pequeños golpes en el lugar señalado. Vimos cómo el muro no tenía, detrás del yeso, piedra alguna, lo que ya era un buen indicio, puesto que el resto de él, si las tenía. Después de unos minutos en los que fue aumentando el agujero que se iba haciendo, vimos que cedía la argamasa y dejaba lugar para un espacio hueco. Iluminamos el interior con una linterna y no parecía haber nada. Lorian, que se impacientaba, me miraba con ansiedad como interrogándome sobre si quisiera que se abriera más el hueco.  después de estudiar las posibilidades y ante la evidencia de no verse objeto alguno en el interior por la zona que iluminaba la linterna; autorice al albañil que prosiguiera el trabajo.
En ese momento me acordé de aquel incidente que me ocurrió en la excavación de una tumba en el Valle de los Reyes, cerca de Luxor, en la que la ansiedad hizo que me precipitara y metí la mano: estuve a punto de que me picara una escorpión, con el consiguiente susto y neurosis que cogí, y todavía me dura, hacia esas situaciones. Desde entonces tengo un temor arraigado a los huecos oscuros. En este caso, en un inmueble dentro de una ciudad y un primer piso es muy improbable que pasara algo semejante, pero el miedo es una cosa que no suele atender a razonamientos:  por eso, corriendo el riesgo de dañar algún objeto oculto di mi autorización para proseguir.

Con el cuarto golpe del cortafrío, cayó el cascote mas grande del lienzo de ocultación que habían superpuesto a una especie de hornacina y quedó a la vista todo su contenido. Había un pequeño paquete envuelto en papel atado con una vieja cuerda de bramante bastante deteriorada y todo cubierto por goterones de yeso y polvo que debieron depositarse al cerrar la hornacina. Me miró Lorian con cara de excitación y, con las manos, le hice una señal para que lo cogiera. Así lo hizo y minutos después estábamos despidiendo al albañil, al que Lorian pagó de manera tan generosa que se fue dando las gracias y repitiendo varias veces que si queríamos algo más que le avisáramos. Nos sentamos cerca de una vieja mesa que teníamos disponible y tuve que lidiar con la dificultad de desenvolver el paquete con mucho cuidado y los requerimientos de Lorian que se le agolpaban los nervios. Al despejar el último pliegue se descubrió su secreto: No eran cartas de Van Gogh, que hubiera guardado allí, ni de Gauguin, ni tampoco documentación que nos diera nueva e interesante información sobre los dos grandes artistas. Era un taco de billetes de Napoleón III. Me preguntó Lorian si con ese dinero pudiera haberse librado Vincent Van Gogh de la extrema pobreza en la que pasó allí sus días, sujeto al dinero que le mandaba de vez en cuando su hermano Theo. -No lo creo. -Le dije. - Ese dinero quedó sin valor cuando fue depuesto el Emperador por la Tercera República. Tapamos el agujero y liquidamos  el asunto comiendo en un buen restaurant, con una bullabesa y confit de pato... que nos quitó de raíz la frustración.

(Publicado en el diario La Tribuna de Ciudad Real el 4 de julio de 2015)

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