20150727

EL AGUA EN LA ESCOLLERA



El velero, hacia su tercera bordada para salir de la ría de Navia. El agua de la ría rumoreaba con el empuje del casco; el viento nordeste era débil y como era costumbre a esas horas se dirigía hacia el vacío que producía el aire caliente de tierra que subía por las montañas cercanas. El domingo amaneció claro con el sol de julio sacando los colores más vivos de la naturaleza, en ese momento, algunas nubes se atrevían a acercarse. En el velero el tripulante, Casio, manejó con destreza las maniobras de navegación de ceñida. Su acompañante Martín, sentado, se limitaba a cambiar de babor a estribor, según se terciaba el barloventeo. No perdía el momento, atento estaba, pero la cabeza la tenía en otro lado. Le había venido a la cabeza las vacaciones de verano en la costa cuando terminó el cuarto curso de carrera.  Eran otros tiempos; llevaba el transistor Zenith que le habían traído unos tíos de Estados Unidos, pocos había por entonces. Con él le trajeron su afición más fuerte por la música del momento. Oía todos los programas de música de rock y popular. Le parecía oír a Silvia – Veo que te gusta navegar. Yo vengo con mi tío a pescar siempre que puedo, me encanta el mar y navegar. Especialmente cuando hay que hacerlo barloventeando, o de bolina, que es lo mismo. – Su tío Antolin, que le había invitado a subir a su balandro, les observaba y sonreía.  Silvia le miraba con mucho interés -¿Ves como se ve la estela del barco en el agua? Solo es el aire que se junta con el mar, pero hace verlo como una estela de una estrella fugaz que se viera de día. Me has dicho que te gusta la música, a mí también, pero te agradezco que hayas apagado la radio portátil. Oír el rumor del agua contra el casco es algo que nunca se debe perder uno. Forma parte de la magia especial de la navegación a vela. Las olas, que parecen la respiración de mar nos mecen como la hacía nuestra madre cuando éramos bebés, nadie no lo ha dicho, pero en cuanto lo sientes, la memoria remota de esos días primeros de nuestra vida se vuelve a recuperar y con ello, la enorme tranquilidad que nos daba el regazo de nuestra madre. El mar parece una segunda madre, enorme, grandiosa, y a la que hay que respetar como a toda la naturaleza, de la que hemos salido. ¿Te estoy soltando un rollo? – ¡No, por favor Silvia, me encanta oír tu pasión por todo esto!. Creo que a mi tambien me apasiona. Luego, cuando volvamos, me encantaría volver a verte, no quiero que desaparezcas, ¿Si? – Vale, luego quedamos. – Quedaron, y acabaron por no poder estar el uno sin el otro. Compartieron todo en aquel verano. Todo; hasta que se acabó el verano y Martín tuvo que volver a Santiago a estudiar el último curso de la carrera. Se escribían, pero el vio como se cortó la correpondencia sin ninguna explicación. Nunca supo que fue la madre de ella la que le escondió las cartas, ni que se mudaron a vivir a Oviedo. Casio le despertó de su ensimismamiento y le dijo: ¡Cuidao con el palo! - Un golpe de viento hizo que se ciñera con rapidez y se cambiara a babor. Martín, se preguntaba que habría sido de Silvia. Ajenos los dos tripulantes del velero.
 Aida, sentada en la última roca de la escollera junto al agua, unidas sus rodillas, abrazaba sus piernas, recogidas como si fueran el último tesoro de su vida. El agua de la ría acariciaba la escollera por un suave oleaje, el mes de julio simulaba estar en primavera: brisa fresca, nubes ensombrecidas sobre las montañas y  jugando a esconder el sol por momentos en las calles de Navia. No pensaba Aida en la tranquilidad, simplemente la sentía. El silencio, que respeta la queda música de la brisa, del aire del nordeste que venía del Cantábrico, la alejaba de las voces de la gente, la irritaban. Vio acercarse el velero, en ese momento se acordó de lo que le dijo Bras: - Qué quieres que te diga chica, yo no soy de grandes  ambiciones, no tengo especial interés en hacerme rico pero si me gustaría que me diera mi padre el barco de vela que tiene. Es  de madera, de construcción tradicional y vela latina, ya sabes esa que es como un triangulo isósceles, todo blanco,  que cuando la empuja el viento cobra vida y acelera el pulso de la navegación, en silencio, solo ocupado por el roce de las olas contra el casco, semejante al que hacen las acequias grandes cuando corren ladera abajo, serpenteando por la montaña y haciendo cantar cristalina música. Si Aida eso es lo que más me interesa de mi modo de vivir. Pero, ¡chica! qué mejor manera de vivir es, que la que aprendes apreciando las pequeñas cosas de la vida: la naturaleza, la música, la ciencia, el arte y el teatro y el cine. Ya te dije Aida que me gustaste por que eres una chica sencilla, muy inteligente, delicada y femenina y que aprecias también las cosas que yo estimo muy importantes. Estoy muy a gusto a tu lado, me siento bien, confío mucho en ti, porque creo que eres muy noble y peleas por las cosas que crees importantes. No hay muchas chicas que hagan todo eso como tú lo haces. Si, me siento muy a gusto contigo y eso, ¡Geniecillo!, que si tienes geniecillo, ya lo sabes tu, es lo que puede hacer, si tu quieres, que nos entendamos en una buena relación, puede ser la condición necesaria para vivir juntos todo el tiempo de nuestra vida. Aida recordaba estas palabras de Bras muchas veces en los últimos días. Esas, y las que contenía el mensaje que había recibido en su correo, después de un largo silencio en el que no contestaba a sus llamadas, ni a los mensajes de washapp,  y tampoco a sus mensajes SMS. Desde que se fue a Holanda, para desarrollar el doctorado en Físicas, con un máster,  su relación se fue debilitando poco a poco. Primero empezó llamando cada vez menos y sin decir nada de relevancia sobre ellos, como si solo fueran amigos. Hoy, ya no espera Aida nada da nuevo de él. Ve llegar al velero y mira a unos de los dos hombres de los que van navegando. El que esta sentado en el centro. Se miran y piensa Aida si su padre  habría sido así, Su madre nunca le explicó como era, parecía que le hacía daño pensar en ello. Pero por otro lado nunca habló mal de él. Solo que no lo volvió a ver más después de aquél verano. De pronto, Aida se levantó y fue subiendo por las piedras de la escollera hasta el paseo de la playa. Más arriba cogió el coche y se fue a su casa. Vio a su madre en el patio y sin pensarlo dos veces le dijo: - ¿Por que dejaste de tener contacto con mi padre? ¿No le querías? – Niña, dejó de escribirme y mi madre me dijo que se enteró del embarazo y por eso lo hizo. – ¿Y tu creíste a la abuela y ya está?, ¡Pero bueno! ¿No dijiste que le querías mucho? ¿Que confiabas el él?, Ya sabes cómo es la abuela, lo que piensa ella es lo que vale, lo que piensen los demás le trae al fresco. Solo respeta a alguien cuando se le enfrenta,  ¿o no? – Si hija pero, ¿cómo se le iba a ocurrir a mi madre algo que me perjudicara? – Pues ¡ocurriéndosele! Parece mentira, llevas más tiempo con ella que yo y parece que la conozco más y mejor yo que tu. ¡Espabila Silvia, que tu madre es una mujer muy… peculiar! Seguro que sí te escribió y ella te escondió las cartas, ¿apuestas? ¡Seguro! ¡Anda, que como aparezcan las cartas un día, la habremos cagado, todos, un rato! Bueno, déjalo. Ya no creo que tenga la cosa remedio.

-Silvia, se quedó pensativa y pálida, su cara era la expresión viva de la duda. Aida se fue a su cuarto y hablando entre dientes: ¡Cuantos necios hay en el mundo!
(Publicado en el diario La Tribuna de Ciudad Real el 25 de julio de 2015)

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