20150705

MIEDO AL ANOCHECER

Tengo miedo que anochezca. La luz del día disipa mis terrores y con ellas aparece todo de nuevo; los colores, vuelven haciendo recobrar los volúmenes de las cosas, dando vida y realidad a lo que antes solo era un sueño; y creo así que no estoy indefenso, conjuro la soledad, y tengo compañía. Desde aquella noche inesperada de mi estancia en el distrito de Lizard, en Cornwall, mi vida no tiene sosiego. Recuerdo el principio de aquel viaje, con las oscuras rocas de  hornblenda y serpentina, la genista y el brezo de Cornwall; y finalmente el mar, un mar grande, potente, con energía titánica, que llega hasta la ensenada, cercana al lugar donde fui a parar.
 No sé, quizá porque estaba escrito así, o porque una fuerza ajena a mí me invitara a ello, llegué hasta un pueblo pequeño, Cadgwith. Es una agrupación de casas hechas con  bloques de serpentina y techos de paja oscura, perteneciente a la parroquia de Ruan Minor. Parece aquél paraje como si estuviera lejos de toda civilización. En uno de los lugares más apartados del país. Tenía la impresión  de que Cornwall, aquel lugar de brillante e inquietante luz, era un lugar oculto del mundo. Esa impresión podría venir posiblemente de la fría humedad, de la presión atmosférica  o quizá de los sombríos días que se avecinaron. Los habitantes viven de la pesca, cuando les deja un mar embravecido que está minando la costa en múltiples cavernas y acantilados, donde hay un enorme pórtico al que llaman “La Sartén del Diablo”. Paseando por allí, un vacío de extraño vértigo empuja a alejarse. En el borde más bajo de la oquedad, cuando  la observaba, vi brillar en el suelo un pequeño objeto. Su dorada luz entre las briznas de la tupida hierba me llamó la atención. Hurgué entre el verde y  cogí lo que parecía ser un medallón metálico. Lo llevé a la casa donde me alojaba, con prisa, aprovechando la luz natural que se perdía por momentos. En la casa de huéspedes, después de una concienzuda limpieza, descubrí que era un escudo de oro de Felipe II, acuñado en Amberes. La barbilla prominente del rey  sobresaliendo por encima de la armadura, junto con su conocido rictus grave no dejaba lugar a dudas. Debería haberme mostrado feliz por el hallazgo pero… presentí todo lo contrario.
La tarde se agotó. Las nubes negras de media tarde se tornaron, agrupándose, en cielo gris oscuro, plomizo, confundido con mar y tierra por una densa bruma que empapó los últimos momentos de luz.  Los graznidos de las aves sonaron estridentes. Al fondo de la ensenada, el amarillo intenso de los líquenes de las rocas mudó a ocre apagado. El mar agitaba su respiración con un bronco rugir de inusitada violencia. Cerré la contraventana y encendí la luz. La dueña, Carreigh,  trajo un caldo antes de dormir: pareció tranquilizarme pero el desasosiego seguía. En pijama y a la luz de la lámpara comencé a leer. Entre las páginas del libro leía un documento sobre la diosa Febris (la Fiebre),  hija de Saturno, que tuvo dos santuarios en Roma. La diosa de la purificación. Tenía yo necesidad de esa purificación por la sensación de decadencia y debilidad. La purificación necesaria para proseguir en paz el  recorrido por la vida. Cerré el libro. Lo dejé plegando sus hojas como si fueran las puertas de una fortaleza: despacio y con convicción. Necesitaba volar por otras latitudes en abiertos paísajes de soleada mañana; abandonar la progresiva congoja que iba invadiendo mi ánimo.  Sin embargo, solo tenía disponible un libro sobre los celtas, lo cogí sin demasiado interés. Por él me enteré que las mujeres llevaban más de quince fíbulas para sujetar el vestido, hechas de bronce; servían al parecer también como talismán. Imaginé ver la figura de una mujer celta, con el pelo trenzado, luchando en la guerra junto a los hombres, y poseyendo sus propios bienes; podía elegir a su compañero con el que vivir en igualdad. Leyendo estas cosas me vino el sueño. El cansancio pudo con la insistente tensión de una oscurecida y preocupante tarde. Apagué la luz.
Un pausado y mareante movimiento sacaba mi cabeza de la oscura habitación. No se entregaba el cuerpo al reposo. Los sentidos se agudizaron en extremo. Parecía estar en vigilia esperando algo que pudiera avecinarse. Los oídos no percibían absoluto silencio. Un zumbido grave invadía la habitación. El tacto de mi cuerpo con las sábanas y la ropa me hizo pensar que la piel se había vuelto muy fina. Los ecos oídos en la tarde de los graznidos de  gaviotas y estorninos permanecían, no sé si en mi mente o en la realidad. Abrí los ojos y me sorprendió ver en el techo el contorno de las vigas de madera. Algo, dentro de aquella habitación, estaba iluminando las sombras con una luz azulada. Incorporándome,  busqué en las rotas tinieblas el origen de aquella luz. Lo vi donde, suponía, debía estar la mesa. Me levanté y anduve por un suelo frío como el hielo hasta que llegué hasta él.  Era un círculo de luz. Me retiré aterrorizado ya que al acercarme vi, en un fogonazo, dos ojos enramados en sangre con una mirada cruel. El chillido de un pájaro que rompía el vuelo me hizo golpear mi corazón ya desbocado. Tropecé con la cama y, a tientas, con las manos temblando, encendí la vela de la palmatoria. La luz azulada fue sofocada por la cálida y parpadeante de la vela. Al acercarme comprobé que era la moneda de Felipe II la que refulgía. La cogí. Nunca debí hacerlo. Súbitamente, una voz ronca, pausada, y con una extraña sonoridad, gritaba, maldecía, con firme expresión: -¡No he recibir más pagas y socorros! -Se oía.- ¡El Rey me prendió,  pues así lo hizo y ejecutó don Diego de Orellana  Chaves! No he de cumplir yo más servicio a Don Pedro de Zubiaure. ¡Nunca más! Me mataron y sin clemencia alguna, no permitieron que viviera ni una hora más. Apuraron mi vida olvidando servicios y padecimientos ofrecidos al Rey otrora.  ¡Mala vida les quede hasta su fin! ¡Yo, Rui Alvez lo digo!
Solté la moneda, que cayó a la tarima rodando. No sabía que hacer. Abrí la ventana y cogiendo la moneda, que me seguía llenando, por su contacto, la cabeza de imágenes de sangre y un enorme sufrimiento; la arrojé con todas mis ganas hasta  donde debía estar la ensenada, oculta por las más negras sombras. Quizá acabaría en el mar.
Desde aquella noche desgraciada, no he podido descansar en sosiego, especialmente cuando llega la oscuridad de la noche. Siempre espero que acudan a mi cabeza las imágenes recurrentes de muerte y sangría, junto con el muy próximo conocimiento del pánico eterno de un hombre sorprendido por los que le mataron; por querer dejar de guerrear; por irse a su casa a intentar vivir. En algunas noches de tempestad, todavía vuelven, apareciendo ante mí, los ojos cargados en sangre que, fijamente, intentan pedir comprensión para su desesperación, a la que no le encuentra fin.

Todas las mañanas, al levantarme, cuando con la luces del día recobro la calma, pienso en mi experiencia en Cadgwith, península de Lizard y pienso si todo aquello fue producto de la fiebre, que me emboscó un día que leía, con un frío que me acuchilló el cuerpo, o una realidad que nunca puedo confesar, por temor a que se dude de mi palabra. (Publicado en el diario La Tribuna de Ciudad Real el 20 de junio de 2015)

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