20150908

DESVENTURAS DEL LIBRERO VASUALDO



Contaba  el otro día que tranquilo quedó Manuel Vasualdo, librero y aficionado a la lectura sin trabas ni censuras, cuando sus amigos le trajeron los ejemplares del libro Tratados sobre el Gobierno Civil de John Locke, prohibido por su contenido político. Él  los escondió en su lugar secreto y esperó a que se tranquilizara la investigación de la Justicia bajo acusación de traición. Manuel Vasualdo, era abogado cuyo título obtuvo en Santiago de Compostela; oficio que ejerció como ayudante de don José Mariño, abogado y fiscal. Poco le duró este oficio de jurisperito: su manera de ser sencilla y su sensibilidad no le facilitaban ejercerlo sin tener día de malos tragos y meses en los que su escasa renta se menguara por ayudar a parientes y menesterosos a los que se prestaba con diligencia para aliviar sus pleitos y multas, de las que él daba cumplida satisfacción sacando de su bolsillo lo que en los de ellos no había. Aprovechó las rentas que heredó a la muerte de su padre para entrar en el comercio de libros en el que se sentía muy a gusto y no encontraba tanta preocupación como en el oficio anterior. Abrió un establecimiento donde vendía libros en la Rúa Da Caldeirería, muy bien dotado de fondos que recibía de todas las ciudades del país y también del extranjero, por amistades que conoció en los viajes que hizo siendo mozo: allí le mandó su padre para estudiar y aprender. Su ordenada cabeza también se reflejaba en el orden de las grandes estanterías de madera de carballo llenas de libros,  y su extraordinario gusto por el arte  en los muebles decorados por el maestro carpintero Lucas Ferro Casaveiro. Por estas cosas y su exquisita educación, tenía muy buena fama en Santiago, que unido a los fondos de libros en materia religiosa, parecía dejarle fuera de toda sospecha de actividades delictivas. Por otra parte tenía una gran amistad con el padre jesuita Francisco Javier Ortuondo, formado en el colegio de la Compañía en Viena, junto a la Catedral de San Esteban, y posteriormente con sede en Roma, donde prestaba apoyo al General de los jesuitas. Ortuondo era un hombre muy abierto de pensamiento y además de experto de latín, -idioma con el que se carteaba con Manuel- griego, árabe, además se expresaba con facilidad en inglés y francés. Era precisamente por esta vía por la que le llegaba a Manuel Vasualdo, traducidos, los libros que se iban publicando tanto en Inglaterra como en la Francia que despertaba a la Ilustración. Recibidos los libros, Vasualdo se encargaba de hacer pequeñas ediciones clandestinas con la imprenta del buen amigo Pedro Frais, presbítero, que en cuestión de letras no se andaba con escrúpulos. Su frase más conocida, y que repetía, era: “El conocimiento lleva a Dios y la ignorancia a la oscuridad donde reside el Maligno”. Así pues, en su comercio de libros, Manuel Vasualdo, hijo y nieto de hombres de letras, tenía como tesoro no solo lo más actual de aquel año 1753 sino también lo que no era accesible al haber sido incluido en el Índice por ser peligroso para el Reino. En sus dos lugares escondidos del comercio y de su domicilio, tenía obras de Locke, de las que ya comenté en otro momento, y de David Hume, también de todo tipo de ciencias de extraordinario interés, como los que contenían la Chronologica et astronómica elementa, e palatinae biblioteca eteribus libris versa, explota et scholiis expolita. De Mohamed Alfraganus, de gran valor para el conocimiento de astronomía. Vivía Manuel con tranquilidad, pero sabedor de los riesgos que corría; aun así era felíz por ser consciente de la gran ayuda que suponía  el conocimiento para el progreso del país. Después de haberse tranquilizado la investigación por el conocimiento que habrían tenido del Libro de Locke,  a las doce de la mañana del jueves veintitres de agosto de aquel año, le llegó un billete de  don Bartolomé Fandiño, Procurador General, para que acudiera a su despacho a responder sobre algunas cuestiones de interés relacionadas con su oficio. Al momento, dejó dispuesto todo en su comercio y se fue a cumplimentar la citación. Le abrió la puerta del despacho en la galería de arriba un ujier con librea, levita roja y chaleco del mismo color, con entorchados dorados y calzas blancas con puntillas, que debía pensar que su rica vestimenta le daba más importancia de la que tenía, y acostumbrado de ver en el edificio gente a la que la justicia tenía en sospecha, él miraba de torcido, con gesto tan torvo que parecía más juez que el que estaba tras la puerta: se limitó a decir secamente, una vez que se identificó: - Pase, el señor Procurador General le recibe ahora, procure guardar el respeto que se debe… Manuel, le miró como quien lo hace a las gárgolas de una catedral y contestó con el mismo tono: -Eso haré, gracias.

Bartolomé Fandiño estaba arrellanado en un sillón que debía ser harto duro e incómodo y por su cara pensó Manuel que el asunto le resultaba fastidioso. – Señor Vasualdo, se ha abierto causa de indagación en la fiscalía, por la presunta circulación por la ciudad de libros y documentos que supondrían un peligro para el Reino. Sé de lo bien nutrida que tiene la tienda de libros de todo orden, por eso le comunico que se personará allí un escribano de la fiscalía con ayuda de dos empleados para hacer supervisión de los que allí se hallaren. Pienso que esto, más que traerle preocupación le debe dar la tranquilidad, que siempre un buen comerciante y cumplidor de la ley pretende, así pues, en dos días allí estarán. No se preocupe que ya sé que usted es respetuoso y buen cristiano y no hemos de encontrar gran cosa, pero, piense que la única manera de que se alejen las sombras de sospecha sobre su oficio es que la justicia le exonere públicamente de toda duda. – Se les recibirá con las mejores atenciones, don Bartolomé, y están todos mis fondos de libros a su disposición. No se preocupe. – Así pues volvió Manuel a su casa, con bastante preocupación porque ahora le tocaba a él dejar fuera de toda duda que su actividad era correcta. Dos días después se hizo la revisión de su comercio y se levantó Acta de lo que habían observado. En la copia del la misma, que le pasaron al día siguiente, decían que habían encontrado libros sospechosos, que pudieran ser por su contenido de especial peligro para el Reino. Eran de Filosofía de Aristóteles, de Geometría de Pitágoras y de Arquímedes, editados por profesores de la Universidad de Palencia y la Summa contra Gentiles de Tomás de Aquino, edición en Italiano. Fue precisamente por este último libro por lo que le abrieron causa, que debieron cerrar a la semana siguiente cuando intervino como testigo el regidor don José Ozores, conde Priego, que advirtió del disparate de la causa al Procurador General, que ni se había molestado en leer los motivos de la misma. Le costó una reprimenda de don Domingo Estévez, canónigo de la catedral con el que confesaba todas las semanas. Lo dicho: la ignorancia conduce a la oscuridad y ésta a todos los males (que es como decía el presbítero que cabría definir al Maligno). Añadiría: y la indolencia. 
(Publicado en el diario La Tribuna de Ciudad Real el 15 de agosto de 2015)

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