20150908

EL AMIGO DE ANDRÉS DE ANTELO


El molino de dos piedras negreras que sacaba energía del Río de Sar, con renta anual de novecientos un reales y veintiséis maravedís, daba a Andrés de Antelo, su propietario, lo suficiente para vivir holgadamente sin tener que hacer sisa alguna, pues ni la necesidad ni su propia honradez lo permitían. Él vivía en la Parroquia de Sar, que está a medio cuarto de legua de Santiago de Compostela. Eran tiempos de cambios: desde Madrid, Fernando VI dio suficiente licencia para que los aires de la ilustración que ya corrían por Francia y por el resto de los países de Europa, hicieran el camino del progreso más asequible, que no quita que hubiera resistencia de grandes propietarios que veían peligro en que la gente como Andrés tuviera algo de luces para su mejor gobierno. El nueve de agosto, miércoles de 1752, le llegó un recado al molinero de su amigo Manuel Vasualdo, comerciante de libros, en el que le citaba el día 11 para despachar asuntos de interés común. No especificaba el asunto, lo que le dio por pensar que alguna reserva había. En la última visita que hizo a su casa de Santiago, había conocido a Ygnés de Neira, tendera de grosura,  y a Domingo Antonio Salgado, librero y encuadernador con los que habían quedado en reunirse para hablar de la lectura de libros en los que tenían gran afición, y la discreción que debían tener para su cuidado, tanto para sus rentas como para su afición a las letras, que era mucha la que tenían todos al parecer. Desde que recibió el recado, anduvo inquieto porque no era muy preciso y a Andrés siempre le gustaban las cosas claras, así que las imprecisas le traían bastante inquietud y desasosiego. Se dio algo de prisa con algunas moliendas que tenía pedidas y aunque una de ellas era del Párroco de la Colegiata de Sar, que podría esperar, según le dijo, pues aun tenía provisión de harina y tenía para algo más de una semana. Estaba en ese momento con la molienda de José do Bao de Marzoa, Ministro de Ciudad y Alcaldes que, aunque no se lo había dicho, ya se encargaba él de apresurarse para que no hubiera queja del tal señor. Por ello, a última hora de la tarde del día 10, y con el sol dando las últimas terminó el trabajo, quedándose más tranquilo y dispuso sus cosas para salir al día siguiente por la mañana temprano sin demora alguna. En el morral de cuero metió su bolsa de lápices y una carpeta de papel para anotar todo lo que le fuera de interés, junto con el último libro que le había dejado para leer: Los Tratados sobre el  Gobierno Civil de John Locke, libro que había publicado anónimamente el autor y en el que discrepaba y refutaba la tesis de Robert Filmer, en su libro Patriarcha, sobre el derecho divino de los reyes para el gobierno de las naciones. Guardaba el libro Andrés como un tesoro pero también como una prenda tan peligrosa como de alto riesgo para su vida. No le inquietaban las autoridades locales y guardias que le podrían encontrar en posesión del libro, los que, en su opinión, tenían menos conocimiento e ilustración que una tórtola, sino  de que cayera en manos de algún clérigo, ducho en latines y filosofía que sí conocían la obra de Locke. La mañana se había levantado algo gris y cargada de agua. Una brisa que venía del Atlántico traía perfumes de los árboles cercanos y del boj que se encontraba en el borde del camino, el andar de caballo, le hacía balancearse y con el cansancio que llevaba se adormecía en algunos momentos, y como iba pensando en sus asuntos le hicieron olvidarse del camino, de lo que le iba salvando su caballo, Parvo, que así le había puesto por lo inocentón que le parecía, pues conocía de memoria la ida hasta el centro de Santiago. Así fue hasta llegar a la Plaza de Fonseca donde paró Parvo y desde allí él le dio riendas para llegar a la casa de Manuel Vasualdo.

Después de dar lo golpes con la aldaba en la puerta, salió al momento Asunta la chica que servía con Manuel y le saludó con una sonrisa tan generosa que él dio por buena en ese momento la visita. Para un molinero viudo y que vivía solo, estas cosas le alegraban más de lo que era común. - ¿Qué tal don Andrés? Buenos días. Pase, pase usted que siempre es bien recibido en esta casa. Le espera don Manuel en el cuarto de los libros. Ya sabe usted donde está. -Gracias niña, eres muy amable conmigo. Siempre te lo tengo que agradecer, que en estos tiempos, en los que mucha gente tiene tanta falta de lo necesario, no abunda quien tenga un solo momento para ser gentil. Gracias niña, voy con don Manuel. Llamó a la puerta de roble de la biblioteca donde el comerciante de libros le esperaba. - ¿Andrés? Pasa, pasa, te estaba esperando. Ya me ha dicho Asunta que te había visto desde las ventanas de arriba y ha bajado corriendo para avisarme. Esa chiquilla se pone loca de contenta cada vez que te ve, será menester que andes con tiento con ella, no vaya a ser que te veas metido en algo más que una pasajera amistad...ja, ja, ja. -Gracias Manuel. - No me digas esas cosas, que para un molinero solitario, le pudiera hacer pensar en algo más que esperanza y ya sabes que, a mi edad, las esperanzas metidas entre mujeres suelen terminar en insatisfacciones. Pero vamos a lo que me has llamado, ¿que asuntos son esos y qué es lo que te inquieta, como para hacer tanta reserva? - Bueno ya conoces a Ygnés de Neira, la amiga que te presenté que es tendera de grosura, y a la que le vendo y le presto algún libro que otro de los que me veo más interesado. El otro día oyó en su puesto de venta a una vecina comentando con otra que su marido le había dicho que la justicia estaba buscando unas personas que tenían la traducción de un libro de un inglés, sobre el gobierno de la nación prohibido. Los buscaba para dar con ellos por traición. Así es que te agradezco que traigas el libro. De la edición de cuarenta ejemplares yo tenía seis, el que traes, dos que les presté a Ygnés y Domingo de Estaban y los tres que tengo guardados. En esto estaban, cuando se oyeron golpes en la aldaba de la puerta, se miraron con preocupación y miedo: eran Ygnés y Domingo que traían los otros dos libros que faltaban. -Gracias por traer los libros, ya os contará el motivo de pedirlos. Andrés os lo explicará. Ahora os pido que vayáis a vuestras casas y me encargo de ocultarlos. Así no os comprometo en conocer donde los dejo, ni tendréis que mentir si os preguntan. Se fueron los tres, luego de despedirse y Manuel Vasualdo abrió en el muro de la ventana cubierto de madera, un resorte disimulado en  un adorno en forma de estrella de tres puntas. En aquel pequeño habitáculo depositó los libros y cerró de la misma manera. Se sentó y pensó que difícil era el ejercicio de pensar, cuando afecta a las viejas creencias de tiempos pasados y superados por el pensamiento.
(Publicado en el diario La Tribuna de Ciudad Real el 8 de agosto de 2015)

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