20160206

UNA MAÑANA, VOLVIÓ



Fue la carta, donde le decía su prima Heliodora que debía venir por la enfermedad del padre, la que movió a Julio, el hijo de Manuel Julio Eguiguren, a considerar el viaje de vuelta a casa. No lo dudó mucho. Apenas el medio minuto que tardó en enterarse del alcance real de los males que le aquejaban. Desde el ordenador de su trabajo, compró el billete del avión y en la tarde salió a comprar algunas cosas para él y el regalo que le iba a llevar a su padre. Antes de entrar en la vetusta tienda del barrio Latino que Honoré tenía, de lustrosas sus maderas exteriores, relucientes, bien conservadas, pese a los más de ciento ocho años que habían pasado desde que su bisabuelo la abrió en la Rue Hautefeuille, se paró en la calle delante de la puerta y miró de arriba abajo, como si pensase que fuera la última vez que la veía. Después de unos segundos, pasó. Sonó la campanilla y desde dentro se oyó la voz de Honoré: -A un moment, je vais immédiatement. - Buenas tardes Honoré, soy Julio. Te espero. – Un momento Julio, estoy terminando… Mientras salía su amigo, estuvo echando un vistazo por las estanterías a ver si encontraba lo que buscaba. Llamó por el móvil al de Heliodora. Descolgó: - ¿Heli? – Hola niño, ¿vienes mañana?, ¿sí? Bueno ya se lo digo a tu padre. Está tranquilo ¿sabes? Tuvo ayer un día malo, no solo porque le dijeron la noticia, sino porque le estuvo doliendo bastante. Pero hoy está muy bien. Apenas le duele y está en su sillón leyendo el periódico y le he preparado un té que le ha sentado muy bien. –Bueno Heli, dile que llego mañana por la mañana; del aeropuerto me da tiempo a coger el AVE, saldré a las 11.49 y llegaré a Valladolid a la hora de comer. – Vale, yo se lo digo. Un beso niño. – Cuando terminaba de hablar, sintió la mano de Honoré en su hombro, volvió la cara y le hizo un gesto para saludarle. –Hola Honoré, vengo a despedirme y a comprar un libro que seguro tienes. - ¿Despedirte? ¿Cómo? ¿te vas a España? - Sí, me han avisado que esta mi padre bastante mal. Tengo que ir con él. – Lo siento. ¿Volverás? –Es posible, ya sabes que estoy muy bien aquí, pero de momento es improbable. Debo cuidar de mi padre. –Entiendo. Pero dime ¿que querías? – Te digo. Mi padre, cuando hizo hace unos años la última mudanza, perdió un libro con los relatos de Chejov en francés que él apreciaba mucho. Creo que era de la editorial Gallimard, edición de 1971 y era: Oeuvres, Tome III. Récits 1892-1903. – Bueno, ven atrás, allí tengo algunos que están desclasificados y, a lo mejor lo encontramos; creo recordar que sí tengo algo de Chejov. Subió el librero a la escalera en la penúltima estantería del depósito de libros, en el interior. Estuvo repasando los dos últimos estantes y después de unos minutos, cogió uno y dijo: - ¡Voilá! ¡Aquí está! Hubo suerte. - ¡Bieeen, Honoré; no sabes la alegría que me das. Mi padre tenía mucha afición por ese libro. - Bajó con él en la mano; lo repasó Julio y dio su aprobación. Algo amarillento, pero le daba un aspecto mejor al regalo. El de su padre estaba más o menos así. Honoré no le dejó pagar. Se lo envolvió, se dieron un abrazo y fue a su casa. Por la noche tuvo que tomarse un tranquilizante. Pensaba en su padre. Lo veía joven, con él, cuando era niño; llevándole de la mano por el Paseo Zorrilla. Mientras estaba en estado de vigilia, adormilado, notaba unas lágrimas frías por sus mejillas. Finalmente se durmió.
Abrió el periódico mientras la azafata terminó de hacer su representación de las explicaciones de salvamento. Pensó en su padre enfermo: no debió irse a París. Estar con él debió ser su prioridad. Terminó dormido con el periódico e su regazo. Se le hizo corto el viaje a Madrid y a su ciudad natal. En el tren llamó a Heliodora para decirle que todo iba bien, puntual. En la estación le recogió su prima. Hablaron del padre. Estaba mal. Muy mal. Cuando se agachó para abrazar a su padre, él hizo un amago de querer levantarse. No tenía fuerzas. Se sentó a su lado y no se movió de allí, ni para comer. Se acercó el plato. Hablaban y no paraban. Reían con sus cosas. Eran iguales. Socarrones, bromistas, teatreros, y con un fino sentido del humor. Se guardaban los secretos el uno y el otro. Por un momento, pararon de hablar, se miraron y sonrieron. No les hacía falta más. – Me tienes que perdonar… -Decía el padre.- No hay nada que perdonar, tú has sido buen padre.. ¿Sabes? Cuando iba a venir, pensé en traerte un regalo, y…lo estuve pensando un buen rato. Me dije, ¿Un orinal de porcelana?... Como aquel que te compraste para llenarlo de cerveza y enseñárselo a mamá. ¿Te acuerdas? Me acuerdo de la cara que puso de asco cuando empezaste a beber en él. (Rompieron a reír a carcajadas). O un tubo de goma con boquilla de madera, como aquellos que comprabas para imitar sonarte los mocos como si tuvieras un cargamento. Qué cara ponían, cuando lo oían, las amigas de la abuela que venían a tomar café a casa. (Seguían riendo los dos). Bueno la verdad es que miré en Internet por si podía comprar algo así, pero en París no encontré nada de eso a mano. Después de todo lo que te traigo creo que es lo mejor. Sé que tú lo echabas de menos, así que no dudé un momento. Así que… (sacó detrás del sillón su paquete y se lo ofreció. – Lo cogió, lo estuvo mirando unos segundos, le dio una vuelta, dos, tres y finalmente se decidió a abrirlo. Con mucho cuidado fue despegando la cinta adhesiva hasta que se vio la esquina inferior del libro; en ese momento, lo destapó deprisa y su excitación fue en aumento, hasta que después de mirar a su hijo, con cara de júbilo gritó con la poca voz que pudo: - ¡Chejov! ¡Cojonudo! ¿Cómo lo has encontrado?Pura casualidad papá. Estaba desclasificado pero mi amigo el librero le quedaba un ejemplar desde 1971. Me alegro que te guste el regalo. Sabía que lo echabas de menos. - Sí, sí, ya lo creo. Me encanta esta edición. La traducción del ruso está hecha al francés por un ruso que estudió en la Sorbona y es buenísima. – Me alegro papá. – Él le miró y con la mano le indicó que se sentara a su lado, se le acercó al oído y bajando la voy le dijo: - Tú hijo, haz la vida que consideres buena para ti, no te preocupes por mí. No te voy a dejar, ni siquiera, aunque me muera. De alguna manera, que ahora no te sabría decir, estaré contigo. Sí. No te preocupes. Eres un buen hijo.
A la semana siguiente, el martes, a las seis y diez de la mañana, oyó Julio que su padre llamaba desde su cuarto. Acudió enseguida. – ¿Qué quieres papá? ¿Te pasa algo? Él, le miraba y esbozaba una sonrisa. Parecía decir algo, acercó Julio el oído y apenas pudo ir: …Julito. Instantes después murió. Pensó Julio que, desde los trece años, no le llamaba así.

Julio volvió a París. A las once de la mañana, cuando toma un café en su casa, a la misma hora en que lo tomaba con su padre, sentado, como él, leyendo, algunos días en los que el cielo está cubierto y la presión atmosférica cambia bruscamente, oye la voz de su padre que le dice: - Julio, ¿estás bien? Recuerda que no te dejaré solo. Cuando tenía algún problema Julio, su padre le apuntaba alguna solución. Siempre acertaba.

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