Cerca
de la Iglesia, en el 30 de la calle Real de Calatañazor, o quizá en el 20, - la
memoria me va fallando- vivió un buen hombre, Álvaro Martínez de Suso, que
nunca se ocupó de entrar en conflicto con nadie. Obdulia, su madre, Inés, su
abuela y Gumersinda, su tía abuela, eran buenas por naturaleza y él, todo lo
que tenía de bueno lo aprendió de ellas. No salió del pueblo nunca hasta que le
comunicaron desde el Ayuntamiento que se tenía que incorporar a filas para
hacer el servicio militar. Más tarde, saldría para Soria a estudiar, ya mozo,
en el Instituto y luego en Salamanca donde se licenció en leyes. Calatañazor,
pequeño pueblo de Soria de no más de 383 habitantes en aquel tiempo, subido en
una atalaya, con un profundo escarpe desde la que se ve correr al río Milanos,
es accesible por la parte alta. El tiempo se detuvo hace cientos de años y sus
casas aguantan erguidas con su arquitectura popular medieval. La casa de Álvaro
tuvo, y aún lo tiene, según creo, un portalón, no muy grande, suficiente para
que pudieran entrar caballerías y algún carro pequeño. Sobre el portalón, un
ventanuco apoyado en la fuerte viga del entramado, bajo el robusto alero
soportado por bastos canes de madera, desde el que se veía llegar a las
estaciones: el blanco de la nieve invernal sobre la irregular calle; florecer
el viejo peral del corral de la casa del vecino; el amarillo dorado de la paja,
entrando por la piquera del pajar de la casa contigua a la de aquél y la
retirada de las ánades volando por el cielo cobalto del apagado otoño. La planta
baja es de gruesos muros de calicanto con grandes piedras, y el principal, con viejo
y desigual entramado de madera, con muros de tierra roja en los que debía tener
la mixtura con largas cañas y pajas que lo amarraban. Todo el trabajo de
albañil daba solidez a la casa que dejó atrás tantos años.
Retornó Álvaro después de los estudios con
pocas ganas de ejercer el oficio de Leyes y convencido de que las tierras de la
familia le serían suficientes para vivir holgadamente, aunque en esta vida son
cortos los días felices y largos los de amargura. El día que llegó de
Salamanca, cumplido los 26 años, traía en los baúles de su equipaje escasa ropa
que por austero la hacía suficiente, y un gran número de libros, no solo de
leyes, sino de todo tipo de conocimiento y literatura. Nada más bajar del coche
de postas, luego de abrazarse con sus hermanas, Juana y Sara, y el hermano
pequeño, Isidoro, se fue a su casa mientras su amigo y compañero Heliodoro, que
fue a recibirlo, se ocupaba de cargar en la tartana de su propiedad todo el
equipaje. Descansó esa noche a pierna
suelta al volver a encontrar la tranquilidad que perdió en la ciudad. Al día
siguiente, Álvaro salió a caballo para ver el estado de las tierras de cereal,
cerca de la Aldehuela, recién cosechadas, así como las de olivar y de ribera
donde tenían huerta. Encontrando todo en orden, paró bajo un fresno en la
ribera del río Milanos para descansar. El estiaje escondió la corriente,
dejando solo un brazo rumoroso. La oropéndola llamaba entre las cañas del río.
Se sentó en un claro de espesa hierba y terminó por echarse y cerrar los ojos,
respirando pausadamente, haciendo inspiraciones que le llenaron del perfume de
la menta, de los cañaverales, de verónica, hayas y las cercanas sabinas. El escribano palustre le cantaba cada vez más cerca, perdía el miedo y
curioseaba. Con la música del rumor del río poco a poco fue entornando los ojos
hasta quedar adormilado. Pocos minutos después, oyó quebrarse unas ramas. Abrió
los ojos y vio que al lado suyo había un hombre de unos cincuenta años. Le
miraba fijamente. Sonreía, pero su mirada estaba vacía. Era una sonrisa quizá
sardónica, pero sobre todo sin alegría, bondad o algún tipo de confianza. No
parecía muy amigo del jabón y su ropa, siendo buena, muy sucia y descuidada. – Buenos días- dijo Álvaro. – No
contestó. Seguía con esa mueca inquietante, dura y quizá cruel, que semejaba
sonrisa, con la mirada fija en él. - ¿Es
usted vecino del pueblo? No le recuerdo. Soy Álvaro Martínez de Suso. El hijo
de Álvaro; “Fanegas” ¿sabe? No contestó. Se dio media vuelta y, sin
contestar, desapareció por el sendero que acompaña al rio, hacia su destino.
Volvió
sobre sus pasos Álvaro, y pensaba preocupado por su encuentro con aquel
individuo, mientras, el caballo, sin necesidad del ramal, iba al paso por el
camino de la casa que conocía de memoria: conducía a su cuadra.
-
¡Juanaaa! Veen. ¿Sabes lo que me ha
pasado? – Dijo nada más llegar. - No,
¿qué? – Cuando estaba en la orilla del río descansando, se me ha presentado un
tío, de unos cincuenta años y muy raro, que se me quedó sonriendo y no decía
nada. Le saludé y no contestó. Tenía una mirada inquietante. Sonreía como si
fuera un muñeco. Joder tu; me he venido porque estaba inquieto. - ¿Cómo era?
–No sé qué decirte, llevaba ropa buena, pero muy sucia, y no parecía que se
hubiera lavado desde hace mucho. Un tío raro. Muy raro. - Y sonreía? – Sí, sí,
todo el rato que estuvo, sonreía, pero daba miedo. – No sé, Álvaro, es la
primera vez que oigo que hubiera aquí
alguien así.
La
noche la pasó en blanco, pensando en la cara y los ojos vacíos del hombre del
río. Por mañana, oscura y con niebla, fue con su amigo Helidoro a sulfatar los
frutales, pensando en que despejaría. Le contó el incidente inquietante. Miedoso
por naturaleza, Heliodoro le agobió a preguntas. Eso le preocupó más. Al
volver, se encontró al hombre del río, sonreía. Aceleró el paso y cerró pronto
la puerta de su casa, inquieto. Al asomarse por la ventana del corral para ver
si tenían agua los animales, allí volvió a ver al hombre, con su extraña mueca.
Bajó corriendo, para echarlo, pero, al abrir la puerta del corral, vio que no
había nadie. Volvió sobre sus pasos; se quedó preocupado, muy preocupado.
¿Sería real? ¿o se lo estaba imaginando?
En
las semanas siguientes, muchas veces se apareció el hombre con su sonrisa
cruel: a salida del pueblo, tras las rocas del castillo, al pie de la ermita de
la Soledad, en el sabinar, en resumen, en cualquier sitio donde Álvaro fuere,
allí estaba. Siempre amedrentando sus días, trastornando sus noches. Hasta que
un día dejó de aparecer. Pasaron los años y un día que estaba en el sobrao, limpiándolo, para ir a guardar
parte del grano de los animales y la matanza de invierno, le dio por ver el
contenido del baúl de su tía abuela Gumersinda. Allí había fotos de los
primeros años del siglo XX, de la familia, y entre ellas, con su tía abuela un
hombre con sombrero. Era el mismo de la aparición. Cuando preguntó al tío
Senén, el hombre más viejo del pueblo, que veía los días con 98 años detrás,
dijo que era un novio de Gumersinda. Se volvió loco de celos y un día se tiró
desde la torre de la Iglesia. Álvaro, no le dijo nada a nadie. Bastante tenía
él. Yo lo supe, por azar.
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