20130826

LA ESCAPADA DEL ESLAVO

Decía Jorge que había vuelto a tomar el Metro y en la línea 3. Todas las mañanas iba al trabajo metido en el socavón como iba antaño a clase. Los coches son más modernos, rápidos, y tienen unos monitores sordomudos que van dando información sobre múltiples cosas, mientras arriba en la calle siguen los martillos hidráulicos torturando los oídos como entonces, en los calores del verano. Los vecinos de Madrid se están forjando para cuando sea viable la vida en Marte, una vez que se complete la terraformación del planeta. Los índices de acidez, contaminación, y luminosidad de la atmósfera madrileña, son un buen comienzo para preparase para el viaje.
Pese a todo las viejas casas del casco antiguo permanecen todavía firmes y con la misma apariencia que cuando todavía creía yo que no iba a envejecer nunca. Siguen oliendo a cocido, a humedad crónica y solo el sonido se ha visto cambiado por las nuevas voces que los pueblan.
-  ¡Mira mi amol no me hagas salil otra vez que ya vine de trael los mandaos! Oía por el hueco del patio. Seguía leyendo con más interés recuperando su antigua costumbre de escapar al mundo de las páginas. Solo le puede rescatar a Jorge con la promesa de volver a tomar unas cervecitas bien tiradas en la primera tabernilla que sepan hacerlo en condiciones.
La luz del mes de agosto seguía inclemente en las calles calentando el asfalto hasta el punto de licuación. Calor desde el suelo, desde los motores de los coches que pasan a oleadas soltando un abrasador aliento, y desde las rejillas del aire acondicionado que hacen mayor el infierno madrileño. Un día decidió ir de vacaciones con la esperanza de refrescarse con la brisa del mar. Lo dejo para después. Los vencejos que vinieron de África hace tiempo que planean por las calles al atardecer, junto con las golondrinas. No se oyen las campanas avisando de las novenas, pero aún hay gente que se sienta en las terrazas de las aceras creyendo que el fresco es una situación y no un producto directo de los cambios de aires. Por eso, como si fuera un tic o hábito irracional, se sientan y ponen cara de alivio fingido mientras hablan con gran lentitud de la última crisis que como todas las que han pasado parece no acabar nunca.
Un perro estaba echado en el umbral de un portal, aprovechando el fresco del las baldosas. Algo así es lo que decía que iba  hacer para descargar el cansancio y el estrés que había acumulado en todos estos meses de ajetreo. Se asomó como siempre al periódico, y lo cerró, no mas tarde, con el convencimiento de que todo es mejorable. Como siempre. Pero lo cierto es que cuando volvía a su casa, en la calle del Olivar, se cruzó de nuevo con el vecino. Un hombre con acento del este de Europa que siempre le saludaba con mucha amabilidad. Sabía su nombre, pero no me lo dijo por lo que mas adelante voy a contar. Tenía este hombre casi las mismas costumbres que Jorge, pero sus destinos de todos los días no lo eran iguales. Mientras Jorge iba al trabajo, su vecino cogía el metro en Lavapies y se iba al centro.  Un día que libró Jorge, se lo encontró en el barrio de los Austrias. Allí estaba, con sus vaqueros rotos y con dos amigos, una chica y un señor mayor. No parecían turistas y el vecino, al que voy a llamar Cyril, puesto que su verdadero nombre no lo digo, llevaba unos libros que al parecer habría comprado en el puesto del Pasaje de San Ginés. En ese momento fue cuando preguntó qué hacía Raimundo de Borgoña en Madrid en el siglo XI, en la conquista de Madrid, momento en el que al parecer se empezó a construir el templo. Se quedó conforme cuando se le dijo que Raimundo era el yerno de Alfonso VI.  Otro día estaba Cyril en Una tabernilla de la calle de san Pedro y disfrutaba de lo que le contaba un camarero asturiano que trabó conversación con el cuando peguntó por las fabes. El caso es que mi buen amigo Jorge, estaba intrigado con su vecino, pues  siempre cerca de él había alguien circulando como si le siguiera. Debía tener bastante dinero, no parecía pasar apuros,  aunque la casa de la calle del Olivar donde vivía de vecino con Jorge, era muy antigua y algo cochambrosa. Me preguntó Jorge lo conveniente que podía ser advertirle sobre esas personas que parecían seguirle, pero llegamos al acuerdo de que, mientras no viera algo más inquietante, mejor era no meterse en camisa de once varas. En el supuesto de estar ante unos mafiosos de los países del este, la cosa pintaba mal.
El verano empezaba a  mostrar sus días mas duros en un mes de agosto que iba acabando sus días, cuando en la Verbena de la Paloma, donde fui con Jorge, que no fue para cumplir con la Virgen sino para agotar la noche bailando y bebiendo cervecitas bien tiradas, es donde volvió a ver a Cyril haciendo lo propio con un grupo de estudiantes de Derecho que estaban preparando los exámenes de septiembre. Me lo presentó y Cyril, que debía tener unos cuarenta y poco años, hacía que sus risotadas se oyeran hasta en el Campo del Moro  y, como solía hacer, se pasaba la noche preguntando cosas sobre la vida de Madrid. Tan animado estaba que empezó a cantar una canción en su idioma, muy sentimental como suelen ser las canciones de amor de esas latitudes.
El caso es que, después de la verbena, y salvo un día que le saludó terminando el mes, el 28 ó 29, que ya no se acordaba bien, no volvió a verle más ni por la calle del Olivar, ni por ningún sitio.

A los cuatro meses me llamó al móvil Jorge para avisarme que viera los periódicos de ese día, en los que salía Cyril. Efectivamente, allí estaba. Resultó que el que le he dado por llamar Cyril, y que no digo su nombre por cuestiones obvias, resultó que era el primer ministro de su país, que también me callo. Los que le seguían debían ser los escoltas.
Me decía Jorge, cuando me lamentaba de los calores, los ruidos y el aire fétido de Madrid, que él lo veía ahora de otra manera. La vida de Madrid, aun tenía su valor especial. A lo mejor tiene razón.
(Publicado en el diario "La TRibuna de Ciudad Real" el 24 de agosto de 2013).

20130818

Bajo una cepa

Bajo una cepa de garnacha encontró Ignacio lo que parecía un hacha del paleolítico. En forma de cuña dejaba ver los tres cortes para su despunte hechos con otra piedra. La sombra de la cepa era un pequeño refugio que cubre del sol abrasador de la Mancha. En donde estaba la parra, la altura superaba con mucho los setecientos metros, los mismos que tiene más de una población de alta montaña. Desde allí se domina todo el valle del Becea y debió ser un lugar estratégico para vivir en la antigüedad. De eso dan testimonio los diversos asentamientos descubiertos en el entorno. La vid garnacha es una de las cepas cultivadas más antiguas de la península, se dice que los aragoneses la llevaron a Cerdeña y allí se cultiva con la denominación de Cannonau. Como era de esperar, los sardos dicen que fue el proceso inverso, que fue traída de allí por los de Aragón. Sea una cosa o la otra lo cierto es que la garnacha tiene unos aromas que entroncan con los vinos clásicos del imperio romano. Habrá que ver si se pudiera analizar los restos de un ánfora romana que tuvo vino de aquí, si lo que contuvo era vino de garnacha.
En la falda de la montaña a solano prospera la cepa con el cálido amorcillo de la insolación en invierno. Los suelos ácidos y pedregosos le hacen más recia y austera. Una sola uva de esta cepa abre las referencias de toda su vida entre nosotros con los intensos aromas recogidos en su pequeño contenido y llevados al extracto por la sequía del verano. Cepa antigua, casi diría yo que se remite a muchos siglos pasados. No se si el que hizo el hacha tendría a su mano una cepa para tomar los pequeños racimos y densos de estas ancestrales uvas. Tampoco se si los antepasados del cernícalo primilla, que miraba desde la copa de una acacia cercana, podrían contar cuando llegaron allí los primeros plantones para hacer el primer majuelo. Pero lo que si es evidente es que en un pequeño espacio de la ladera, dando una referencia de verde intenso a la pedriza, la cepa sigue dando uvas todos los meses de agosto, haga el tiempo que haga, en invierno o en verano. Por eso acuden los tordos hasta allí para acabar con los racimos en cuanto les dejen. Y el cernícalo las guarda para poder sentir como dicen que se sintió Noé cuando tomaba las suyas. Aun no ha podido Ignacio esperar a fermentarlas para coger una cogorza bíblica.  Mirando estaba a la piedra labrada cuando pensaba en todo esto que antes dije. Miró con detenimiento al hacha paleolítica y, con lentitud, acercó la mano y la cogió. En ese momento se vio vulnerable. Tenía el brazo desnudo y lleno de un vello oscuro que cubría toda su sucia mano.  Se levantó súbitamente asustado y se vio de cuerpo entero. Estaba cubierto con una piel de cabra y a guisa de calzado llevaba unas calzas de cuero atadas con tiras de piel que subían por las piernas. Miró en derredor  y estaba en tierra abierta, llena de matojos y la parra que tenía debajo se veía claramente que era salvaje, en la falda del monte. Un chillido de un cernícalo le sacó de ese ensimismamiento que le tenía sobrecogido. A lo lejos pudo ver un oso pardo que bajaba por la ladera hacia él, le habría olfateado y  traía un medio galope que le metió un gran pánico en el cuerpo. Soltó asustado el hacha de piedra y… al momento… todo lo anterior desapareció. Estaba al pie de la cepa de garnacha, que formaba hilera con otras en el majuelo de su casa. Estaba otra vez, vestido con sus vaqueros, las deportivas y el sombrero de paja roto que había cogido del perchero.
Aquella tarde estuvo pensado en el raro incidente que le había pasado al pie de la cepa. Se trajo el hacha de piedra a la casa y no parecía que ocurriera nada parecido. ¿Habría sido un sueño? ¿Tomó algo que le hubiera inducido a alucinar? Desde luego algo habría ocurrido para tener la experiencia tan extraordinaria que le pasó. Terminó la tarde, las nubes de tormenta se fueron acercando y pudo ver los rayos cayendo detrás de los cerros, hacia Picón. Se recogió pronto en la casa y apenas tuvo tiempo para ver las noticias en la televisión después de una cena corta, ya que, cansado, se retiró pronto a dormir. Pensaba en ello cuando se ponía el corto pijama  con el que intentaba estar a salvo del calor durante la noche. Se echó en su cama y mirando hacia el techo, entretenido como siempre con brillar de las estrellas fluorescentes que había pegado en el techo intentaba dormir. Cogió el hacha de piedra que había dejado encima de la cómoda y no pasó nada. Intentó dormir. Más tarde, cuando empezaba a conciliar el sueño, en la fase de presueño alfa, que según dicen es cuando se tienen las revelaciones, le vino un pensamiento reiterativo: debía coger el hacha como la otra vez, al pie de la cepa y en el mismo sitio, a unos treinta centímetros del tronco, junto al tallo de un espárrago que había parado su crecimiento por el estiaje. Cerrado estos pensamientos le vino el sueño profundo y se durmió.
 Al día siguiente, cuando acababa de amanecer y apenas el sol habría levantado su círculo por encima de los rastrojos de las faldas serranas, se lavó deprisa, tomo un café de un sorbo con una tostada con aceite y se fue hacia el majuelo. Al llegar junto a la cepa, miró al hacha de piedra que había traído atada con tiras de cuero a un astil de madera de olivo, repasó sus filos con el dedo índice, como para asegurarse de que cortaban todavía y, con detenimiento, se agachó hasta estar a treinta centímetros del tronco y junto al tallo del espárrago. Al momento, y con un golpe de luz como la anterior vez, se vio con ropajes de piel y lleno de vello oscuro por todo el cuerpo, miró hacia afuera y vio cómo el oso que habría visto por la mañana del día anterior se le estaba echando encima con un rugido terrible. A dos metros de él. Le entro un miedo pánico terrible y, cuando el oso dio un salto hacia él con las garras en alto, se aferró al hacha y de un golpe brutal le dio en el cráneo al oso que calló a sus pies con un enorme ruido sordo y bufando su respiración que se le agotaba. Se le cayó el hacha, y, al momento todo volvió a a tiempo actual.

Se fue a su casa sudando con el terrible recuerdo del incidente. Nadie supo de él, no se lo dijo a nadie, salvo a mi, cuando estuvo con fiebres en invierno; y ya se encargó de hacerle promesa que no diría nada a nadie que pudiera identificarle. Así lo hice y lo hago y, por eso, su nombre es otro…
(Publicado el 17 de agosto de 2013 en el diario "La Tribuna de Ciudad Real")

20130811

Chardin

Mis manos ya no pueden pelar una manzana con facilidad, las veo y no reconozco aquellas manos que tuve hace años ya, cuando bajaba a la plaza a jugar con mis vecinos, corriendo, saltando y agarrándolos fuerte para no soltarlos, cuando el juego lo requería. Las mismas manos que agarraban las ramas del peral cuando subía en el huerto del  cura. Si, esas son las manos que tengo ahora, que aún siguen reteniendo la destreza para sujetar el pincel o el grafito, habiendo perdido firmeza y teniendo ganado con hartura certeza en el trazo, cada vez mas delicado, cada cuadro con luz plena.  Tengo que salir al campo. Si quieres Raoúl les puedo preguntar si puedes venir conmigo. Le diré a los de las caballerizas que cuando tengan que ir a por las provisiones que nos lleven, como la última vez. Una mañana entera es suficiente para los apuntes que preciso. Toda mi vida he dibujado y pintado con  detenimiento, viendo el resultado de cada trazo, de cada pincelada. Sabes Raoúl, mi padre fue un buen ebanista. Me admiraba cómo sacaba las formas de portentosos muebles de unas piezas de que antes eran troncos de árboles. Recuerdo a mi padre pasando la escofina por los bordes de la madera, viendo en cada pasada el relieve resultante, “es importante que no se pierda el sentido de la obra que haces por la premura o la prisa”- decía- y tenía razón.
Un cuadro debe captar el tiempo de una centésima de segundo; pararlo, y hacer que permanezca para toda la vida del cuadro, quizás siglos. Para eso es necesaria la calma y la tranquilidad, para atrapar la luz que es la que hace aparecer el color, las dimensiones  y la naturaleza propia del cuadro y, si sale bien, el que lo mire y se detenga a contemplarlo, se olvidará que es un cuadro y verá ese corto espacio de tiempo de un poco de la vida que ha quedado atrapada y ¡volverá a vivir la experiencia de ver lo que yo vi!
Raoul, tráete el carboncillo y papel, encontrarás muchos motivos para dibujar. Pero no esperes que yo te siga todo el rato, a los ochenta años poco se puede hacer con el cuerpo vencido y los músculos sin mas tensión que la precisa para moverse. Hubo un tiempo, Raoul, que llevaba yo mismo un pequeño coche  y uncía al caballo si ninguna ayuda, En L’Ouvre  tengo casi todo a mano. Buen favor hizo monsieur le Marquis  de Marigny, hermano como sabes de madame Pompadour, en conseguir de su majestad la cesión de la vivienda. La que es mi casa desde 1757. Tengo todo a mano, aunque me han de traer pinturas, aceite de lino y tierras desde el taller de un buen amigo. Es de agradecer la pensión de 500 libras que se me concedió. Sin embargo aun puedo vender alguno de mis cuadros. No es demasiado copiar alguno de los ya hechos; disfruto igual ejecutándolos; como mi padre disfrutaba haciendo el mismo mueble una y otra vez. Puedo hacerte un retrato dibujando, ya hice uno en 1737. ¿Te parecería bien Raoul? ¿Si? Acércame las gafas muchacho. Ponte en ese escritorio y coge el carboncillo y esa carpeta de allí.
-Maestro Chardin, lo haría con gusto pero no creo que sea una buena idea; recuerde que el médico le ha dicho que tiene que guardar reposo.
- Si, es cierto. Tiendo a olvidar los años y la salud. Pero sigo con las manos diestras y no hay que dejarlas ociosas… en fin, otro día.
-Jean Simeón, ¿te tomaste el jarabe?
- Si mujer, tomé el agua sucia…
Otro día maestro Chardin, Otro día.
Jean Baptiste Simeón Chardin, pareció no oírle… cogió la silla y se sentó frente a la ventana, La palilleria de plomo no impedía que entrara esa mañana un buen haz de luz que iluminaba la habitación. Los contornos de Raoul estaban bien definidos y, mientras oía cantar desde el jardín a un lúgano, cogió el grafito y fue lentamente haciendo el dibujo del retrato del muchacho. Él, al ver que el maestro se fijaba en su persona, se quedó quieto, pero no tanto como para parecer estático. Ya le había dicho el pintor que no debía moverse mucho pero moverse advirtiendo que esteba vivo. Con mano diestra, suavemente, fue deslizando el grafito por el lienzo y en momentos decisivos, hacía algo más de presión para marcar las sobras de la figura. Recordó las palabras que decía un día Voltaire: -Hay alguien tan inteligente que aprende de la experiencia de los demás. Y era verdad. Vio al maestro Boucher cómo encajaba un dibujo previo en un lienzo con trazo tan tenue que apenas se veía, eso ayudó para la limpieza de las pinceladas de óleo que vendían después. Y sin saber por qué le vino a la cabeza la revuelta del último invierno cuando se encareció el pan. Y se entristeció. Fue apareciendo poco a poco la figura de Raoul  y cuando ya lo tenía a punto para empezar a dar las primeras pinceladas de óleo dijo entre dientes: cuando termine este podría muy bien dar por concluida mi existencia. Soy mayor y lo que puedo conseguir ya es de escasa entidad y con sufrimiento, luego no me vería sorprendido si viniera la última hora. En ese momento, Raoul, se levantó de su asiento y se acercó a ver cómo iba su retrato y luego de detenerse un buen rato mirando como seguía repasando sus últimas pinceladas con las que remataba la manga del traje, volviendo la cara sobre el pintor dijo: - Maestro, ¿no es acaso esta creación que vos hacéis una forma de divinidad? ¿Acaso no hacéis aparecer de la nada algo que antes no existía y es hermoso? Jean Baptiste le miró y le dijo: - Eso es lo que me tiene unido aún a la vida, mi facultad de crear una obra que luego llena de felicidad al que la disfruta. Todo lo demás esta ya cumplido, Mis obras aún no.

¡Jean Simeón tu jarabe!  Ya lo tomé Margarita, ya lo tomé…

(Publicado el 10 de agosto de 2013 en el diario "La Tribuna de Ciudad Real")

20130804

La diferencia


Miró Sara por la ventana y vio como pasaba la gente por la calle. Llovía débilmente y los adoquines brillaban con el agua caída. La tarde se estaba poniendo rara. Tocaron las campanas y ni se detuvo a pensar para qué las tañían. No tenía ganas de salir y sin embargó lo iba a hacer. Como siempre, se  amargaba pensando en que todo el mundo la manipulaba, y concluía siempre en que era ella la culpable, por no tener valor para decir no.
Contaba su madre, y era la que mejor se pronunciaba sobre su hija, con entera sinceridad, que la niña nació buena, extraordinariamente buena, fuera de lo común. Así, desde muy chica, no le gustaban las peleas, las discusiones airadas ni los enfrentamientos. Cuando se vio alguna vez en el trance de decidir si hacía o no lo que le proponían, siempre decía: -lo que vosotros queráis, me da lo mismo. Y no era así. Como a todo el mundo, siempre se le ponía en el compromiso, como a todos, en hacer o no hacer alguna cosa que podía estar de acuerdo con sus intereses o no y pese a ello, para evitar conflictos, se avenía a transigir. Por eso, en los juegos infantiles, en las decisiones familiares, prácticamente salía siempre perdiendo. Bueno, le dolía, pero se guardaba su fastidio y se allanaba a lo que fuera. Era una chica buena, pero a los efectos prácticos algo tonta. Pero nos equivoquéis, la chica era muy inteligente, pero lo suyo era un exceso de sensibilidad, harto exceso. Aquella tarde bastó que le dijera su madre -¿me acompañas a comprar? y, sin mas, pese a su disgusto, dijo: -si mamá.
No mucho después, cuando tenía cumplido l6 años, se ofreció el hermano de su amiga, Charly, con los que estaba pasando unos días en su casa del campo, cuando ya vivía en Madrid, para llevarla en la bici, sentada en el cuadro, delante de él, rodeada por sus brazos y con sus caras rozándose. No le pareció bien, no porque no le gustara, sino porque temía que les llamaran la atención, pero le dijo que si. Y, la verdad, cuando iban en marcha, le pareció corto el camino…fue una buena sensación que no olvidaría nunca. Como no olvidó cuando sus amigas de la pandilla, en la Facultad, le invitaron a un guateque. Le daba pánico la idea, y no sabía cómo decir que no quería ir, pero cuando le preguntaron, solo tuvo valor para decir: -buenoo.
Por la tarde, cogió el metro y cada uno de los chicos que veía le parecía que le estaban mirando. Y las chicas que se encontró en el camino, parecían decirle: -tú chica, ¿para que vas a esa fiesta, si eres un cazo?
La verdad es que no era un cazo, ni tonta, ni aburrida. Tenía mucha cultura, adquirida por su costumbre desde niña por leer todo lo que caía en sus manos, y era tambien guapa, con muy buen tipo y en confianza, muy simpática. Y ocurrente. Eso si, cuando perdía el miedo y cobraba algo de valor, podía salir de sus apuros, pero… siempre cediendo.
Compró en una tienda de ultramarinos una botella de ginebra, otra de granadina y dos de zumo de limón. Quería colaborar porque harían Cup.
Al llegar al piso de su amiga, donde se iba a hacer el guateque, le abrió Pilar, y le hizo muchas alegrías. No creían que fuera a venir, y… allí estaba, con su cara inocente, su sonrisa de buena persona y una bolsa cargada de bebidas. Pasó y empezó en poco tiempo la fiesta. Todos bailaban y cuando se acercó Luis, y le pidió bailar, pese a que sabía poco y le daba un apuro tremendo, con terror a hacer el ridículo, solo supo decir: -buenoo. Luis que era el mas lanzado de la pandilla, cargadillo de tres destornilladores (que como todo el mundo sabe es vodka con naranja o limón) empezó a deslizar la mano algo mas debajo de la cintura. A Sara le subió el riego sanguíneo hasta la punta de los pelos de la cabeza y roja como un tomate, no supo decir…no. Solo se salvó con el cese de la canción de los Righteous Brothers, Unchained Melody (Melodía desencadenada). Luego a Luis no hubo que pararle, estaba fuera de juego, sentado en una silla, poniendo los discos en el tocadiscos y con los ojos entornados con una buena cogorza.
Lo peor es que Luis debió comentar con alguno de la pandilla que le había tocado el culo a Sara y que no pasó nada. Alguno después quiso probar como resultaba el invento y Sara se salvó por la decisiva intervención de Pilar. Esto de no saber decir que no o de no enfrentarse a los demás, cuando no coinciden los intereses, es una cosa complicada que puede traer situaciones muy adversas.
Así fue viviendo Sara, cargando con los peores puestos de su trabajo, por no contrariar a nadie, perdiendo en todos los enfrentamientos que se le iban poniendo y, conforme pasaba el tiempo se le iba acumulando una especie de rebeldía contenida que no terminaba de salir. Hasta que un día, en una terraza en la plaza, junto con todas sus amigas, y sus respectivos novios o maridos, llegó el momento de pedirlas consumiciones al camarero. Por una extraña coincidencia, muy rara en el país, todo pidieron lo mismo: un café con leche. Le llegó el turno por último a Sara y después de quedarse bloqueada y pensativa levantando la voz soltó con decidida y clara voluntad: -¡un capuchinoo! Y vio que no pasaba nada.

Desde ese momento, se rompió el invisible velo que la atenazaba y ya nadie más le puso contrariar. Supo decir que no, o decidir lo que más le convenía. ¡Cousas da vida! (que dicen en Galicia).
(Publicado en el diario "La Tribuna de Ciudad Real el 3 de agosto de 2013).

El sueño del gascón



Contaba el muchacho gascón, cuando hicieron parada en la casa de huerta, recién llegados de Qal'at Rabah, cómo inició su viaje desde su pueblo natal. Decía lo difícil que se le hizo la partida en una noche de vendavales y lluvias, en la que todo le invitaba a quedarse en su casa, al calor de la lumbre, donde su madre y sus hermanos le rogaron que demorase su salida, con lágrimas apenas contenidas. De cómo sus argumentos, cargados de razón, le hicieron un desgarro en el corazón que le llevo a tomar la decisión más comprometida de su vida. Todos sabían del compromiso de su padre, tomado por el vasallaje que tenía para con los Condes de Gascuña, ahora aquí con la Condesa, hoy reina Leonor, desde mucho tiempo atrás, protección y mejora para su familia, y en la que se sustentaba el patrimonio familiar.  Todo eso lo fue considerando por los caminos, entre abetos, hayas y pinos silvestres, en su recorrido por la Gascuña, pasando entre su negra sombra en los días, en su azulada sombra en las noches lunares, que cerraban la contemplación de los cielos y le sumergían  entre tanta vegetación. Eso le ayudó a no lamentar lo largo del camino que le esperaba. En Sarlat, tuvo ganas de quedarse, pues fue gratamente recibido en la  posada donde se hospedó, allí conoció a Adnette, la hija del dueño, con la que estuvo viendo la ciudad y todos los rincones más retirados, allí llegaron a amarse dos veces; entornaba los ojos con su recuerdo y reconocía una hermosa afición. Era moza de pelo brillante, como las plumas de un pato, y negro como una noche de invierno que hacía destacar todavía más los enormes verdes ojos con los que sonreía permanentemente. A ella le dedicó un poema cantado, en la noche de San Gregorio, el trovador de la tierra, Arnaut Guilhem, natural de  Marsan, con el coincidió en su posada. Poema que cantaba las cualidades de las verdes aguas del río Gabas, prendidas en los ojos de la moza, en la tormenta de un mes de junio. Por todo ello se le hizo muy difícil admitir la partida. El posadero confiaba en él y, en el tiempo que estuvo, ambos trabajaron juntos en el negocio, mientras estuvo allí, y lo hacía bien; jurando que no había comido nada mejor que los guisos de la posadera, pues tenía una mano especial para los cocidos de olla y los guisos de caza. Posiblemente, si algún día volvía a su tierra, volvería a buscar cuanto dejó allí. Contó su paso por Biscarretum, que en una piedra, al lado de la entrada de la Iglesia, en el soportal, lloró amargamente por la soledad que sentía, y allí le fueron dadas fuerzas para seguir por un labriego, que le dijo: “mozo, el mundo es tuyo, si lo quieres, es menester que eches  un poco de coraje en tu faltriquera”. Confesó Lucien que lo hizo y hasta el momento, no le había faltado. Algo quebrantado estaba,  porque seguía acordándose de su madre y sus hermanos, que eran lo que más quería. Pero seguía con coraje.
 Entre risas, admitió que se pasó tres días preguntando qué era “faltriquera” y cuando le señalaban abajo, a la altura de la ingle, creía que se refería el labriego a holgar con coraje. Y no llegaba a entender muy bien, cómo debía ser aquello, pues él siempre le había echado mucho valor al negocio. Menester fue que averiguase después que se refería a la bolsa, la poche, que así se le llama por su tierra. La faltriquera, la llevaba él muy escondida en el jubón. Era minúscula y en ella llevaba las monedas de oro que retenía para las emergencias cuando viajaba solo. Ahora no precisaba nada. Los gastos corrían a cargo del alférez  don Diego. Le había tomado afecto y cuando se dirigía a él, lo hacía como recordaba hacerlo con su padre. Reconocía su autoridad y mucho afecto.
 Decía como en la posada “El Gallo” del Burgo de Osma, al pié del horno, sentado en unos haces de jara, en los que habían puesto una estera, una mujer entrada en años, más bruja que virtuosa, le predijo que tendría una vida corta pero llena de emociones. No le quiso aceptar unas monedas por la predicción y, sin embargo, se le mostró con las manos muy diestras en buscar entre las ropas allí donde la sangre sube con prisa y endurece las carnes. Le encogió algo el ánimo, hasta angustiarle, las palabras de la mujer, pero se le pasó cuando le llevaron una pierna de cordero asada, que regó con una jarra de vino rojo como la sangre, de las bodegas que estaban suso el río Ucero.

 Le preguntaron donde aprendió a luchar tan joven y dijo que como había estado muy dispuesto en aprender el oficio de las armas, desde que llegó a Castilla, le fueron dadas lecciones muy deprisa y en el mismo campo donde se libraron tantas escaramuzas como participó; por lo que también anduvo con los ojos abiertos para aprender también a curarse las heridas que le ocasionaron tanta embestida; aunque él traía su arte muy bien cogido con su oficio de arquero. Llevaba un arco al que llamaba Lobou, que no era su nombre sino parecía llamarse algo así  a esos arcos en la tierra donde los hacían, tal y como le había dicho Kerr, el amigo galés que le regaló el que llevaba. Lo conoció cuando acudió a servir al Rey Enrique, allá en Aquitania, donde Kerr servía en el séquito del Rey. Era el arco de madera de yew, que es como llaman en allá a lo que en Gascuña llaman palet, y aquí tejo;  mide algo más de dos varas y un pie de largo; tan fuerte, que lanza flechas de una vara que quebranta la más fuerte cota de malla, o el casco más duro. Con él rompía su miedo ante el enemigo. Su certero tino lo apreciaban todos. En ese punto todos miraron al arco del gascón que reposaba apoyado con las demás armas, con renovado interés. Lucien se mostraba orgulloso de él. Como si fuera una joya, como si hablara de su familia. Al punto tal cansado estaba, y como si quisiera bañarse en sus recuerdos, escurrió su cuerpo sobre la montura que le servía de apoyo y entornando los ojos comenzó a contar muy bajo los versos de una canción aprendida del último juglar: “lesa, e tu non lesas de amar…”  Al momento quedó dormido. En una jornada estaría en Al-Arak, con el rey Alfonso y, su suerte, podría estar echada.

20130714

LA CARTA



Abrió Heinz la puerta abatible del taller a las ocho en punto de la mañana. Agobiado por el próximo tráfico de la calle principal, se evadía pensando en la subida del día anterior al Parque Natural de Berchtesgaden. Desde que fue con sus padres no había vuelto. Se imaginaba ahora tan perdido en la ciudad como la liebre de las nieves que vio allá arriba, entre los compañeros senderistas. Tenia ganas de repetir el viaje a Baviera. Vivir unos momentos en la naturaleza era fuerza y ánimo para vivir en la ciudad. Una vez que ordenó las cosas del despacho, puso las últimas facturas en su sitio y las herramientas, que se había dejado el chico el viernes, una a una, en su sitio. Se puso el mono de trabajo y encendió la radio. Abrió la puerta del taller de restauración y tal y como le advirtió Rutger, allí estaba: un Renault Primacuatre de 1930. Su estado no podía ser mejor después de tantos años de abandono. No tenía demasiadas partes oxidadas, la pintura estaba casi entera y los cromados aún se conservaban bastante bien. Sin embargo era importante desarmarlo casi por entero para poner las cosas en su sitio como cuando lo fabricaron, sustituyendo aquellas piezas y componentes que pudieran estar en mal estado. Con sus enormes faros parecía mirarle con una enorme tristeza. Su aspecto era como el de un hermoso espectro que fuera consciente de estar fuera de tiempo. La verdad es que era un coche precioso. Abrió la carpeta que había cogido del despacho y leyó las órdenes de restauración. Le hizo gracia la frase final que había puesto el propietario: dejarlo como nuevo.
A las doce y cuarenta y cinco minutos tenía quitados los asientos, había arrancado el hule del piso interior, las alfombrillas, que estaban pegadas por la mugre y dejó el interior a la vista. Paró a descansar y echó un vistazo a todo el entorno para comprobar si habría que hacer algo más y, entonces es cuando la vio. Al principio creía que era una tela del interior de la tapicería, pero cuando se arrodilló y se acercó a ver la rendija en la que estaba comprobó que era de papel. Con mucho cuidado tiró de él y al sacarlo supo con sorpresa que era una carta. Amarilleaba tanto el papel que más parecía ocre que blanco. Efectivamente debía ser muy antigua, tanto por el tacto del papel del sobre, algo tieso, como por la oxidación de la celulosa del papel. La letra del exterior, algo corrida por la humedad pero totalmente legible, hablaba del destinatario. Herr Adelfried Schmitt, Ansbach Strasse 23, München.  ¿Adelfried Schmitt? Le sonaba ese nombre y no sabía de qué. Abrió la carta cuyo pegamento ya no hacía su función y con cuidado la desplegó. Dentro, además de un escrito, había otro sobre cerrado. Leyó: -Querido Adelfried, dale a Raymond esta carta que te envío porque no se donde está ahora. Se fue disgustado cuando no contesté a su carta porque no estaba en casa por esos meses. Tuve que ir a trabajar a Ginebra para un encargo urgente del Ministerio de Exteriores. Pregunté en todos los sitios, incluso en su casa de  Günzburg, pero no cogía el teléfono. Dile que le guardo las novelas de  Henry Miller. Él sabe lo que significa. Un abrazo. Senta.
  Se quedó pensativo y de pronto se le iluminó la cara: ¡Günzburg! Exclamó, este Sr. Schmitt debe ser el mismo que vino con el propietario del Renault. Se fue al despacho y llamó a éste. – ¿Herr  Khol? Mire, soy Heinz, del taller donde dejó a restaurar el Renault Primacuatre, quería localizar al señor que vino con usted, Herr Adelfried Schmitt, ¿se llama a si? Si, si, el mismo… no, no es para una cuestión particular, si, si…ah pues muy bien démelo… apunto (apuntó un teléfono) muchas gracias, si… si ya me he puesto con él, esta mejor de los que parecía, creo que quedará fenomenal, si…si... bueno, ya le llamaré si surge algún contratiempo, pero de momento todo va bien. Repito muchas gracias, hasta luego.
 Miró Heinz hacia el techo y le empezó a temblar la mano de puro nervio. El taller empezó a encoger y el tiempo a ensancharse. Cuando recobró el aliento, se fue al despacho y llamó a su hermano. ¡Chico!, haz el favor, ven al taller y sigue tú con el Renault del 30. Me ha salido un compromiso muy importante y me tengo que ir. No creo que tarde mucho. Recogió, cerró cajones y despacho y cuando bajó la puerta basculante, respiró el aire puro y fresco que venía de las montañas. Llamó al Sr. Schmitt. – ¿Herr Adelfried Schmitt? Si… dígale que se ponga…de parte de dueño del taller de restauración en el que estuvo el otro día con Herr Khol… (esperó unos segundos y habló) - ¿Herr Adelfried? Si soy Heinz, mire es que cuando estaba restaurando el Renault Primacuatre ha aparecido entre las rendijas de la carrocería, en la parte de los asientos de atrás, una carta que es del 16 de mayo de 1947, va dirigida a usted pero dentro había otra para otro…Herr Raymond… si, si la misma… de acuerdo… le espero en la cafetería que hay enfrente del taller, si, si la antigua… en media hora o tres cuartos… Estupendo. Le espero…De nada, pensé que podía ser importante… de acuerdo, allí estaré…
Tres cuartos de hora tardó Adelfried en llegar a la cita y venía con él otro hombre de la misma edad que él aproximadamente. Se presentó como Raymond Houber y se mostraban muy nerviosos ante el descubrimiento de la carta. Se la entregó a Adelfried, pues a él iba dirigida y éste le dio la suya a Raymond, que con mucho cuidado, pero sin esconder su impaciencia, la abrió enseguida. Conforme la iba leyendo las lágrimas le fueron acudiendo y al término miró a Adelfried y luego a Heinz y, queriendo hablar, no le salían las palabras. Heinz se retiró, comprendiendo que era cuestión muy personal y que él al fin y al cabo era un extraño. Se fue a su taller y con la satisfacción de haber hecho una cosa bien hecha emprendió de nuevo su trabajo con el Primacuatre.
Al día siguiente se presentaron los dos amigos a ver a Heinz y le explicaron el misterio. Raymond al volver de la guerra, estuvo buscando a su pareja, Senta y no la encontró, cambió de domicilio varias veces y no hubo manera de tener contacto con ella, cuando le escribió no le contestó y pensó que había cambiado también su vida y no quería saber nada de él, después de sus últimas discusiones. Adelfried recogió la carta de Senta pero la perdió. Nunca se figuró que podía estar en el coche. Heinz preguntó intrigado - ¿y en todos estos años no se han podido ver? -Si, - respondió Raymond - la localicé y nos casamos pero la carta de la que ella me habló miles de veces, era una pesada carga que hacía de nuestro pasado un punto oscuro, alguna vez pensé que no la había escrito. Ahora todas las sombras desaparecieron y ella me dijo ayer que respiraba tranquila. Gracias por dárnosla.  Ahora la pondremos con un marco y un cristal. Tiene un gran valor para nosotros. -De nada. Ha sido… un verdadero placer. Pero…oiga, perdone si es una impertinencia… ¿y lo de las novelas de Henry Miiller? –Ah bueno… eso es una cuestión estrictamente privada, personal, y totalmente indesvelable, je, je (y guiñó un ojo).Cosas nuestras. –Entiendo. Totalmente.

Heinz pensó: el azar, aquello que se conoce como contrario a lo que se determina, a lo consecuente, puede cambiar las vidas… y siguió pensando en las montañas de la Selva Negra.
(Publicado en el periódico La Tribuna de Ciudad Real el 13 de julio de 2013)

20130711

El caso del nemuritor


A medianoche, un día de julio, estábamos mi vecino don Jorge y yo sentados con tranquilidad en su terraza donde me habló del Universo del que según él se extraen todos los misterios de la ciencia y de historia. Decía sobre los alquimistas, y de cómo la alquimia trataba de práctica protocientífica y disciplina filosófica que combina elementos de  química, metalurgia, física, medicina,  astrología,  semiótica, misticismo, espiritualismo y arte. Luego paso a la historia.   Mis conocimientos sobre historia no son pequeños aunque no soy una autoridad, ni mucho menos, pero lo que iba contando don Jorge eran cosas que jamás había oído, acontecimientos con detalle asombroso y con datos y citas que jamás había oído. Contó como en el siglo XVII un grupo de franceses, ingleses y holandeses desde la isla San Cristóbal en el Caribe empezaron comerciando con los galeones españoles y luego acabaron pirateándolos. A estos bucaneros, decía que los sorprendió Exquemalin haciendo grabados de sus habituales quehaceres de una manera tan precisa como ingenua. Don Jorge llamaba a los bucaneros con sus nombres y procedencia como si los hubiera conocido, como a Pierre Legrand, Fançois Lolonois, Bartolomé “El Portugues”, Rok Brasiliano, Montbars o Lewis Scott. Decía de este último que gustaba de comer la carne cruda, y de Brasiliano que en cuestión de compañía le daba a todos los palos. Lo que no deja de ser un chisme.
Oyendo estas cosas y otras, de la guerra de Sucesión española o de la primera Gran Guerra, se detenía en tantos detalles que parecía los hubiera vivido en persona. Cuando le pregunté cómo conocía tanto detalle de acontecimientos tan lejanos, en los que los documentos y archivos no suelen detenerse en contar, se sonrió. –Bueno. Dijo. –Yo no los he conocido, ni he vivido esos acontecimientos pero, como se que tu eres una persona seria y no cierras tu mente a las cosas que se salen de la normalidad, te diré que  sí conozco a una persona que ha vivido personalmente todo esto que te he contado.  Se hizo entre nosotros un silencio largo. Él me estaba dando tiempo para pensar y yo me lo estaba tomando. Luego con toda la carga de misterio asumida le contesté:- ¿Quién? – Te diré su nombre actual que no es el propio que tiene, y que solo él está autorizado para desvelarlo. Yo desde luego no, mientras no me lo autorice. Se hace llamar Monsieur Surmont. Y, si te interesa, le invito a cenar una noche y que te hable de todo lo que te pueda interesar. – De acuerdo. Le dije y poco después, cuando estaban encima, las estrellas Vega, Daneb y Altair, al frente de sus constelaciones, me retiré a dormir no sin la inquietud propia de estar ante un misterio que debía investigar, y del que , en principio no daba veracidad, pero tampoco se la quitaba.
Durante las siguientes semanas estuve indagando sobre el nombre de Surmont y entre las imágenes que daba la red estaba la de un hombre joven que me era muy conocido.   Saqué una copia y se la llevé a abuelo del primo Manuel. Pese a sus 98 años tenía la cabeza en muy buen estado y conocía prácticamente todo. Es de esas personas que se pasaron la vida leyendo y aprendiendo y ahora, lo que es la memoria remota, la conservaba en casi perfecto estado, escuchándolo los datos y referencia de todo lo que había vivido. Llegué hasta su casa, una de esas que nos hacen creer que empezamos a parecer hormigas, y Manuel me llevó directamente hasta la pequeña terraza, donde pasaba todo el día el viejecito viviendo sus momentos, cargados de amplios silencios en los que  removía sus recuerdos. Manuel me presentó y, nada verme dijo: -Joder Manolo, ¿como no me voy a acordar si le he llevado mas de una vez a la escuela? (y era verdad). Después, tomo la foto que copié de la red y mirándome me dijo: - Este es Surmont el amigo de mi abuelo. Era mucho mas joven que él, vino desde Inglaterra y nos contaba cosas prodigiosas como si las hubiera vivido sobre los acontecimientos del siglo XIX  y del XVIII. Fue alquimista famoso. La verdad es que nunca le creía hasta que el año pasado me hizo una visita y vi que estaba igual de joven que cuando yo era un niño. Creo que su verdadero nombre era el de un noble francés, pero en este momento no me acuerdo.

Después de confirmar mis sospechas, acudí a la cita con Jorge y con Surmont, puntualmente a media noche. Allí estaba. No aparentaba mas allá de cincuenta años, era fuerte y con la mirada profunda, con la serenidad que solo tienen los viejos muy mayores, los que vieron como pasaba la vida con todo tipo de incidentes, dramas, alegrías y conocimiento. Efectivamente, cuando habló de la Guerra de los Seis Días, en el Sinaí, hizo un paralelismo con la Guerra Madhista, de colonización del Sudán por los ingleses. Contó su presencia en Jartum con todo detalle y lo mismo cuando estuvo en la conquista de Umm Qatef y El-Arifh junto a general israelí, Sharon, en la de los Seis Dias. Vino a decir que, en todas las guerras, lo que hace perderlas es la soberbia de los que creen que antes de plantear una batalla la dan por ganada por creer que el número es lo principal. Después de oírle relatar los detalles de su presencia en la Guerra de Sucesión española, en la batalla de Almansa el 25 de abril de 1707, le pregunté por su verdadero nombre. Me dijo con una sonrisa: -Los nombres tienen una función cuando se es mortal, yo nací en Transilvania y lo diré en rumano, soy un nemuritor, que significa inmortal. Pero quizás vos haya conocido mi presencia con el nombre mas divulgado: soy el Conde de Saint Germain, y mi virtud está en eludir la violencia, mi vicio, tomar y nutrirme con la especial colación que descubrí ha muchos años, que me hace vivir permanentemente, hasta que encuentre algún sentido en no hacerlo. El misterio se había desvelado.
(Publicado en el diario "La Tribuna de Ciudad Real" el 6 de julio de 2013)

20130629

El misterio de la niña evanescente


El abuelo Julián, cuando estuvo viviendo de joven en la ciudad, arregló una casa que antes fue un inmueble de robusta fortaleza, muy cerca de la Plaza Mayor y entre ésta y la plaza de la Imprenta. Era uno de los inmuebles desocupados en el centro de Ourense durante la Dictadura de Primo de Rivera, que compró don Julián con la intención de hacer allí su residencia hasta acabar sus días. Luego, la vida le llevó a Madrid. Como iban cambiando los tiempos y no precisamente para estar muy tranquilo con la seguridad del país, antes de que llegara la República hizo una reforma muy seria y dejó la casa como una mansión sólida y de elegancia envidiable. La fachada de piedra de granito estaba rematada por el mas puro estilo gallego, con detalle en las esquinas a semejanza de las saeteras de un castillo, ciegas con piedra de mármol. Por dentro era muy acogedora y no había ninguna habitación sin uso, ni que sobrara o supusiera desmesura. Don Julián pasó los últimos meses, antes de irse de viaje por el mundo con unos compañeros de estudios, dedicado a su nieta Martina. Una inteligente niña de cinco años que estaba loca por la compañía de su abuelo. Él, que encontró en su nieta una inteligencia fuera de lo común, le fue contando, no solo relatos de la literatura tradicional gallega y europea, sino todos los consejos sabios que la experiencia le fue enseñando a él. Se pasaban el día yendo de habitación en habitación, como si lo hicieran de país en país, sumidos en todo tipo de aventuras. Le leía siempre un libro de Walter Scott, adaptado para niños, que le  compró y le encantaba: Ivanhoe. Terminaban siempre en la torre, así llamaban a la habitación pequeña más alta, desde la que se podía ver casi toda la ciudad. Así pasaron los días hasta que un día el abuelo retornó a Madrid para su viaje.  Para suplir la compañía del abuelo llegó, desde Allariz, Nerea, una prima de su madre que apenas tenía diez y seis años, pese a su poca edad tenía al parecer buena mano con los niños y necesitaba estar en la ciudad para seguir con sus estudios. Nerea cuando volvía con la niña del colegio, donde estudiaban las dos, se pasaba las horas muertas con Martina, incluso compartiendo las horas de estudio. Lo curioso era que más parecía que la niña enseñaba a jugar a su tía segunda que ésta a la niña. Todo iba bien hasta que un buen día cambió todo y la preocupación fue adueñándose de la casa.
Aquel día estaba Martina en su cuarto, donde la acababa de dejar Nerea y cuando la llamaron para cenar, no contestó. Subió Mercedes, su madre,  preocupada por si le había ocurrido algo, pero en su cuarto no estaba, empezó a llamarla por toda la casa elevando la voz y conforme la preocupación iba aumentando, su padre y Nerea se incorporaron a la búsqueda. Por mas que la buscaron no estaba en la casa. No pudo salir de ella porque ya habían cerrado las puertas con llave y, en todo caso, la niña no podía alcanzar a abrirlas. A la hora de la búsqueda, su padre, Martín se puso tan descompuesto que en menos de diez minutos había estado hasta en la policía; allí intentaron tranquilizarle diciéndole que esperara, porque lo normal es que Martina estuviera dentro de la casa escondida en algún lugar. Buscaron por toda la casa, debajo de las camas, en los armarios, en los baúles, en cajas de cartón grandes, en la despensa, en fin, en todos los lugares en los que podía caber la pequeña y que tuviera fácil acceso pero con resultado negativo. Cuando menos lo esperaban, de improviso, se oyó la voz de Martina y estaba en otra habitación y planta de donde desapareció, como si no hubiera ocurrido nada. De poco sirvió preguntarle donde había estado, lo más que decía era, como cantado: -Martina estabaa en casaaa. Con papáa, con mamáa, con Nereaa.
No dijo más. A partir de ese día, todos los días, a la hora más inesperada, volvía a desaparecer.  Estando en el salón, en el dormitorio que ocupó su abuelo, en el suyo  y, desde luego, cuando la situaban en la torre. Allí donde estaban con ella, si dormían o tuvieran que salir a cualquier cosa, cerraban con llave la habitación, pero aún así desaparecía. Y poco después, volvía a aparecer. Algunas veces cuando sus padres o Nerea se quedaban dormidos, se despertaron con un pequeño ruido que creían atribuir a la puerta que se cerraba. Pero la puerta estaba ya cerrada y con llave echada. La buscaban por donde la habían visto la última vez pero, como la niebla de noviembre se disipa con la tarde, así, ella no se volvía a ver. Se desvanecía sin dejar mas rastro que algún juguete o prenda que llevara en ese momento. Luego, sin saber cómo, aparecía en la casa en cualquiera de esas habitaciones o llamando desde la escalera. Le preguntaron una y otra vez. Martina seguía jugando ella sola a las aventuras de que le había enseñado su abuelo. De vez en cuando hablaba con su lenguaje de nombres raros, que les extrañaban, como Cedri de Rotevu.
A la semana, pese a la preocupación por lo extraordinario del fenómeno que observaban con la Martina, parecían haberse hecho a los acontecimientos y ya no lo comentaban fuera de los muy anchos muros de la casa nada de lo que ocurría. Martín, el padre de la niña, se pasaba las horas muertas ante el ordenador buscando explicación en las páginas de parapsicología que encontraba en Internet, pero no encontraba nada parecido. Hasta que un buen día, llamó el abuelo Julián desde Buenos Aires y, cuando le contaron lo que pasaba, les dijo riéndose: Ja, ja ,ja, que chica esta… no, no pasa nada; claro que os debía haber dicho a vosotros el secreto de la casa. En las esquinas, hay en cada planta un habitáculo secreto que se accede desde las librerías que hay en cada una de las habitaciones que dan a la esquina,  conectados por una pequeña escalera de caracol. Se iluminan los habitáculos por las saeteras, que solo están cegadas con alabastro traslúcido, no con mármol. Pulsando el resorte del listón de la izquierda de las librerías se accede. En ellos,  jugaba yo con Martina a las aventuras de Ivanhoe. Por eso decía ella lo de Sir Cedric de Rotherwood.

 Así pues, desvelado el secreto, todo vino a la normalidad y Martina, la niña evanescente, siguió jugando a sus aventuras
(Publicado en el diario La Tribuna de Ciudad Real el 28/6/2013).

La voz del secretario

A las cinco de la mañana estaba Cirilo esperando a su compañero en el bar. Acababan de abrir y el café que le dieron sabía a rayos. Tenía todas las grasas acumuladas del día anterior la cafetera y aún no se había aliviado de ellas. De todos modos, caliente, y con una tostada con aceite de oliva entraba con facilidad en su cuerpo quebrantado por el madrugón. Como sabía que era poco para él, Manolo, el dueño del bar, le acababa de hacer un par de huevos fritos a los que estaba dando cuenta sin pausa. La calle estaba en silencio, no muy lejos se oían ya a los mirlos preparar la amanecida con sus parloteos confidenciales, y los coches aparcados yacían dormidos con los ojos abiertos. Pensó Cirilo que lo que le habían encargado era lo más extraño que le habían dicho en su vida. A nadie se le ocurre pensar que buscar la manera de evitar que se movieran las cajas del archivo, tuviera que hacerlo tan temprano. Quizá estuviera pensando el Oficial Mayor que había alguien que se introducía por la noche y trasteaba entra las cosas del archivo. Temían en el Ayuntamiento que se estuviera robando documentación valiosa. El caso es que una vez que terminó su tempranero desayuno, como vio que no acudía su compañero, le llamó con el móvil y éste le dijo que no podía ir. Se había puesto enfermo con una enterocolitis. Se levantó de la mesa, le dio una voz a Manolo que estaba en el interior, preparando la bollería para el bar, y cuando salió se despidieron. Anduvo Cirilo por la calle Pedrera absorto en todo esto que le ocupaba, lo que hacía que andara como perdido, con la vista en el infinito, moviendo las piernas como un autómata y sin demasiada prisa. Las calles en silencio; un gato cruzó rápido y se detuvo en la acera de enfrente quedándose mirando muy fijamente, cuando él le miró se le erizó el pelo al felino y con un rugido espeluznante dio un salto y salió corriendo hacia la primera bocacalle. En ese momento, una súbita brisa fría le paso rozando empujando suavemente su cuerpo. Sintió escalofríos y le pareció que al oído le decían: Pero… me mató… Se sintió mal. Miró hacia atrás y hacia todos los lados pero junto a él no había nadie. Aceleró el paso y en unos minutos escasos estaba en el archivo municipal. Cerró con llave la entrada y, una vez dentro se sentó en un sillón acomodándose con los auriculares de la radió puestos. Y esperó. Empezó a dar vueltas lo que le dijo la voz. ¿a que se pudiera referir eso de “pero…me mato?..
A las cinco, treinta y cinco minutos vio como se empezaban a mover unos legajos de la estantería de los documentos más antiguos y uno concretamente empezó a salir poco a poco hasta quedar fuera de línea, unos ocho centímetros, y se paró. Pese a estar aterrorizado, se levantó para ver qué pasaba y volvió a recibir la brisa fría que le envolvió, dándole un suave empuje que le hizo desplazarse un paso. Los auriculares enmudecieron y oyó con claridad: - Pero…me mató. Paresce non sirbieron años de leal servicio a don Juan y a don Enrique… é non façieron gracia ni audiençia. Cirilo se quedó paralizado por el terror que sentía, y, aun así, sin saber porqué, dijo en voz alta: -¿pero… quien… te matóoo?.. La brisa fría le envolvió de nuevo y se oyó claro: - don Pero. ¿Quién? Insistió Cirilo tiritando de miedo. La voz contestó: - Pero Díaz de la Costana. ¿Y qué quieres? Le dijo Cirilo. – Justicia…
Cuando llegaron las siete, ya amanecida la mañana, la ciudad ya daba señales de haber despertado. El movimiento de las calles  y los primeros empleados llegaron cambiando el silencio por animación. Entró el Oficial Mayor y vio a Cirilo pálido con los ojos espantados y recogido en el sillón con las piernas abrazadas, hecho un ovillo. ¿Qué pasa Cirilo? ¿Estas malo? El pobre Cirilo no se atrevió a decir la verdad. No le iban a creer y le tomarían por loco. Solo se le ocurrió decir para justificar su situación: He pasado mucho frío. Pero no ha pasado nada…
Cuando pudo dormir un poco en su casa, a media tarde, se fue hasta el ordenador y empezó a buscar en Google el nombre que le oyó a la voz de aquella noche. En un principio no salía ninguna referencia, pero al cabo de un rato, y después de ensayar diversas búsquedas, al asociar el nombre con los de don Juan y don Enrique, salió el nombre en un documento de los juicios de la Inquisición: Reverendo señor Pero Díaz de la Costana, liçençiado en Santa Theología, canónigo en la Iglesia catedral de Burgos, nombrado inquisidor del Tribunal de la Inquisición de Ciudad Real en 1483. Entre los condenados y muertos por el Tribunal, estuvo Juan González Pintado, Secretario que fue del Rey Juan II y de Enrique IV; fue acusado y muerto el 24 de febrero de 1484.

Cirilo estuvo meses pensando en cómo podría hacer que se hiciera la justicia que demandada el Secretario de los reyes. Porque siguieron moviéndose las cajas del archivo y revolviéndose la documentación. Finalmente acordó hacer algo insólito para él. Mandó una nota a los periódicos, pagando un anuncio destacado relatando la desventura de Juan González Pintado. Una vez se publicaron los anuncios, dejaron de observarse las perturbaciones en el archivo y nunca más se supo de cuanto ocurrió en él.
(Publicado en el diario La Tribuna de Ciudad Real el 22/6/2013).

20130615

SOUS DALLE


Ha llegado una carta certificada para el jefe, dijo la chica de la entrada a Manolo,  secretario de Alberto Baufontaine, el abogado del bufete de la planta 21. Se volvió hacia el mostrador y cogió la carta que le ofrecía. – ¿Cómo te llamabas? –Gema. Contestó. – Gracias Gema. La sonrió mostrando algo más que agradecimiento. Estudió el sobre mientras subía en el ascensor y cuando llegó al despacho ya sabía la mínima información para su jefe. Alberto, tienes una carta –dijo nada mas entrar- me parece que es de un notario de Ciudad Real. ¿No es allí donde vivía tu abuelo?- Claro- contestó- te he contado un montón de veces, cómo estuve viviendo con él casi diez años. Justo el tiempo que estuvieron mis padres en Australia, cuando destinaron a mi padre a la Embajada en Canberra. Los muy cabritos pensaron que debía hacer primaria y bachiller en España y me dejaron con mi abuelo. A ver, dámela.- Abrió el sobre y después de leerla se quedó mirando al infinito, pálido, con la carta suspendida de la mano y sin decir palabra. –Qué pasa, le dijo Manolo. –Mi abuelo Achille, se murió hace quince días y nadie me lo ha dicho. Un notario me comunica que me ha dejado su casa y una caja con cosas personales. Debo ir allí enseguida.
Por la tarde cogió el tren y, en una hora y cuarto, estaba en la notaría hablando con el notario. Era también el albacea nombrado por Achille, por lo que le dio la llave de la casa, un sobre con una carta y  un pequeño cuadro con un escudo heráldico en el que se veía tres hojas de mirto y una pluma de ave blanca, abajo se leía en francés: Sous dalle, sauvé de l'obscurité. Recordó que esas palabras las repetía su abuelo muchas veces y le contó que su padre, el bisabuelo de Alberto, Alexandre, le había contado a su vez que, tras ellas, estaba el mejor tesoro para un Baufontaine. El abuelo Achille se pasó la vida intentando descifrar en que podía consistir el mensaje del lema familiar y nunca lo consiguió. Al llegar a la casa, los recuerdos de la infancia se le agolparon. Se fue derecho al despacho de su abuelo, donde al parecer estaba la caja con los objetos personales, según lo dicho por el notario. En la caja, además de las gafas de su abuelo, un pequeño paquete envuelto con papel amarillo por el tiempo, que contenía todas las cartas que Alberto le había mandado en los últimos años, las plumas estilográficas y el reloj de bolsillo, había varios cuadernos en los que había estado haciendo sus anotaciones en su investigación del significado del lema. El abuelo Achille había levantado todas las baldosas de la casa y no encontró nada. Pensó el hombre que la palabra “dalle” se refería a “baldosa”. Incluso, según constaba allí, había levantado las del panteón familiar en el cementerio, pero sin ningún resultado. Cansado, se sentó Alberto en el diván del salón y pensando en todo; al poco rato se tumbó de lado y se empezó a dormir. Pasaron por su memoria todos los momentos mejores de su infancia, entre los que recordaba las noches de agosto, en el patio grande, tumbados en las hamacas, viendo las estrellas. Todas las constelaciones se las sabía de memoria por que se las había enseñado él. Recordó con claridad las comidas en el patio en primavera y verano bajo el toldo, así como lo pesado que se ponía él preguntando al  abuelo Achille qué había bajo la losa del rincón, la que tenía una argolla de hierro en el centro. Decía el abuelo que era una de las cuevas como las que hay en la Mancha en todos los pueblos y ciudades. Su padre, el bisabuelo, le había dicho que estaba inundada de las aguas subterráneas y contaminadas por las tuberías de aguas sucias. De  manera súbita pensó: ¡bajo la losa! “Salle”  ¡no se refiere en este caso a baldosa, sino a losa! Saltó del diván y cogió el móvil. Llamó enseguida a un albañil y por la mañana allí estaba con un ayudante despegando la losa y, con una palanca, levantando la enorme losa de piedra. Una vez abierta, un olor de pesada humedad subió desde las profundidades de la cueva. No había agua hasta arriba como le contaron al abuelo. Bajaron por la escalera, iluminándose con unas linternas y a diez metros del pie de la escalera se abría una enorme sala con estantes de obra llenos de telarañas. Se podía ver de todas maneras lo que había en los estantes, todos llenos de unas tinajas de barro tapadas con sus tapas de barro, selladas con cera y lacre. Habría unas doscientas tinajas de un metro y medio de altas. Por un momento se acordó del cuento de Aladino, pero aquello era muy real. Pensando en la seguridad, les dijo a los albañiles que ya había encontrado la bodeguilla de vino viejo de sus antepasados,  subió con ellos al patio, les pagó y se despidió de ellos. Llamó a  Manolo, su secretario, para que viniera cuanto antes para ayudarle.  Cuando estuvo solo bajo a la cueva, abrió la primera tinaja. Dentro había libros, treinta y un libros. Eran de los siglos XVI, XVII, XVIII y XIX. Todos ellos estaban el en Index Librorum Prohibitorum, también llamado Index expurgatorius. La tinaja contenía Las Lettres persannes de Montesquieu, la Opera pósthuma de Spinoza, publicada en 1667, las Pensees de Pascal, los Ensayos de Michel de Montaigne, las Meditaciones metafísicas de Descartes y otros muchos, todos en aceptable buen estado, al haber estado en las tinajas cerradas herméticamente y protegidos por el barro con  su vidriado del interior y la cera de la tapa, también de barro vidriado por su parte interna.

Cuando llegó el secretario, hicieron recopilación de todos y resultó una biblioteca de 6.076 libros, todos ellos auténticas joyas y algunos de ediciones perdidas. Se hacia cierta la frase del lema en francés de la familia, cuya traducción era: Bajo la losa, salvados de la oscuridad. Tenía razón Achille, era el mejor tesoro para un Baufontaine.
(Publicado en el diario La Tribuna de Ciudad Real el 15/6/2013).

El celular

De una voz de Miguela despertó Álvaro de madrugada. Apenas entraba la luz por el cristal del transparente superior de la puerta. Se oían los pasos por el pasillo del ir y venir de Roberta, y su bajada por la escalera más que ruidosa. Nunca se cuidó la chica de guardar sigilo sabiendo que aun había en la casa gente si levantar. Bajó a coger el carbón de la carbonera, bajo la escalera, y, como no se guardaba, se oyeron por toda la casa las paladas del cogedor de hojalata con el que iba recogiéndolo en una espuerta de esparto. Se levantó Álvaro y abrigado con la batilla de franela se asomó al patio desde la ventana del corredor. Aun se veían las estrellas y pudo reconocer algunas de la constelación de Orión que ya quedaba casi por entero oculta por el tejado de la casa. Vió a Miguela que daba aire con el soplillo al brasero en el patio, haciendo extender las pocas brasas nacidas de la quema de unos hojas de periódico, levantando pavesas, iluminando el rincón del patio que aun no le llegaba la amanecida. La humedad del invierno aún no se había ido de los muros de la casa, que guardaban el frío. Cuando cantaba el gallo capón en el corral, oyó pasar un carro por la calle, y como empezaba a destemplarse se fué directo a la cocina, que siempre era el primer lugar en calentarse de la casa. Al entrar empezó a oír la radio que colgaba de la repisa con el tono muy bajo y apenas se oía fuera de la cocina. Billie Holiday cantaba The very Thoght of You. Siguió la melodía moviendo la cabeza de un lado a otro, mientras pensaba en cómo habría de ser el día que les esperaba y, sonrió.  En la pared, el taco del calendario marcaba el día: 30 de mayo de 1956.

El coche del su tío llegó puntual y, también puntual, fue la bajada de la cesta de mimbre con la comida y los platos dentro. La metieron en el maletero y  subieron todos al coche, perfumado como siempre con el acostumbrado olor a gasolina. En diez minutos estaban en la huerta donde ya esperaban todos los de la familia de su tía Amalia. El coche volvió a por más gente de la familia a la ciudad.


 Mayo había llegado allí con fuerza, en los campos de cereal se veía enrojecido  por las amapolas que se movían con la brisa y  en el borde del camino las flores silvestres estaban en sazón. Sin embargo hacia bastante fresco, lo que no parecía indisponer para la comida campestre. En pocos minutos, bajo la melia grande, se fueron disponiendo en batería las hamacas para los mayores, mientras los chicos hacían una completa inspección de la finca buscando maquinar aventuras sobre la marcha. Se fueron sentando en las hamacas según iban llegando, unos con el periódico, que en sus titulares decían de las inundaciones de Calatayud y de la visita del Vicepresidente de Brasil, Joao Goulart, recibido por  el ministro de Exteriores Martín Artajo;  otros con libros, todos con el firme propósito de descansar y dejar  en la ciudad sus preocupaciones. A las doce y media estaban todos al completo, justo cuando por la linde del norte vieron a Porfirio. Inmediatamente todo se aplazó con el primer comentario de la tía Irene, siempre atenta a la marcha de los vecinos. – Por allí va Porfirio, el “iluminado”. – ¿Porque le llamas así? - preguntó el tío Miguel. – Bueno, es que siempre termina hablando de los avances del futuro y disparata lo suyo. Yo ya le he oído más de una vez, y la verdad es que todo lo que dice, pese a que lo fundamente con conocimiento, no deja de ser un disparate, una locura.- Contestó El tío Alberto, dueño de la huerta. –Dejaros de misterio y contad, que queremos saber por que se le tiene puesto ese mote. –Convinieron los demás. Y tomando la palabra Alberto, resumió el asunto. –Dice que dentro de algunos años, todos tendremos en el bolsillo un teléfono,  y que con él podremos enterarnos de cualquier cosa que nos interese, vamos como si tuviéramos la Biblioteca Nacional a tiro. Además de poder poner mensajes que no nos costará una peseta y mandar cartas instantáneas. Según él los teléfonos dispondrán de muchos canales de frecuencia, de las ondas hertzianas, como las de la radio, con lo que se podrá conversar muchos con muchos, de forma como si fueran las celdas de las abejas, ya no funcionarán las emisiones de radio con lámparas sino con unas pequeñas celdillas con circuitos muy complejos, lo que facilitará su menor tamaño y la comunicación se verá incrementada geométricamente a través de las líneas de teléfono, poniendo en contacto a todo el mundo, sean servicios públicos o particulares. – ¡Dios Santo! Dijo Gregorio, el marido de la tía Irene. - ¡Que locura! Ese hombre… ¿cómo es que anda suelto?  ¡Ni que fuera el profeta Elías! ¡Todo eso no tiene ni pies ni cabeza! ¡Vamos, vamos!, todo esto es un disparate. Todos los demás rieron y  asintieron. –Bueno.- dijo Alberto. La ciencia esta progresando mucho, en Madrid ya están haciendo pruebas para la televisión, que dentro de unos años estará en cada uno de nuestros domicilios, quien sabe, a lo mejor no es ninguna quimera… Una sonrisa de incredulidad se dibujaba en todos los demás y con ella zanjaron el incidente, mientras Álvaro, que estaba escuchando detrás del tronco de la melia, pensó en cómo podría ser todo aquello. Recordaba lo que le había dicho su maestro: el principio de la ciencia es preguntarse cosas y buscar las respuestas. En ello estaba.

20130603

El Tapado


Daban las cinco y media en su reloj; cuando terminó de darle cuerda, acabó el desayuno que le había preparado Antonina. Muy fuerte para su estómago, castigado por los últimos trastornos ocasionados por su extrema preocupación por la situación social y familiar. Los huevos habían pasado bien pero el prosciutto se hizo resistir y allí se quedó en el plato de la vajilla de Capodimonte, haciéndose lugar entre sus flores estampadas. Entró el mozo y le dio el aviso que el coche ya estaba dispuesto. Poco después se deslizaba ladera abajo hacia los campos de cereal dorados por el sol y ahora sonrosados por las luces del alba. El coche se ceñía bien a las curvas pero tenia la suspensión mas dura que antes. Le habían puesto las ballestas nuevas y aun no tenían la suficiente flexibilidad.  Un halcón peregrino se hizo notar con su chillido y la sierra se encargó de repetirlo unas cuantas veces. Miró a la escopeta y la volvió a repasar. Los pistones corrían bien y estaba limpia. Una buena escopeta de dos pistones, inglesa, regalo del primo Cármine, en su parada en puerto, donde la compró.
Meditaba sobre las últimas noticias que llegaron de Caserta. Y la tensión que había en el pueblo con una creciente opinión favorable a la revuelta republicana de Garibaldi. Notaba que la gente le contestaba mal y ya habían roto los cristales de su casa tres veces. Pese a haber sido respetado hasta entonces, la airada y despótica respuesta de algunos terratenientes y miembros de la nobleza, nerviosos, cuando se enteraron que había entre ellos un “tapado”, habían levantado una contestación de los jornaleros y comerciantes que no auguraba nada bueno para él y su familia, al que encuadraban con todos los señores de la comarca.  Pero él no podía significarse, tendría que callar, pasara lo que pasara.
 De improviso oyó al cochero decirle: ¡don Calogero, vienen dos por la vereda y armados! El le contestó con tranquilidad:
 -Tu, a lo tuyo muchacho, ya me encargo yo de esto.
Asomó la cabeza por la ventanilla y los que venían llevaban las armas al hombro y se dirigían hacia el coche. En unos minutos se plantaron delante de los caballos y obligaron a parar. Uno de ellos cogió a las bestias por el bocado, sujetándolas con fuerza. Entonces don Calogero, asomó la cabeza y les dijo con tranquilidad: Id con paz muchachos, dejad paso que llevo prisa. Tengo asuntos urgentes en Caserta. ¿Qué es lo que queréis? Entonces, el que sujetaba los caballos los soltó, haciendo una señal a otro para que los sujetara y quitándose la gorra se acercó al coche.
-Don Calogero –dijo- me han dado instrucciones de que no salga nadie de la comarca, no puedo dejarle pasar. Vuélvase y quédese tranquilo en su casa.
- ¿Instrucciones? ¿Qué instrucciones? ¿Y de quien? ¿Para qué?, ¿Con qué fin? –dijo el caballero elevando la voz y haciendo notar que su enfado iba subiendo.
- No me han autorizado a dar explicaciones, don Calogero, pero seguro que se las darán, cuando sepan que esta su señoría en el pueblo.
- Mira muchacho, ¿como te llamas? – Ambrosio, señoría. – Pues mira Ambrosio, yo tengo que pasar, no puedo perder un asunto urgente en Caserta, y pueden ocurrir dos cosas: una,  que me dejes pasar y nadie sabrá que has incumplido tus obligaciones, o, segunda, que pase y tenga que daros dos golpes de pistón a los dos, con lo que seréis vosotros los que lamentareis el encuentro.
Diciendo esto, Ambrosio echó manos de su escopeta y, antes de que terminara de ponerla en posición de apuntar, ya tenía el cañón de la escopeta del caballero delante de sus narices. En un abrir y cerrar de ojos el cochero había atado a los dos y los llevaba hasta una encina cercana donde los ató fuertemente, de manera que los vieran los del pueblo cuando pasaran.
- Más vale que os inventéis una buena historia –les dijo- y que sea de bandidos, porque, si no es así, os van a coser a palos los cretinos que os han puesto en este aprieto. Y, ah, debéis saber, que en Caserta me encargaré de que os expliquen que no todos los señoriítos somos  monárquicos. Y, por eso mismo, es por los que estáis vivos. La revuelta tiene muchos detrás, y acabaremos venciendo. ¡Ale chico, dale a los caballos y arreando, que llevamos retraso!

En las calles de Annunciata se comentó al día siguiente el incidente de los dos hijos de Baldassare con unos bandidos. La semana siguiente marcharon los dos a Caserta a prestar servicio en las milicias de Garibaldi. Allí se encontraron con don Calogero, como comandante encargado de la intendencia del ejercito y responsable de que las fuerzas no tuvieran contratiempo alguno. Ambrosio y su hermano se pusieron lívidos al verle, hasta que les dijo: Qué, muchachos, ¿se os pasó ya el susto de los bandidos? 

Pues nada, cuidaros, que ya se sabe que por los caminos anda mucha mala gente…