THE WORDS COLLECTOR

GACETA LITERARIA ABIERTA. Sitio adecuado para las deposiciones de aquellas personas sensibles que tengan afición a las letras.

20140922

Publicado por Raymond Yeats en 8:43 a. m.

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Retrato de Johann Harms

Retrato de Johann Harms
EGON SCHIELE

Retrato del doctor Koller

Retrato del doctor Koller
EGON SCHIELE

El Señor y lo demás, son cuentos (fragmento)

El Señor y lo demás, son cuentos (fragmento)
Leopoldo Alas "Clarin"

El Señor y lo demás, son cuentos (fragmento)

" La humanidad de la Tierra se había cansado de dar vueltas mil y mil veces alrededor de las mismas ideas, de las mismas costumbres, de los mismos dolores y de los mismos placeres. Hasta se había cansado de dar vueltas alrededor del mismo Sol.
(...)
El Sol, ese burgués, me embiste con sus platitudes enojosas. Él cree hacernos un gran favor quedándose ahí plantado, sirviendo de fogón en esta gran cocina económica que se llama el sistema planetario. Los planetas son los pucheros puestos a la lumbre; y el himno de los astros, que Pitágoras creía oír, no es más que el grillo del hogar, el prosaico chisporroteo del carbón y el bullir del agua de la caldera... ¡Basta de olla podrida ! Apaguemos el Sol, aventemos las cenizas del hogar. El gran hastío de la luz meridiana ha inspirado este pequeño libro. ¡Qué él es sincero ! ¡Que él es la expresión fiel de un orgullo noble que desprecia favores que no ha solicitado, halagos de los rayos lumínicos, que le parecen cadenas insoportables!. Él tendrá bello el sol obstinándose en ser benéfico; al fin es un tirano; la emancipación de la humanidad no será completa hasta el día que desatemos este yugo y dejemos de ser satélites de ese reyezuelo miserable del día, vanidoso y fanfarrón, que después de todo no es más que un esclavo que sigue la carrera triunfal de un señor invisible.
"

Contacto:

E-Mail
Ramón Gallego Gil
rgallego2010@gmail.com

Novela negra

Novela negra
Dashiell Hammett

Cosecha Roja (Dashiell Hammett)

1. Una mujer vestida de verde y un hombre vestido de gris
En el Big Ship de Butte oí por primera vez a un minero pelirrojo de nombre Hickey Dewey que llamaba Poisonville a la ciudad de Personville. Tenia la costumbre de convertir las erres en diptongos, así que me importó poco su manera de nombrar la ciudad. Luego volví a oír el mismo nombre de boca de hombres capaces de pronunciar bien la erres. Lo tomé como una muestra más del humor vulgar que anima los retruécanos propios de la jerga de los bajos fondos. Unos años después fui a Personville y comprendí el exacto significado de esta palabra.
Utilizando uno de los teléfonos de la estación llamé a Donald Willsson al Herald para decirle que acababa de llegar.
—¿Podrá venir esta noche a mi casa a las diez? —tenia una voz agradable pero seca—. La dirección es Mountain Boulevard, 2.101. Coja un tranvía en Broadway y bájese en la confluencia con Laurel Avenue y camine dos manzanas en dirección oeste.
Le prometí que iría. Fui al hotel Great Western, dejé allí las maletas, y me fui a dar un vistazo a la ciudad.
La encontré fea. Los edificios hacían gala de una arquitectura afectada. Quizá había conocido tiempos mejores. Los altos hornos, con sus chimeneas de ladrillo levantadas al sur frente a una sombría montaña, habían impregnado la antigua pomposidad de una capa de suciedad ocre y de un humo espeso. En consecuencia, sus cuarenta mil habitantes vivían en una ciudad fea, hundida en un valle limitado por dos insípidos montes; las minas contribuían en gran manera a la fealdad general. Perdido entre las nubes negras que salían de las
chimeneas de los altos hornos, se veía el cielo.

El escritor

El escritor
Cesare Pavese

Años (Cesare Pavese)

De lo que era yo entonces no queda nada: apenas hombre, era aún un crío. Lo sabía hacía tiempo, pero todo ocurrió a finales del invierno, una tarde y una mañana. Vivíamos juntos, casi escondidos, en una habitación que daba a una avenida. Silvia me dijo esa noche que tenía que irme, o irse ella: ya no teníamos nada que hacer juntos. Le supliqué que dejara que probásemos de nuevo; estaba acostado a su lado y la abrazaba. Ella me dijo:

-¿Con qué finalidad? -Hablábamos en voz baja, a oscuras.

Luego Silvia se durmió y yo tuve hasta la mañana una rodilla pegada a la suya. Apareció la mañana como había aparecido siempre, y hacía mucho frío; Silvia tenía el pelo sobre los ojos y no se movía. En la penumbra yo miraba pasar el tiempo, sabía que pasaba y corría, y que afuera había niebla. Todo el tiempo que había vivido con Silvia en aquella habitación era como un solo día y una noche, que ahora terminaba por la mañana. Entonces comprendí que nunca volvería a salir conmigo entre la niebla fresca.

Era mejor que me vistiera y me marchase sin despertarla. Pero ahora tenía en la cabeza una cosa que preguntarle. Esperé, intentando adormilarme.

Cuando estuvo despierta, Silvia me sonrió. Seguimos hablando. Ella dijo:

-Es bonito ser sinceros, como nosotros.

-¡Oh, Silvia! -susurré-, ¿qué haré al salir de aquí? ¿Adónde iré?

Era eso lo que tenía que preguntarle. Sin apartar la nuca del almohadón, ella sonrió de nuevo, beatífica.

-Bobo -dijo-, irás a donde quieras. ¿No es hermoso ser libre? Conocerás a muchas chicas, harás todas las cosas que quieras. Te envidio, palabra.

Ahora la mañana llenaba el cuarto y sólo había un poco de calor en la cama. Silvia esperaba paciente.

-Tú eres como una prostituta -le dije- y siempre lo has sido.

Silvia no abrió los ojos.

-¿Estás mejor ahora que lo has dicho? -me dijo.

Entonces me quedé como si ella no estuviera, y miraba al techo y lloraba sin ruido. Las lágrimas me llenaban los ojos y corrían sobre la almohada. No valía la pena que se diera cuenta. Mucho tiempo ha pasado, y ahora sé que aquellas lágrimas mudas fueron la única cosa de hombre que hice con Silvia; sé que lloraba no por ella sino porque había entrevisto mi destino. De lo que era yo entonces no queda nada. Queda sólo que había comprendido quién sería en el futuro.

Luego Silvia me dijo:

-Ya basta. Tengo que levantarme.

Nos levantamos juntos, los dos. No la vi vestirse. Estuve pronto en pie, a la ventana; y miraba vislumbrarse las plantas. Detrás de la niebla estaba el sol, el sol que tantas veces había entibiado el cuarto. También Silvia se vistió pronto, y me preguntó si no me llevaba mis cosas. Le dije que primero quería calentar el café, y encendí el hornillo.

Silvia, sentada al borde de la cama, se puso a arreglarse las uñas. En el pasado se las había arreglado siempre en la mesa. Parecía abstraída y el pelo le caía continuamente sobre los ojos. Entonces daba sacudidas con la cabeza y se liberaba. Yo deambulé por el cuarto y recogí mis cosas. Hice un montón sobre una silla y de repente Silvia saltó en pie y corrió a apagar el café que se derramaba.

Luego saqué la maleta y metí las cosas. Mientras tanto, por dentro me esforzaba por recoger todos los recuerdos desagradables que tenía de Silvia: sus futilidades, sus malos humores, sus frases irritantes, sus arrugas. Eso me llevaba de su cuarto. Lo que dejaba era una niebla.

Cuando hube acabado, el café estaba listo. Lo tomamos de pie, junto al hornillo. Silvia dijo algo, que ese día iría a ver a un tipo, a hablar de un asunto. Poco después dejé la taza y me marché con la maleta. Afuera la niebla y el sol cegaban.

La lectora: una luz lateral para un momento de intimidad

La lectora: una luz lateral para un momento de intimidad
Jean Honorè Fragonard

CABELLOS LARGOS

CABELLOS LARGOS
La permanencia de la femineidad

Egon Schiele, dibujo

Con el pulso tan firme como se quiera llevar, acariciando el contorno del cuerpo con el trazo, moviendo la melena en su caída en pequeña cascada, enseñando la brisa que no se ve, y consolidando el erotismo de la postura con las medias de seda, Egon hizo lo que había que hacer: dejar inmovil en el tiempo una hermosa imagen en la que la humanidad de la modelo se trasformó en mágica.

Egon Schiele (Austria, 1890-1918)

Egon Schiele (Austria, 1890-1918)
Dr. Hugo Koller (1918)

Emilia Pardo Bazán (Los Pazos de Ulloa. -Fragmento)

" Entre las representaciones de una especie de pesadilla angustiosa que agitaba a Perucho veía el muchacho un animalazo de desmesurado tamaño, bestión Indómito que se acercaba a él rugiendo, bramando y dispuesto a zampárselo de un bocado o a deshacerlo de una uñada... Se le erizó el cabello, le temblaron las carnes, y un sudor frío le empapó la sien... ¡ Qué monstruo tan espantoso! Ya se acercaba..., ya cierra con Perucho..., sus garras se hincan en las carnes del rapaz, su cuerpo descomunal le cae encima lo mismo que inmensa boca... El chiquillo abre los ojos... Sofocada y furiosa, vociferando, moliéndole a su sabor a pescozones y cachetes, arrancándole el rizado pelo y pateándolo, estaba el ama, más enorme, más brutal que nunca. No hay que omitir que Perucho se condujo como un héroe. Bajando la cabeza se atravesó en la entrada del hórreo, y por espacio de algunos minutos defendió su presa haciéndole muralla con el cuerpo. Pero el enorme volumen del ama pesó sobre él y le redujo a la inacción, comprimiéndole y paralizándole. Cuando el mísero chiquillo, medio ahogado, se sintió libre de aquella estatua de plomo que a poco más le convierte en oblea, miró hacia atrás... La niña había desaparecido. Perucho no olvidará nunca el desesperado llanto que derramó por más de media hora, revolcándose entre las espigas. "

François Boucher

François Boucher
Retrato de Marie L O`Murphy

El Señor y lo demás, son cuentos (fragmento). Leopoldo Alas (Clarin)

" La humanidad de la Tierra se había cansado de dar vueltas mil y mil veces alrededor de las mismas ideas, de las mismas costumbres, de los mismos dolores y de los mismos placeres. Hasta se había cansado de dar vueltas alrededor del mismo Sol. (...)El Sol, ese burgués, me embiste con sus platitudes enojosas. Él cree hacernos un gran favor quedándose ahí plantado, sirviendo de fogón en esta gran cocina económica que se llama el sistema planetario. Los planetas son los pucheros puestos a la lumbre; y el himno de los astros, que Pitágoras creía oír, no es más que el grillo del hogar, el prosaico chisporroteo del carbón y el bullir del agua de la caldera... ¡Basta de olla podrida ! Apaguemos el Sol, aventemos las cenizas del hogar. El gran hastío de la luz meridiana ha inspirado este pequeño libro. ¡Qué él es sincero ! ¡Que él es la expresión fiel de un orgullo noble que desprecia favores que no ha solicitado, halagos de los rayos lumínicos, que le parecen cadenas insoportables!. Él tendrá bello el sol obstinándose en ser benéfico; al fin es un tirano; la emancipación de la humanidad no será completa hasta el día que desatemos este yugo y dejemos de ser satélites de ese reyezuelo miserable del día, vanidoso y fanfarrón, que después de todo no es más que un esclavo que sigue la carrera triunfal de un señor invisible. "

EL DIABLO COJUELO. Tranco primero. (Luis vélez de Guevara)

Tranco primero

Daban en Madrid, por los fines de julio, las once de la noche en punto, hora menguada para las calles, y, por faltar la luna, jurisdicción y término redondo de todo requiebro lechuzo y patarata de la muerte. El Prado boqueaba coches en la última jornada de su paseo, y en los bañes de Manzanares los Adanes y las Evas de la Corte, fregados más de la arena que limpios del agua, decían el Ite, río est, cuando don Cleofás Leandro Pérez Zambullo, hidalgo a cuatro vientos, caballero huracán y encrucijada de apellidos, galán de noviciado y estudiante de profesión, con un broquel y una espada, aprendía a gato por el caballete de un tejado, huyendo de la justicia, que le venía a los alcances por un estupro que no lo había comido ni bebido, que en el pleito de una doncella al uso estaba graduado en el lugar veintidoseno, pretendiendo que el pobre licenciado escotase sólo lo que tantos habían merendado; y como solicitaba escaparse del «para en uno son» (sentencia definitiva del cura de la parroquia y auto que no lo revoca si no es el vicario Responso, juez de la otra vida), no dificultó arrojarse desde el ala del susodicho tejado, como si las tuviera, a la buharda de otro que estaba confinante, nordesteado de una luz que por ella escasamente se brujuleaba, estrella de la tormenta que corría, en cuyo desván puso los pies y la boca a un mismo tiempo, saludándolo como a puerto de tales naufragios, y dejando burlados los ministros del agarro y los honrados pensamientos de mi señora doña Tomasa de Vitigudino, doncella chanflona, que se pasaba de noche como cuarto falso, que, para que surtiese efecto su bellaquería, había cometido otro estelionato más con el capitán de los jinetes a gatas que corrían las costas de aquellos tejados en su demanda, y volvían corridos de que se les hubiese escapado aquel bajel de capa y espada que llevaba cautiva la honra de aquella señora mohatrera de doncellazgos, que juraba entre sí tomar satisfacción de este desaire en otro inocente, chapetón de embustes doncelliles, fiada en una madre que ella llamaba tía, liga donde había caído tanto pájaro forastero.

A estas horas, el estudiante, no creyendo su buen suceso y deshollinando con el vestito y los ojos el zaquizamí, admiraba la región donde había arribado, por las extranjeras extravagancias de que estaba adornada la tal espelunca, cuyo avariento farol era un candil de garabato, que descubría sobre una mesa antigua de cadena, papeles infinitos, mal compuestos y ordenados, escritos de caracteres matemáticos, unas efemérides abiertas, dos esferas y algunos compases y cuadrantes, ciertas señales de que vivía en el cuarto de más abajo algún astrólogo, dueño de aquella confusa oficina y embustera ciencia; y llegándose don Cleofás curiosamente, como quien profesaba letras y era algo inclinado a aquella profesión, a revolver los trastos astrológicos, oyó un suspiro entre ellos mismos, que, pareciéndole imaginación o ilusión de la noche, pasó adelante con la atención papeleando los memoriales de Euclides y embelecos de Copérnico; escuchando segunda vez repetir el suspiro, entonces, pareciéndole que no era engaño de la fantasía, sino verdad que se había venido a los oídos, dijo con desgarro y ademán de estudiante valiente:

-¿Quién diablos suspira aquí?

Respondiéndole al mismo tiempo una voz entre humana y extranjera: -Yo soy, señor licenciado, que estoy en esta redoma, adonde me tiene preso ese astrólogo que vive ahí abajo, porque también tiene su punta de la mágica negra, y es mi alcaide dos años habrá.

-Luego ¿familiar eres? -dijo el estudiante.

-Harto me holgara yo -respondieron de la redoma-que entrara uno de la Santa Inquisición para que, metiéndole a él en otra de cal y canto, me sacara a mí de esta jaula de papagayos de piedra azufre. Pero tú has llegado a tiempo que me puedes rescatar; porque éste a cuyos conjuros estoy asistiendo me tiene ocioso, sin emplearme en nada, siendo yo el espíritu más travieso del infierno.

Don Cleofás, espumando valor, prerrogativa de estudiante de Alcalá, le dijo: -Eres demonio plebeyo, o de los de nombre?

-Y de gran nombre -le repitió el vidrio endemoniado-, y el más celebrado en entrambos mundos.

-¿Eres Lucifer? - le repitió don Cleofás.

-Ése es demonio de dueñas y escuderos -le respondió la voz.

-¿Eres Satanás? -prosiguió el estudiante.

-Ese es demonio de sastres y carniceros -volvió la voz a repetirle.

-¿Eres Belcebú? -volvió a preguntarle don Cleofás.

Y la voz respóndele: -Ése es demonio de tahures, amancebados y carreteros.

-¿Eres Barrabás, Belial, Astarot? -finalmente le dijo el estudiante.

-Esos son demonios de mayores ocupaciones -le respondió la voz-: demonio más por menudo soy, aunque me meto en todo: yo soy las pulgas del infierno, la chisme, el enredo, la usura, la mohatra; yo truje al mundo la zarabanda, el déligo, la chacona, el bullicuzcuz, las cosquillas de la capona, el guiriguirigay, el zambapalo, la mariona, el avilipinti, el pollo, la carretería, el hermano Bartolo, el carcañal, el guineo, el colorín colorado; yo inventé las pandorgas, las jácaras, las papalatas, los comos, las mortecinas, los títeres, los volatines, los saltabancos, los maesecorales, y, al fin, yo me llamo el Diablo Cojuelo.

-Con decir eso- dijo el estudiante- hubiéramos ahorrado lo demás: vuesa merced me conozca por su servidor; que ha muchos días que le deseaba conocer. Pero ¿no me dirá, señor Diablo Cojuelo, por qué le pusieron este nombre, a diferencia de los demás, habiendo todos caído desde tan alto, que pudieran quedar todos de la misma suerte y con el mismo apellido?

-Yo, señor don Cleofás Leandro Pérez Zambullo, que ya le sé el suyo, o los suyos- dijo el Cojuelo-, porque hemos sido vecinos por esa dama que galanteaba y por quien le ha corrido la justicia esta noche, y de quien después le contaré maravillas, me llamo de esta manera porque fuí el primero de los que se levantaron en el rebelión celestial, y de los que cayeron y todo; y como los demás dieron sobre mí, me estropearon, y así quedé más que todos señalado de la mano de Dios y de los pies de todos los diablos, y con este sobrenombre; mas no por eso menos ágil para todas las facciones que se ofrecen en los países bajos, en cuyas empresas nunca me he quedado atrás, antes me he adelantado a todos; que, camino del infierno, tanto anda el cojo como el viento; aunque nunca he estado más sin reputación que ahora en poder de este vinagre, a quien por trato me entregaron mis propios compañeros, porque los traía al retortero a todos, como dice el refrán de Castilla, y cada momento a los más agudos les daba gato por demonio. Sácame de este Árgel de vidrio; que yo te pagaré el rescate en muchos gustos, a fe de demonio, porque me precio de amigo de mi amigo, con mis tachas buenas y malas.

-¿Cómo quieres -dijo don Cleofás mudando la cortesía con la familiaridad de la conversación- que yo haga lo que tú no puedes siendo demonio tan mañoso?

-A mí no me es concedido -dijo el espíritu-, y a tí sí, por ser hombre con el privilegio del bautismo y libre del poder de los conjuros, con quien han hecho pacto los príncipes de la Guinea infernal. Toma un cuadrante de ésos y haz pedazos esta redoma; que luego en derramándome me verás visible y palpable.

No fue escrupuloso ni perezoso don Cleofás, y ejecutando lo que el espíritu le dijo, hizo con el instrumento astronómico jigote del vaso, inundando la mesa sobredicha de un licor turbio, escabeche en que se conservaba el tal diablillo; y volviendo los ojos al suelo, vió en él un hombrecillo de pequeña estatura, afirmado en dos muletas, sembrado de chichones mayores de marca, calabacino de testa y badea de cogote, chato de narices, la boca formidable y apuntalada en dos colmillos solos, que no tenían más muela ni diente los desiertos de las encías, erizados los bigotes como si hubiera barbado en Hircania; los pelos de su nacimiento, ralos, uno aquí y otro allí, a fuer de los espárragos, legumbre tan enemiga de la compañía, que si no es para venderlos en manojos, no se junta. Bien hayan los berros, que nacen unos entrepernados con otros, como vecindades de la Corte, perdone la malicia la comparación.

Asco le dió a don Cleofás la figura, aunque necesitaba de su favor para salir del desván, ratonera del astrólogo en que había caído huyendo de los gatos que le siguieron (salvo el guante a la metáfora), y asiéndole por la mano el Cojuelo y diciéndole: «Vamos don Cleofás, que quiero comenzar a pagarte en algo lo que te debo», salieron los dos por la buharda como si los dispararan de un tiro de artillería, no parando de volar hasta hacer pie en el capitel de la torre de San Salvador, mayor atalaya de Madrid, a tiempo que su reloj daba la una, hora que tocaba a recoger el mundo poco a poco al descanso del sueño; treguas que dan los cuidados a la vida, siendo común el silencio a las fieras y a los hombres; medida que a todos hace iguales; habiendo una prisa notable a quitarse zapatos y medias, calzones y jubones, basquiñas, verdugados, guardainfantes, polleras, enaguas y guardapiés, para acostarse hombres y mujeres, quedando las humanidades menos mesuradas, y volviéndose a los primeros originales, que comenzaron el mundo horros de todas estas baratijas; y engestándose al camarada, el Cojuelo le dijo: -Don Cleofás, desde esta picota de las nubes, que es el lugar más eminente de Madrid, mal año para Menipo en los diálogos de Luciano, te he de enseñar todo lo más notable que a estas horas pasa en esta Babilonia española, que en la confusión fue esa otra con ella segunda de este nombre.

Y levantando a los techos de los edificios, por arte diabólica, lo hojaldrado, se descubrió la carne del pastelón de Madrid como entonces estaba, patentemente, que por el mucho calor estivo estaba con menos celosías, y tanta variedad de sabandijas racionales en esta arca del mundo, que la del diluvio, comparada con ella, fue de capas y gorras.


Moby Dick o la ballena blanca (fragmento). HERMAN MELVILLE (1851)

A la mañana siguiente, Stubb le contaba a Flask lo que le había ocurrido por la noche con el capitán, y a resultas de lo cual, el primer oficial había tenido un sueño extraño en el cual el «viejo» le golpeaba con su pata de palo y cuando él quería devolver los golpes, se encontraba con que Acab se había transformado en una especie de pirámide contra la cual de nada valían sus esfuerzos.

-Extraño sueño -opinó Flask-. Pero lo que creo es que debes olvidarte de ello y dejar tranquilo al «viejo». Por cierto -añadió mirando hacia delante-: ¿Qué ocurre?

-¡Acab está gritando. Calla, que no lo oigo bien!

Mientras guardaban silencio, oyeron la voz del capitán que aullaba:

-¡Ah, de la cofa! ¡Todos ojo avizor! ¡Hay ballenas cerca! ¡Si veis una blanca, rompeos la garganta a gritos!

-¿Qué te parece, Flask? -preguntó Stubb-. ¿Una ballena blanca? ¿Qué diablos quiere significar esto? De todas formas hay algo especial en el viejo. Prepárate, al «viejo» le sangra algo por dentro. Pero, ¡ojo, que aquí viene!

Antes de continuar con mi narración, conviene que me ocupe de un asunto indispensable para la comprensión de mi historia.

Entre los balleneros se da la existencia de una clase especial de oficiales, los arponeros, que resulta totalmente desconocida en las demás marinas mercantes.

La gran importancia concedida a la profesión de arponero y el hecho de que en las primitivas pesquerías holandesas, hace ya casi dos siglos, el mando de un ballenero no recaía exclusivamente en el capitán, sino que lo compartía con un oficial al que llamaban literalmente el «cortador de tocino», es algo que ha marcado la profesión.

Por aquella época, la autoridad del capitán se reducía a lo relativo a la navegación y dirección general del barco, en tanto que el arponero-jefe gobernaba todo lo que se refería a la caza de ballenas y a sus derivados.

Esta costumbre se conserva aún en las pesquerías inglesas de Groenlandia, aunque haya decaído un poco el rango de dicho arponero, que ahora es muy inferior en autoridad al capitán.

Sin embargo, como el éxito de una campaña de pesca depende principalmente de la pericia de los arponeros, en las pesquerías norteamericanas, el arponero mayor no es solamente un oficial importante, sino que en determinadas circunstancias lleva el mando de la

cubierta, vive teóricamente aparte de la marinería y se le distingue de los demás tripulantes.

La larga duración de la campaña ballenera por los mares del Sur, sus peligros y la comunidad de intereses que reina en la tripulación, que no depende de salarios fijos sino de una parte de los beneficios, contribuyen a veces a que la disciplina no sea tan total como en otras marinas, aunque, por supuesto, esa disciplina no se rompe nunca.

Incluso, en muchos casos, el capitán observa una conducta absolutamente regia en su barco, y en el caso de Acab, éste exigía una obediencia ciega.

Y ahora quisiera hablar un poco acerca de las ballenas.

Existen varias especies de ellas. La «ballena azul» es la mayor, no solamente de los animales del mar, sino también de los de la tierra, y llega a medir más de treinta metros de larga. El rorcual es un poco más pequeño, apenas llega a los veinticuatro metros, y ambos tienen una aleta encima del lomo.

Luego están las ballenas propiamente dichas, que carecen de tal aleta, y de las cuales la mayor es la llamada ballena boreal, que vive en el océano Ártico y mide unos veinte metros.

La ballena tiene, pese a su descomunal tamaño, una garganta tan estrecha que por ella no cabría un pez de mediano grosor. Por eso, las ballenas no comen sino pequeños crustáceos y moluscos, así como ciertas algas. En lugar de dientes tienen una serie de láminas córneas, por lo cual tragan el alimento sin masticarlo. Las láminas córneas tienen forma de guadaña y son unas cuatrocientas, colocadas a ambos lados del paladar; sirven como colador para que escape el agua que han tragado junto a su alimento, el cual queda retenido en la lengua. La ballena puede permanecer sumergida hasta cuarenta minutos y entonces, al salir a la superficie, expele el agua que durante ese tiempo ha entrado en sus pulmones y lo hace en forma de surtidor, al que acompaña un fuerte resoplido.

Eso sí, mientras no le amenaza ningún peligro, permanece flotando en la superficie y hasta salta sobre ella, con la agilidad que nadie pensaría al ver su monstruoso tamaño. Hasta llega a salir por completo del agua.

Del cachalote, que es otra de las especies de ballena, se extrae un finísimo aceite. El cachalote tiene una cabeza enorme, que puede llegar a ser hasta un tercio de la longitud total del animal. Gran parte de esta cabeza está llena de ese líquido graso.

El cachalote carece de barbas, pero posee en cambio dientes muy poderosos en la mandíbula inferior, y en la superior unas cavidades en las que encajan los dientes. Éstos son de marfil y pueden tener hasta un centenar de ellos, que le sirven para devorar las presas, y éstas ya no son diminutas, sino pulpos, calamares y hasta tiburones pequeños y focas, pero sobre todo pulpos, los cuales, cuando son grandes, oponen muy fuerte resistencia, llegando a herir al cachalote con su córneo pico.

El cachalote se encuentra en casi todos los mares y generalmente viaja en bandadas; no es raro verle hacer cabriolas y dar enormes saltos sobre las olas, por lo que es extraordinariamente difícil clavarle el arpón. Los balleneros que lo sabían hacer, eran raros, ya que el cachalote tiene la costumbre de brincar sobre las lanchas, a

las cuales hunde y destruye con su enorme peso, sobre todo cuando esas barcas eran de madera.

Y dicho todo esto, continúo con mi relato.

A mediodía, «Buñuelo», el camarero, anunciaba a su señor que la comida estaba servida. El «viejo», sentado en la ballenera de barlovento, acababa de tomar la altura del sol.

Acab parecía no haberle oído, pero agarrándose a los obenques de la mesana, se deslizaba sobré cubierta y decía:

-A comer, señor Starbuck.

Éste daba una vuelta por cubierta y añadía por su cuenta:

-A comer, señor Stubb.

El cual, a su vez, anunciaba:

-A comer, señor Flask.

Esta costumbre no se interrumpía nunca, porque así lo exige la etiqueta marina. Lo mismo que si alguna vez en cubierta, uno de los oficiales podía mostrarse audaz e incluso retador frente al capitán, tan pronto como todos ellos se encontraban en la cámara, se tornaban humildes como niños.

Acab presidía la mesa como un rey preside su corte. Cada oficial aguardaba el turno para servirse, como un hijo que espera a que su padre empiece a comer. Acab hacía un gesto y Starbuck acercaba su plato, recibiendo la pitanza casi como si de una limosna se tratara. Y todo ello en silencio, ya que aunque Acab no ordenaba guardarlo en la mesa, todos ellos mantenían las bocas cerradas.

A Flask, el de menor graduación, le tocaban los trozos más pequeños y los huesos del puerco salado. Era el último en bajar a la cámara y el primero en subir de nuevo a cubierta. Apenas si había tenido tiempo para comer.

Acab y sus oficiales componían lo que pudiera llamarse la primera mesa de la cámara. Una vez que habían terminado y se habían marchado, se limpiaba el mantel por el camarero y les tocaba el turno a los balleneros.

Los cuales, por supuesto, no se comportaban con aquella helada cortesía y aquel respetuoso silencio, sino que bien al contrario lo hacían en una camaradería totalmente democrática. Comían ferozmente, haciendo ruido, y se llenaban la tripa con avidez, mientras intercambiaban bromas de palabra y obra. Tanto Queequeg como Tashtego tenían un apetito de lobo, por lo cual el pálido «Buñuelo» se veía y deseaba para llenarles los platos de grandes lonjas de tasajo. Y, ¡ay de él si no se daba prisa!, porque Tashtego le lanzaba inmediatamente el tenedor al trasero, como si se tratara de un arpón. E incluso alguna vez Daggoo lo levantó en vilo y le metió la cabeza en una cuba de madera, mientras Tashtego hacía ademán de cortarle el cuero cabelludo.

Con lo cual toda la vida de «Buñuelo». hombre pacífico si los hay, transcurría en un puro sobresalto. Era un verdadero espectáculo ver a Tashtego y a Queequeg frente a frente tratando de llegar a la conclusión de cuál de ellos tragaba más, mientras que el africano Daggoo, que no hubiera podido permanecer sentado en un espacio tan bajo de techo, comía tumbado en el suelo, y a cada uno de los movimientos de su inmenso corpachón, amenazaba con desencuadernar la camerata.

Y sin embargo era el más frugal de todos, casi, casi, podríamos decir que melindroso. En cambio Queequeg, con sus dientes limados, hacía un ruido tan atronador al tragar, que el pobre «Buñuelo» tiritaba sólo de verlo.

Luego salían todos de la cámara, ya que era costumbre que en ella sólo se estuviera a las horas de comer y que el tiempo de los arponeros y de los oficiales transcurriera casi siempre al aire libre.

Anna Karenina (Comienzo...) de León Tolstoi

León Tolstoi
Ana Karenina

PRIMERA PARTE

I

Todas las familias felices se parecen unas a otras; pero cada familia infeliz tiene un motivo especial para sentirse desgraciada.

En casa de los Oblonsky andaba todo trastrocado. La esposa acababa de enterarse de que su marido mantenía relaciones con la institutriz francesa y se había apresurado a declararle que no podía seguir viviendo con él.

Semejante situación duraba ya tres días y era tan dolorosa para los esposos como para los demás miembros de la familia. Todos, incluso los criados, sentían la íntima impresión de que aquella vida en común no tenía ya sentido y que, incluso en una posada, se encuentran más unidos los huéspedes de lo que ahora se sentían ellos entre sí.

La mujer no salía de sus habitaciones; el marido no comía en casa desde hacía tres días; los niños corrían libremente de un lado a otro sin que nadie les molestara. La institutriz inglesa había tenido una disputa con el ama de llaves y escribió a una amiga suya pidiéndole que le buscase otra colocación; el cocinero se había ido dos días antes, precisamente a la hora de comer; y el cochero y la ayudante de cocina manifestaron que no querían continuar prestando sus servicios allí y que sólo esperaban que les saldasen sus haberes para irse.

El tercer día después de la escena tenida con su mujer, el príncipe Esteban Arkadievich Oblonsky –Stiva, como le llamaban en sociedad–, al despertar a su hora de costumbre, es decir, a las ocho de la mañana, se halló, no en el dormitorio conyugal, sino en su despacho, tendido sobre el diván de cuero.

Volvió su cuerpo, lleno y bien cuidado, sobre los flexibles muelles del diván, como si se dispusiera a dormir de nuevo, a la vez que abrazando el almohadón apoyaba en él la mejilla.

De repente se incorporó, se sentó sobre el diván y abrió los ojos.

«¿Cómo era», pensó, recordando su sueño. «¡A ver, a ver! Alabin daba una comida en Darmstadt...

Sonaba una música americana... El caso es que Darmstadt estaba en América... ¡Eso es! Alabin daba un banquete, servido en mesas de cristal... Y las mesas cantaban: "Il mio tesoro"..: Y si do era eso, era algo más bonito todavía.» Había también unos frascos, que luego resultaron ser mujeres...»Los ojos de Esteban Arkadievich brillaron alegremente al recordar aquel sueño. Luego quedó pensativo y sonrió.«¡Qué bien estaba todo!» Había aún muchas otras cosas magníficas que, una vez despierto, no sabía expresar ni con palabras ni con pensamientos.Observó que un hilo de luz se filtraba por las rendijas de la persiana, alargó los pies, alcanzó sus zapatillas de tafilete bordado en oro, que su mujer le regalara el año anterior con ocasión de su cumpleaños, y, como desde hacía nueve años tenía por costumbre, extendió la mano hacia el lugar donde, en el dormitorio conyugal, acostumbraba tener colocada la bata.Sólo entonces se acordó de cómo y por qué se encontraba en su gabinete y no en la alcoba con su mujer; la sonrisa desapareció de su rostro y arrugó el entrecejo.–¡Ay, ay, ay! –se lamentó, acordándose de lo que había sucedido.Y de nuevo se presentaron a su imaginación los detalles de la escena terrible; pensó en la violenta situación en que se encontraba y pensó, sobre todo, en su propia culpa, que ahora se le aparecía con claridad.

–No, no me perdonará. ¡Y lo malo es que yo tengo la culpa de todo. La culpa es mía, y, sin embargo, no soy culpable. Eso es lo terrible del caso! ¡Ay, ay, ay! –se repitió con desesperación, evocando de nuevo la escena en todos sus detalles.

Los pazos de Ulloa (fragmento) Emilia Pardo Bazán

Los pazos de Ulloa (fragmento)

" Entre las representaciones de una especie de pesadilla angustiosa que agitaba a Perucho veía el muchacho un animalazo de desmesurado tamaño, bestión Indómito que se acercaba a él rugiendo, bramando y dispuesto a zampárselo de un bocado o a deshacerlo de una uñada... Se le erizó el cabello, le temblaron las carnes, y un sudor frío le empapó la sien... ¡ Qué monstruo tan espantoso! Ya se acercaba..., ya cierra con Perucho..., sus garras se hincan en las carnes del rapaz, su cuerpo descomunal le cae encima lo mismo que inmensa boca... El chiquillo abre los ojos... Sofocada y furiosa, vociferando, moliéndole a su sabor a pescozones y cachetes, arrancándole el rizado pelo y pateándolo, estaba el ama, más enorme, más brutal que nunca. No hay que omitir que Perucho se condujo como un héroe. Bajando la cabeza se atravesó en la entrada del hórreo, y por espacio de algunos minutos defendió su presa haciéndole muralla con el cuerpo. Pero el enorme volumen del ama pesó sobre él y le redujo a la inacción, comprimiéndole y paralizándole. Cuando el mísero chiquillo, medio ahogado, se sintió libre de aquella estatua de plomo que a poco más le convierte en oblea, miró hacia atrás... La niña había desaparecido. Perucho no olvidará nunca el desesperado llanto que derramó por más de media hora, revolcándose entre las espigas. "

EL HUERTO

EL HUERTO

Entre las berzas

Entre las hojas de las berzas bailan las gotas de lluvia trocadas en cristalinas gemas. Los petirojos las cogen sin permiso y aprovechan para llevarse algún parásito que cumple su dieta.


En la olla de barro, cuya barriga arde junto al fuego, bailan las judías toda la mañana, hartas de los programas de radio que se repiten día tras día sin remedio. El trozo de morcón se deja sumergir esperando su destino y los chorizos y las morcillas se van quedando orondos después de haber dejado teñido el cocer de las verduras con sus condimentos. Crepita la lumbre, los sarmientos aguantan lo suficiente para que los troncos vayan enrojeciendo con el fuego. Pasan las horas y toda la cocina es una fiesta.

¿IURA NOVIT CURIA?

¿IURA NOVIT CURIA?
Goya. Los juristas, como los curas, tienden a rebuznar, sin control

Foz de Arbaiun.Navarra

Foz de Arbaiun.Navarra
El agua se abre camino por los tiempos

Por el sentido de Daumier

Daumier, fue un pintor de una espléndida y precisa sensibilidad plástica. Como yo mismo ( y sigo siendo un aprendiz) me he calificado algunas veces de pintor que escribe, podría decir, sin posibilidad de errar demasiado, que él fué un escritor que pintaba. Sus cuadros son párrafos enteros de una narrativa intensa y certera. Sos ojos eran la puerta de entrada para una memoria integral del mundo y sus gentes. De vitalidad extrema, aún mantiene en sus cuadros la expresión original como si acabara de hacerlos y como si aquellos tiempos y aquellos lugares donde él vivió estuvieran aquí con nosotros. Aún así está claro que supo adentrarse en el fondo real del Quijote y en esa imagen de abajo, del boceto sobre Alonso Quijano en Sierra Morena, esta retratada la tierra dura y solitaria de la meseta castellana en la que La Mancha tiene un lugar especial y conocido. La visión de un pastor guardando sus ovejas en la llanura no dista mucho de el caballero cervantino tratando de romper la realidad dura con una disposición mental nueva, muy lejos de las conciencias paisanas.

QUIJOTES Y SANCHOS

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Don Quixote de Daumier.

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Mañana en la calle

No estoy seguro si fue hace veinte o treinta años, quizá cuarenta. Ya, da lo mismo el tiempo en que ocurrió, porque lo importante para mí es que la memoria lo tiene guardado como si hubiese sido ayer mismo. Una mañana de junio, cuando las ocho volvían a traer las voces de los repartidores de leche, de pan y de periódicos, abrí los ojos justo delante de la ventana en la que el sol llegaba con claridad. Por primera vez en mucho tiempo no tenía que ir a trabajar, ni preocuparme por hipotecas, ni siquiera por plazo alguno que venciera. Con esa extraordinaria sensación, que no dejaba de ocasionar un cierto vacío, pero mucha tranquilidad, me levanté, dejé que el agua de la ducha fuera cubriendo mi cuerpo mucho más tiempo que nunca, tanto, que los dedos de los pies quedaron arrugados y pálidos como si les hubieran dado un susto. Desayuné solo un zumo de naranja, con las pastillas que me han de acompañar hasta que cierre el último párpado, y fuí desdoblándo el NY Times, para leer mucho más despacio que cualquier otro día de los que recordé. Cambió el mundo, cambiaron las costumbres, hasta las mas triviales, y aun conservaba los viejos hábitos de juventud. La luz de la calle, compuesta entre los árboles, y dando luz a las losas de cemento fue fijándose en la memoria para guardarla allí hasta que más tarde, en el taller, la fuera sacándo poco a poco sobre la tabla con la cremosa luz de los óleos depositándose poco a poco, con un feliz deslizamiento, lento, lo mas delicado que puedo, hasta que queda satisfecha mi consciencia. La creación se cumple y solo quiero más cuando más adelante veo otra composición que me empuje hacer otra. Dia a día, las mañanas de luz de junio, desde que ya no pertezco al sector productivo, traen buenos momentos que hacen envidiar a las maravillosas noches de verano, sentado en el alfeizar, oyendo una buena audición de jazz o voces lejanas desde la onda corta. Q.Ko.

Harlem por la mañana

Harlem por la mañana
Calle de Harlem

Continuidad de los parques Julio Cortázar)

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restallaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer. Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano. la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

Daumier.Saltimbanquis

Daumier.Saltimbanquis
O la función pública...

Jorge Luis Borges. El hacedor (fragmento)

" Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas. Yo camino por Buenos Aires y me demoro, acaso ya mecánicamente, para mirar el arco de un zaguán y la puerta cancel; de Borges tengo noticias por el correo y veo su nombre en una terna de profesores o en un diccionario biográfico. Me gustan los relojes de arena, los mapas, la tipografía del siglo XVIII, las etimologías, el sabor del café y la prosa de Stevenson; el otro comparte esas preferencias, pero de un modo vanidoso que las convierte en atributos de un actor. Sería exagerado afirmar que nuestra relación es hostil; yo vivo, yo me dejo vivir, para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica. Nada me cuesta confesar que ha logrado ciertas páginas válidas, pero esas páginas no me pueden salvar, quizá porque lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o la tradición. Por lo demás, yo estoy destinado a perderme, definitivamente, y sólo algún instante de mí podrá sobrevivir en el otro. Poco a poco voy cediéndole todo, aunque me consta su perversa costumbre de falsear y magnificar. Spinoza entendió que todas las cosas quieren perseverar en su ser; la piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre un tigre. Yo he de quedar en Borges, no en mí (si es que alguien soy), pero me reconozco menos en sus libros que en muchos otros o que en el laborioso rasgueo de una guitarra. Hace años yo traté de librarme de él y pasé de las mitologias del arrabal a los juegos con el tiempo y con lo infinito, pero esos juegos son de Borges ahora y tendré que idear otras cosas. Asi mi vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es del olvido, o del otro. No sé cuál de los dos escribe esta página. "

Foz de Arbaiun. Navarra

Foz de Arbaiun. Navarra
El agua se abre camino por los tiempos

PEPITA JIMENEZ (fragmento) Juan Valera

" Como salí de aquí tan niño y he vuelto hecho un hombre, es singular la impresión que me causan todos estos objetos que guardaba en la memoria. Todo me parece más chico, mucho más chico, pero también más bonito que el recuerdo que tenía. La casa de mi padre, que en mi imaginación era inmensa, es sin duda una gran casa de un rico labrador, pero más pequeña que el Seminario. Lo que ahora comprendo y estimo mejor es el campo de por aquí. Las huertas, sobre todo son deliciosas. ¡Qué sendas tan lindas hay entre ellas! A un lado, y tal vez a ambos, corre el agua cristalina con grato murmullo. Las orillas de las acequias están cubiertas de hierbas olorosas y de flores de mil clases. En un instante puede uno coger un gran ramo de violetas. Dan sombra a estas sendas pomposos y gigantescos nogales, higueras y otros árboles, y forman los vallados la zarzamora, el rosal, el granado y la madreselva. (...)He pensado muchas veces sobre dos métodos opuestos de educación: el de aquéllos que procuran conservar la inocencia, confundiendo la inocencia con la ignorancia y creyendo que el mal no conocido se evita mejor que el conocido, y el de aquéllos que, valerosamente y no bien llegado el discípulo a la edad de la razón, y salva la delicadeza del pudor, le muestran el mal en toda su fealdad horrible y en toda su espantosa desnudez, a fin de que le aborrezca y le evite. Yo entiendo que el mal debe conocerse para estimar mejor la infinita bondad divina, término ideal e inasequible de todo bien nacido deseo. Yo agradezco a usted que me haya hecho conocer, como dice la Escritura, con la miel y la manteca de su enseñanza, todo lo malo y todo lo bueno, a fin de reprobar lo uno y aspirar a lo otro, con discreto ahínco y con pleno conocimiento de causa. Me alegro de no ser cándido y de ir derecho a la virtud, y en cuanto cabe en lo humano, a la perfección, sabedor de todas las tribulaciones, de todas las asperezas que hay en la peregrinación que debemos hacer por este valle de lágrimas y no ignorando tampoco lo llano, lo fácil, lo dulce, lo sembrado de flores que está, en apariencia, el camino que conduce a la perdición y a la muerte eterna. (...)Y, sin embargo, no sé qué extraño temor, qué singular escrúpulo, qué apenas perceptible e indeterminado remordimiento me atormenta ahora, cuando tengo, como antes, como en otros días de mi juventud, como en la misma niñez, alguna efusión de ternura, algún rapto de entusiasmo, al penetrar en una enramada frondosa, al oír el canto del ruiseñor en el silencio de la noche, al escuchar el pío de las golondrinas, al sentir el arrullo enamorado de la tórtola, al ver las flores o al mirar las estrellas. Se me figura a veces que hay en todo esto algo de delectación sensual, algo que me hace olvidar, por un momento al menos, más altas aspiraciones. No quiero yo que en mí el espíritu peque contra la carne; pero no quiero tampoco que la hermosura de la materia, que sus deleites, aun los más delicados, sutiles y aéreos, aun los que más bien por el espíritu que por el cuerpo se perciben, como el silbo delgado del aire fresco cargado de aromas campesinos, como el canto de las aves, como el majestuoso y reposado silencio de las horas nocturnas, en estos jardines y huertas, me distraigan de la contemplación de la superior hermosura, y entibien ni por un momento, mi amor hacia quien ha creado esta armoniosa fábrica del mundo. "

--...---


José María Eça de Queiroz El primo Basilio (fragmento)

" La línea muy quebrada de tejados, de esquinas de casas de Mouraria y de Alfama desciende con ángulos bruscos hasta las más pesadas torres de la catedral, con su aspecto abacial y secular. Después viene un pedazo del río, lleno de luz: dos velas blancas pasaban lentamente; y en la otra parte al pie de una colina baja que el aire distante azulaba, se extendía una fila de casas de una pequeña población de un blanco brillante. De la ciudad subía un rumor grande y lento, donde se mezclaban el rodar de los trenes, el pesado rodar de los carros de madera, la vibración metálica de las carretas que llevan hierro, y algún grito agudo de pregón. - ¡Gran panorama! - dice el consejero con énfasis. Y luego empezó el elogio de la ciudad. Era una de las más bellas de Europa. "

La ciudad y las sierras
(fragmento)

" En la ciudad (como hizo notar Jacinto) no se contemplan, ni se recuerdan los astros, porque los gases y los globos eléctricos los escamotean. Por eso (como yo advertí) nunca se entra en aquella comunión con el universo, que es la única gloria y el único consuelo de la vida. Pero en la sierra, sin disformes edificios de seis pisos, y sin cuidados que puncen, como las hojas de la chumbera, haciéndonos mirar al suelo, un Jacinto, un Fernández, libres, bien comidos, fumando desde los bancos de una ventana, pueden contemplar los astros y los astros contemplarles a ellos. Unos, ciertamente, con ojos de sublime inmovilidad y de sublime indiferencia, pero otros curiosamente, ansiosamente, con una luz que diríais que hace guiños, que llama, como si quisieran desde tan lejos revelar sus secretos o comprender los nuestros. "


-----...------


William Faulkner

El sonido y la furia (fragmento)

" Quentin, que amaba no el cuerpo de su hermana, sino algún concepto de honor familiar y (él lo sabía bien), temporalmente suspendido en la frágil y diminuta membrana de su virginidad, semejante al equilibrio de una miniatura en la inmensidad de la esfera terrestre sobre el hocico de una foca amaestrada. Quien amaba, no la idea del incesto que no cometería, sino algún presbiteriano concepto de su eterno castigo: él y no Dios, podría arrojarse a sí mismo y a su hermana al infierno, donde eternamente podría protegerla y cuidarla para siempre jamás, invulnerable ante las llamas inmortales. Él que sobre todas las cosas amaba la muerte, y que quizá sólo amaba a la muerte, amó y vivió con deliberada y pervertida curiosidad, tal y como ama un enamorado que deliberadamente se reprime ante el prodigioso cuerpo complaciente, dispuesto y tierno de su amada, hasta que no puede soportarlo y entonces se lanza, se arroja, renunciando a todo, ahogándose. "

Una fábula (fragmento)

" Es la función de todo comandante aquella de hacerse odiar por sus soldados, para que cuando acometan una orden en batalla la ejecuten con todo ese odio que reservan para tí, el odio extremo que les lleva a matar... pero nunca pude imaginar que se pudiera llegar a odiar tanto, tanto odio, que se negaran a obedecer las ordenes de un superior; no se puede odiar tanto, no es posible. "





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