20140918

LAS UVAS DE LA MUERTE


El sábado 29 de agosto de 1609  llegaba al pueblo de Malagón la galera de unos arrieros que venía desde la Villa de Madrid. La conducía el mayor de ellos Isidoro,  de cincuenta y ocho años, marcado por las enormes arrugas de su piel quemada por el sol. Los caballos y mulas tiraban con alguna dificultad, se notaba que la carga era pesada. Sobre unos sacos de arroz iba echado el mozo, adormilado. Otro arriero, Damián, que iba sentado en el pescante al lado de Isidoro volvió la cabeza y le dio una voz: - Tuuu, borregooo, ¿vas a estar durmiendo todo el díaaa? El chico se incorporó y estiró los brazos durante un rato. Luego, más espabilado contestó: - ¿Se puede saber para que me despiertas, acaso hemos llegado? Yo no lo veo por ninguna parte, este pueblo no es al que vamos así que ¿para que me despiertas? – No si todavía no te has despertado, ¿no te enteras que esta ya anocheciendo? Vamos a hacer noche aquí. En cuanto que lleguemos a la posada, podrás dormir todo lo que quieras, borrego.
Después de callejear, finalmente llegaron, como dijo, a una posada, entrando por la portada, dejando la galera al final del gran patio anejo al corral donde había huerta, gallinas, unas jaulas de conejos y zahúrdas con dos cerdos. Cerraron con cuerdas y una lona la galera y su carga y se fueron hasta el figón donde habían de cenar, luego de acordar los gastos con el posadero. Les sirvieron una fuente grande con Duelos y quebrantos y otra pequeña con morteruelo. Acabaron con un cantero grande de pan que les habían dado a cada uno, partiendo otro pan grande que cogieron con toda naturalidad, como si fuese lo suyo el comer más de uno. Era tal el hambre que traían que ni el viejo ni el joven titubearon ni un momento en comerse todo lo que se iba presentando. Mientras comía, Isidoro le preguntó al chico: - Paco, me dijiste que habías trabajado de aprendiz de mancebo en Aranjuez en una botica; cuéntame: ¿es difícil aprender todo eso de las hierbas y de jarabes y ungüentos? – Bueno –contestó el mozo- al principio si; tienes que hacerlo poco a poco y estar todo un año preguntando y viendo como son en las jarras y frascos que contienen las boticas, pero cuando has limpiado todo el local, dos veces a la semana, terminas por saber donde esta cada cosa y, finalmente, para que sirve. Otra cosa son las proporciones, que eso, normalmente solo lo sabe el boticario. – Debe ser curioso aprender tanto remedio. En fin. Tiene que haber gente para todo.
Terminada la cena, Isidoro mandó a Paco hasta la galera a coger una frasca de uvas negras, de pura cepa garnacha, metidas en vino que llevaban para el viaje, para el postre. El mozo, con celeridad la trajo hasta la mesa.  Estaban entretenidos tomado las uvas, que como es habitual en los que tienen ganas las tomaban de dos en dos, cuando se presentó en el figón un hombre mal encarado, sobrero negro y capa de igual color que mas parecía cuervo que viajero, portando un mosquete. Les miró con detenimiento y se sentó en una mesa cercana, de forma que habrían de hablar muy bajo si querían que el forastero no les oyera su conversación.
Para estar seguros de su reserva hablaban poco y en voz baja. Pero cambiaron de conversación  sin ni siquiera acordarlo, pues el recién llegado les daba mala espina. Llamaron al posadero para que les trajera otra jarra de vino con algunos melocotones, y cuando este les llevó la jarra Isidoro le preguntó- Oiga, ¿conoce usted a ese hombre que acaba de llegar? – No, no le conozco, pero no me extrañaría que fuera el mandadero del señor Duque del que hablan, que va de negro y tiene muy mal comportar. A más de uno le ha arruinado la vida, y no se cual es el favor que le hace al Duque pues todos sus desmanes se los consiente y tapa. Pero si es él, más vale que callemos no vaya a ser que se entere que le estamos mentando y la caguemos. – Así será, posadero, por nuestra parte: punto en boca. Se acostaron temprano en una de las alcobas de arriba cuidando Isidoro de que fuera una desde la que se viera el patio desde la ventana, por así guardar mejor a la galera, no fuera que se vieran sorprendidos por robo. A la mañana siguiente, bien temprano y luego de almorzar fuerte, tomaron el camino de Carrión para poder pasar el río por el molino que daba paso bajo el Castillo de Calatrava. Al llegar a las cercanías del Guadiana, el mozo dio una voz y dijo que pararan, había visto hierbas medicinales que quería coger. Estuvo un buen rato recogiendo hierbas y bayas y guardándolas en unas frascas que guardaba en un saquillo de loneta. Damián, le dijo algo molesto:- Pero bueno tú, ¿es que vamos a perder el tiempo con tus yerbajos? ¿Qué vamos a sacar con ello? ¿Acaso nos van a dar de comer? – No se a ti, Damián- le contestó Paco- pero a mi desde luego porque debes saber que estos “yerbajos” que tu llamas luego las he de vender a boticas y me sacaré buen dinero con ello; ten en cuenta que no en toda tierra se dan y sin embargo en toda tierra se necesitan, para remedio de los males. – Bueno está bien, date prisa y recógelas que se nos va a hacer tarde.
Legua y media después, en un recodo del camino, bajo unos álamos negros, se toparon con el viajero que vieron en la posada, que les esperaba, y dándoles el alto les increpó: - ¡Alto arrieros! por encargo del señor Duque, y viendo que no pagasteis cargo alguno por pasar por sus tierras, dadme todas las monedas que llevéis, y que no sean menos de cien maravedíes, pues en caso contrario me daréis lo que falte en especie. Los tres, obedeciendo más al mosquete que les apuntaba que al forajido que hablaba, sacaron las monedas que llevaban y que dieron suficiente para satisfacer lo que reclamaba. Cogiendo la bolsa con el dinero, se dirigió al mozo y le espetó apretando los dientes: -y ahora me das la frasca de las uvas en vino que os vi guardar que me darán gusto en el viaje. Paco, entró bajo la lona de la galera y tras un momento de rebuscar salió con la frasca y se la dio. Marcharon  con todo lo ligero que dieron a los caballos y en algo más de media hora ya se sentían tranquilos.

Al llegar a Ciudad Real, entregaron sus mercancías, recogieron sus ganancias, y el mozo pudo vender sus hierbas y bayas; conseguido todo, se plantearon volver a la Villa de Madrid para traer más mercancía. Estaban los tres haciendo cuentas, cuando observaron los otros dos que el viejo, Isidoro, no hacía más que restregarse la frente, llena de sudor, con su pañuelo, como si estuviera muy preocupado. – ¿Qué te pasa Isidoro? – Le preguntó Damián. – Pues mira- contestó – Es que no hago más que cavilar que el viaje nos dio buen fin pero nos podemos encontrar otra vez con el hombre del mosquete, ya sabéis, el de la capa negra, y nos deje sin blanca y quien sabe si algo peor.- No te preocupes compadre,- Dijo Paco, ¿os acordáis de la frasca de uvas que se llevó? Pues le metí en la frasca, de las que recogí en el camino, unas cuantas bayas de las que llaman la belladonna, que son negras y al parecer dulces, pero muy venenosas si no se toman con la medida propia; así que ahora debe estar el ladrón en algún camino, más seco que un bacalao. Se miraron los dos arrieros  y luego, rompieron a reír  y sentenció Isidoro, quien mal anda… mal acaba. 
(Publicado en el periódico La Tribuna de Ciudad Real el 13 de septiembre de 2014)

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