20060520

LA SUERTE DE CYRANO



Entre los brazos de Roxana, la mujer que más amó en su amarga vida, abriendo los ojos, recobrada la última fuerza en su delirio, -habiendo derramado el vigor de su naturaleza tras el último golpazo, sórdido golpe de un saco enfebrecido que le embistió, desde su último lugar, sujeto por la maroma a una garrucha reseca y suelta por la última traición- se le hizo repentina la luz cuando ella le besó en la frente.
En ese momento se dio cuenta que todas las palabras, aquellas que le habían hecho la mujer más feliz del mundo, habían salido de él, no de Cristian. Cyrano confesó que le habían quitado todo… menos una cosa. Al preguntar Roxana: dí. Él, exhalando el último aliento, dijo: ¡mi penacho! (mi orgullo).

El orgullo, la convicción de valor propio, la dignidad defendida hasta el final, no quita para que Cyrano, o los miles de Cyrano que en el mundo hayan sido, o son, digan en su interior lo que otro, de parecida suerte, dijo; éste, hombre real de gran cultura, valiente, ingenioso y, pese a su fortaleza física y dominio de las armas, de una grande y extraordinaria sensibilidad, Diego Hurtado de Mendoza, que supo expresar en un hermoso poema, que lo siento hoy aquí:

Desdichas, si me acabáis,
¡cuán buena dicha sería!
Si haréis, si no os cansáis
por mayor desdicha mía.
Poco os queda por hacer,
según lo que tenéis hecho,
en que os podáis detener
en un hombre tan deshecho
y tan hecho a padecer.
La costumbre dicen que es
muy gran remedio a los males;
yo digo que es al revés,
que los hace más mortales.
Ved a lo que me han traído
la costumbre y sufrimiento,
que de puro ser sufrido
vengo a decir lo que siento
cuando estoy ya sin sentido.
Los que vieren que porfío
a quejarme de mi suerte
pensarán que desvarío
con la rabia de la muerte.
Mas, con todo, bien verán
que no es tiempo de mentir;
gran agravio me harán
viéndome para morir
los que no me creerán.
Todo lo tengo probado,
hasta el bien me hace mal;
el no me hallar confiado
era mi peor señal.
Temblaba el alma en los pechos
en ver sombras de alegría;
bienes eran contrahechos,
que siempre el placer venía
víspera de mil despechos.
Si acaso estaba contento,
que pocas veces sería,
venía un remordimiento
que el alma me deshacía.
Profecías eran éstas
del mal en que hora me veo;
mil cosas llevaba a cuestas,
que las llevaba el deseo
sobre mi cabeza puestas.
Y aun me parecían a mí
tan ligeras de llevar,
que nunca tanto sentí
como habellas de dejar.
Esto, ya que era pasado,
si el dejallo me dio pena,
júzguelo quien lo ha probado;
si alguna hora tuve buena,
¡cuán cara que me ha costado!

La suerte de Cyrano, no es mayor o peor que la de cualquier otro, que estuviere en estos tiempos, con nariz o sin ella, olvidado de toda suerte, intentando lo imposible, para no rendirse jamás hasta el último aliento.
(Escritor e ilustrador: Ramón Gallego Gil)

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