20080705

LA SOBRINA




Rompía el silencio de la noche, que ya empezaba a agonizar lentamente, un ronco gallo, quizá capón, que desperezaba al gallinero en el rincón último del corral. Su desgarrado canto resonó por las tapias llegando hasta las galerías de la casa. Allí la Luna miraba azuleando el suelo en el que se veía con claridad, casi irreal, las cenefas geométricas y laberínticas de sus bordes. Desde dentro de la galería norte, los muebles palidecidos por la luz nocturna callaban quietos esperando el día y entre el silencio que se empeñaba a resistir, pese a la alarma del gallo y el pulso del reloj del zaguán que llegaba muy débil, se podía percibir el pausado respirar de la chica, encogida entre las espesas ropas de la cama, no se si por el peso o por estar emparedada entre dos colchones de lana y gruesas mantas. El lecho, elevado, como si el del mismo Ulises se tratara, asentado por firmes patas de hierro. Abrió lentamente los ojos y reconoció la tenue luz de la noche que aún resistía. Se removió y con una profunda respiración queriendo recobrar el sueño. Fue en vano. Empezaron a acudir todos los recuerdos, que dejó allí en el cuarto aquietados por el súbito sueño horas antes, recogiendo los temores de futuro que le esperaban desde ese día. Llegó el momento de la partida. Volvió a ver el tiempo de la casa, que se fue vaciando de los muebles y enseres que antes le dieron vida. Detrás de cada uno de ellos había un día, una hora bien guardada, unos instantes que recordar. Como cuando su madre tomaba asiento en la silla baja de asiento de enea, ennegrecida por los años y el uso. En ella se le hicieron las tardes cortas bajo el porche en verano, a resguardo del sol que no podía, pese a su insistencia, hacer marchitar a la higuera, siempre lozana, vigorosa, con la fuerza del venero del cercano pozo, donde se balanceaba el cúbo de cinc, atado con una gruesa maroma siempre húmeda por el continuo trasiego del agua. Sentaba la costura su madre, bordando manteles que nunca parecían acabar hasta quedar dormida, rendida por los madrugones y el desacarreo que llevaba todo el día; arrullada por el continuo ir y venir de gorriones y golondrinas. También, desde la silla baja, se despellejaba los tomates que encerraba a salvo en frascos de cristal, listos para los sofritos de invierno. A su lado, en el suelo, se sentó ella a los pies de su madre por las noches, cuando la osa mayor acudía a la cita, para escuchar las explicaciones de miles de historias que contaba su padre, unas ciertas y otras claramente inventadas. Hasta que el candil acababa su aceite y el pabilo daba las últimas. Retomó sus pensamientos, que dejó antes de quedar dormida la noche anterior. La pena, que anduvo por todos los lados de la casa, parecía cogerla de la falda pidiendo no salir, pero sin su madre ya no tenía sentido quedarse. La soledad entre aquellas paredes sería mucho más dura que empezar de nuevo en otro lado; prometió a su madre que se iría con el tío al pueblo y allí debía ir; cuidaría de ella, mas no podía asegurar cual sería su opinión, porque lo mas que conocía de él era las historias que contaba su madre de cuando eran mozos, y de eso ya habían pasado más de veinticinco años, con muchos pasos andados y mucho tiempo para cambiar; que ya se sabe que pasando el tiempo tanto genios como humores se cambian, sin saberlo el que lo hace y sin enterarse el que no lo vio. La figura de su tío era una imagen entre brumas, recuerdo de cuando vino a Madrid cuando ella tenía seis años.
El viaje era inevitable y el temor le encogió el ánimo. No tanto como para dejar de hacerlo: pensando en que allí en Madrid ya no había nada que le retuviera.

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