20080727

UN SUEÑO RECURRENTE



De vez en cuando, en las noches me dan ganas de soñar cosas recurrentes. Son sueños que suelen acudir no se con que condición o causa. Una de ellas es la de seguir en edad militar y con la licencia pendiente. Cuando hice el servicio militar tuve la suerte porque no había guerra en la que emplearse ni conflicto que resolver, por lo tanto la tensión no dejaba de superar la propia de un campamento para adultos en los que se hacía la continua representación de entrenarse para la guerra por si acaso. Tanto era la pericia que tenían los mandos para convencernos que nos preparaban para ello que, desde el primer día, tuvimos la consciencia de que salir corriendo era desertar y eso suponía un alto crimen de gravísima condena. Salir con permiso, estando así las cosas era una liberación que hacía apreciar la vida como antes no se había hecho. Hasta los huevos fritos con patatas llegaron a ser un extraordinario plato con el que deleitarse despacito para no acabarlos.
Uno de esos días de permiso fueron en un largo fin de semana que pude irme hasta Ciudad Real, donde además de ver a mi padre, que era el único de mi familia que tenía residencia allí, pude descansar con el resto de la familia que veraneaba en un pueblo de la provincia. Cuando terminó el permiso, el último día me enteré de que Julián estaba también de permiso y contacté con él en una terraza de la Plaza del Pilar y le pregunté si me podía llevar en su Seat 600. Me dijo que sí, cosa normal en él con su buen genio, y quedamos a las cinco de la tarde, temprano, porque tenía que despedirse de su familia que estaba veraneando en la Tabla de la Hiedra, en la ribera del río Bullaque.
La partida desde allí fue buena y decidimos que, para acortar, deberíamos irnos por la carretera que iba a Ventas con Peña Aguilera con dirección a Toledo para, desde allí, dirigirnos hasta Madrid donde tomar el autobús hasta La Granja de San Ildefonso donde hacíamos el servicio militar. Era una tarde de verano de las que en la Mancha cambia la brasa del sol, a su caída, por una templanza en la que las brisas suelen acudir en rachas trayendo los olores de cuanto van recogiendo del mundo vegetal. Por la carretera estrecha aquella había, a derecha e izquierda, un campo plagado de vegetación de sierra, casi todas ellas con aceites esenciales que, con los estomas abiertos por el calor del día, desprendían todas las esencias de jaras, romeros, lavandas, tomillos y tantas mas cuanto mas distancia poníamos de por medio, adentrándonos en la profundidad de las sierras. Hablábamos como descosidos con la voz en alto, (de otra forma no te deja hacerlo el 600) y lo hacíamos de todo: de cine, de los estudios, de los que estábamos leyendo, con lo que le comenté cómo se podía hacer un asiento para una mesa de trabajo con el cuadro de una bici, según la revista americana “Mecánica Popular”, tan ingenioso y parecido como los inventos del profesor Franz de Copenhague, inventor fijo del TBO. También hablamos del caso MATESA, con las desventuras del empresario estrella del régimen Juan Vilá Reyes, introductor de telar sin lanzadera. Tan metidos en la charla estábamos que nos dejamos atrás el desvío hacia Porzuna primero y hacia El Robledo después y cuando quisimos aguardar estábamos camino de Alcoba de los Montes, cerca de donde tentó el demonio a Jesucristo, o lo que es lo mismo: muy lejos. Alarmados por el despiste que nos haría, con seguridad, llegar muy tarde al campamento me acordé de lo que me dijo el teniente para los casos de accidente o imposibilidad material, ir a la Guardia Civil y avisar. Allí en el pueblo había un puesto, así que nos acercamos y avisamos. Aunque bastante inquietos hasta llegar,pues tardamos lo del viaje de Marco Polo, lo cierto es que la Guardia civil avisó a tiempo y no nos pasó nada. Ni siquiera una bronca, solo alguna broma con la que se rieron a nuestra costa un rato.
Desde aquél día, más de una vez he tenido sueños en los que nos perdíamos con el 600, íbamos conociendo gente muy rara, incluso por el extranjero, y nunca llegamos al campamento, nos buscan como desertores y la Guardia civil no nos hace el menor caso. Eso si, a Julián lo veo tan sonriente como siempre, con ganas de tomar a chanza casi todo y viendo lo mas positivo del angustioso viaje. Lo más chocante es que el 600 nunca se avería y cada vez que le damos caña va como un Jaguar. Así hasta despertar.
Han pasado muchos años y aún así, un día, cuando menos lo espero, vuelvo a ser el copiloto de Julián y vuelta a empezar. La cabeza tiene estas cosas y puede que sea uno de los efectos colaterales de haber hecho el servicio militar. O un efecto de la ansiedad, que de vez en cuando acude sin haberla invitado.

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