20160330

ASTRA



No había viento y, sin embargo, la puerta gruesa de la entrada de la casa dio un tremendo portazo. Era Susi que llegaba del trabajo. - ¡Pero chica! ¿Cómo es que vienes a estas horas? – Nada Juan, porque estoy muy cabreada. No me digas nada ahora, no. No quiero hablar en este momento. Más tarde. Ahora, no aguanto interrogatorios. Luego hablamos ¿Vale? – Vale, vale, vale chica. ¡No hay más que hablar!
Juan sabía que cuando Susi le llamaba Juan, algo serio pasaba. Siempre le llamaba Juanito, o Johnny, o Jota, nunca Juan. La estuvo observando dar vueltas por el cuarto de baño, lavarse la cara, atusarse el pelo, ir a la cocina, beber agua, prepararse un café con leche y terminar sentándose en el comedorcillo con el cigarro en la mano observando las volutas de humo subiendo hacia la lámpara de flecos; en la mesa dejó el paquete de Bisonte y la caja de cerillas de papel encerado de C.A.F. Juan, pensativo, dejó pasar un espeso instante. Luego la miró y dijo: - Susi, salgo un momento. Enseguida vengo. – Vale. Hasta luego.
Mientras bajaba en el ascensor, vio cómo subía un hombre con gabardina y sombrero de fieltro negro por la escalera. Le siguió con la vista por los cristales hasta que se oyó cómo entraba en el séptimo. Despejó su preocupación. Salió a la Glorieta de Bilbao y se dirigió al metro, cogió el tren hasta Callao. Salió a la plaza, se paró y respiró profundamente varias veces. Cruzó y se dirigió a la cafetería donde trabajaba Susi. Al entrar, Gregorio le miró y le hizo una señal para que callara mientras se sentaba Juan. Minutos después se acercó y con la servilleta en el brazo dijo en tono alto para que le oyeran desde dentro: - ¿Que se le ofrece al señor? Juan pidió: -Un café negro. El camarero, cuando se aseguró que no le oían, cambió la conversación: - Susi se fue hace más de media hora. - Juan asintió. – Tuvo una buena con el jefe. Es mala persona el jefe. Le estuvo diciendo cosas a Susi… que no se las debe de decir a nadie… y menos a una mujer como Susi. Es una mierda de chulo y se cree que puede tratar a toas las mujeres como trata a sus chicas de su bar de Cascorro, ya sabes… la mierda esa que tiene el jefe llena de chicas de mal vivir. No
oí todo lo que le dijo, pero creo que la estuvo acosando un buen rato hasta que Susi explotó y le cantó las cuarenta. El la amenazó, eso sí lo oí bien, ¡vaya que si lo oí! buenas voces dio el muy cabrito, la dijo que la mataba si no hacía lo que quería él. Ese tío es peligroso, créeme Juan; ¡mucho cuidao!
Más tarde, desde la ventanilla de la planta superior del autobús vio Juan cómo daba la vuelta y tomaba la Gran Vía camino de Alcalá. El cartel de Cinzano que ocupaba el lateral del enorme coche resaltaba su presencia en la calle con poco tránsito. Un Ford ranchera pasó junto al autobús en dirección contraria. Lo conducía una chica como Susi. Su recuerdo incrementó la ira que llevaba Juan, que era mucha. Pensó cómo protegerla. Al llegar cerca de la calle Antonio Acuña, se bajó en la parada más próxima. Se sumergió en la muchedumbre de la calle y llegó andando hasta la casa donde vivió su padre. Tres meses hacía que no entraba en ella. Desde que murió, llegar hasta allí era muy doloroso. Al abrir la puerta del piso, sintió enorme soledad en las habitaciones. La muerte de su padre llenaba el piso que en otro tiempo fue alegre. Parecía invadirlo la muerte, parecieran los muebles muertos, los armarios con ropa, también muerta. Despojos cadavéricos privados de la vida que se fue con su dueño. Sobreponiéndose, fue hasta la mesilla de noche del cuarto de su padre y, del cajón, cogió un envoltorio que parecía pesar. Sin abrirlo, lo metió en el bolsillo de la gabardina; abrió la puertecilla de abajo, la del bacín que no había, cogió dos cajas de cartón pesadas, se caló el sombrero y, saliendo, cerró la puerta del piso como el que se deshace de una pesadilla. Tomó el metro y se refugió en su gabardina levantando el cuello, tirando del ala del sombrero delantera hacia abajo. Desde el rincón de la puerta del vagón del metro intentó tranquilizarse y pensar en cómo afrontar la amenaza grave que se cernía sobre la persona que más quería: Susi. Pasaban las estaciones; cuando llegaba el tren y partía hacia la siguiente, la velocidad aliviaba la ansiedad que le invadía. Subió las escaleras del metro en la estación de Bilbao despacio. Seguía ocupado en la preparación de la seguridad de su chica. Entró en casa y, al llegar al piso, abrió con cuidado la puerta y para que no se inquietara,
la llamó en voz alta: - ¿Susiii? –Hola Juan, estoy en el salón. – ¿Qué tal estás, chica? - Un poco más tranquila, ahora que has llegado. ¿Dónde has estado? – Fui a ver a tus compañeros del trabajo. Estuve hablando con Gregorio. No te preocupes, no vas a ir más allí. Llamaré al mierda ese de tu jefe, y no te va a amenazar más. Ya te buscaré otro trabajo lejos de él. – Juan, es que si te enfrentas a él te puede hacer daño, no sabes cómo las gasta, está loco. Un día amenazó a una de sus chicas del bar de Cascorro, que se quería ir de allí y, como no le hizo caso, a los dos días se la encontraron entre las vías del tren cerca de Delicias, muerta a cuchilladas. – Jopé Susi, si llego a saber que te metías en ese antro, te busco otra cosa. No te preocupes ya encontraremos algo en el que estés bien. Ahora, yo me encargaré de que nadie te inquiete. Cuando vayas a salir dímelo y tenme informado donde te encuentras y si tienes algún problema. Dejaré el Simca 1000 dispuesto por si tengo que ir deprisa a donde te encuentres.
A las dos de la madrugada del viernes siguiente, llamó Susi a Juan que estaba en el trabajo en la sala Pasapoga. Juan cogió el coche y fue a toda velocidad hasta allí. No esperó al ascensor: subió por la escalera de madera los escalones de dos en dos procurando no hacer ruido. Al llegar a la cuarta planta oyó como entraban en la casa y subían andando el jefe de Susi y un matón con cara de tuercebotas. Abrió Juan el piso y en silencio le hizo señas a Susi de que le siguiera. Dio un toque al piso de la viuda del Cuarto A y le pidió que se quedara allí. Llamó a la policía y esperó a los que venían en el rellano. Aparecieron por la escalera del tercero. El jefe miró hacia arriba y le vio. Sacó una pistola del bolsillo. Una docena de tiros de pistola se oyeron en el inmueble que resonaron por el hueco del ascensor. Los dos asaltantes se veían tendidos en los escalones, entre dos charcos de sangre. Uno boca abajo y el otro con la cabeza torcida y los pies hacia arriba. Sonó la sirena de la policía. Cinco minutos después, se llevaban a Juan a la Comisaría. Lo soltaron. Tenía permiso de armas de la pistola Astra A-50, Constable de su padre, que regularizó al sacar el permiso de vigilante del trabajo. Acabaron los problemas de Susi y de Juan. Gregorio, que se hizo con la cafetería de Callao, lo dijo muy expresivo: muerto el perro se acabó la rabia.

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