20160330

LA LIBERACIÓN DEL GASCÓN



Lucien, el gascón que vino luchar por su señora, Leonor de Aquitania, tan cansado estaba que, como si quisiera bañarse en sus recuerdos, escurrió su cuerpo sobre la montura que le servía de apoyo al pie de una encina y, entornando los ojos, comenzó a cantar muy bajo los versos de una canción aprendida del último juglar con el que estuvo: “lesa, e tu non lesas de amar…” (…te deja y tú no le dejas de amar…) Al momento quedó dormido. En una jornada estaría en Al-Arak, con el rey Alfonso y, su suerte, podría estar echada.
En sueños, se vio en las orillas del río Gabas despertando de una cabezada leve tras la comida con Adnette. Los zorzales andaban vigilando a la pareja, intrusos en aquel remanso solitario, bajo la sombra de los fresnos en la que los rayos del sol se filtraban amarilleando la pradera de la ribera. Dormida estaba ella y a él le dio por pensar en su inmediato futuro. Debía partir hacia el paso de los Pirineos pronto para incorporarse a las fuerzas de gascones que debían ir a servir a la reina Leonor. Habían quedado que en el mes de abril debían acudir al valle de Valdizarbe, en Puente la Reina. Pero, ¡cómo ir sin Adnette! Ella no podía ir, pues él debía incorporase al ejército gascón; mas le iba a romper el corazón si se iba. No podía el mozo dejar de cumplir el compromiso de su padre de servir a doña Leonor, como buen vasallo, y él lo asumió a su muerte. Se lo diría ya. Mejor cuanto antes. Se desperezó Adnette sonriendo con sus hermosos ojos verdes y no pudo más que aplazar el darle la noticia. No podía romper su feliz día.
Al día siguiente Lucien mientras venía de comprar cinco gansos en el mercado, vio al posadero que se le acercaba. – Lucien, voy un momento a comprar verduras al mercado. Lleva los gansos al corral y luego hablamos. Creo que es hora de que lo hagamos. – De acuerdo, hasta luego.
Llegó el momento de hablar y Lucien le confesó a Jean, el posadero, que dos días después se marcharía para incorporarse al ejercito de la reina. Explicó sus razones y él las comprendió. Le ofreció que, cuando volviera, si se casaba con Adnette, dejaría la posada para ellos. Se lo agradeció y se
dieron un abrazo. Fue inmediatamente a verla y contó la conversación con su padre. Como se vuelve el cielo luminoso de un día de mayo, brillante, alegre y feliz, en tormenta oscura y preocupante, así se trocó la cara de Adnette. Su llanto no ocultaba la desesperación. El abrazo de Lucien, ni los besos que le dio, sirvieron para sofocar su tristeza desesperada. Él le cogió la cara y mirándola a los ojos dijo: - te prometo que si la fortuna me acompaña y logro liberar el compromiso que mi padre dio a la reina Leonor y vivo para ello, volveré para estar contigo donde tú quieras. Te lo juro.
Dos días después con el atillo y su arco al hombro, partió a caballo hacia los Pirineos. Al llegar a Bergerac, en la posada donde se alojó, coincidió con otro gascón. Jules de Clairac, que llevaba su misma ruta, aunque lo hacía voluntario buscando una renta fija, aunque fuera pequeña, acudiendo a la leva. Iba huyendo de la justicia por haber tirado al río al alguacil de su pueblo, que estaba acosando a su prima. Se hicieron amigos y a los dos días partían por el camino de Santiago hacia Navarra. Era Lucien el que se encargaba de cazar con el arco las piezas que habrían de servir para la comida y Jules el que las guisaba. Al llegar a Saint Jean-Pied-de- Port, descansaron antes en la ribera de La Nive de Bèherobie. Comieron dos pichones que habían asado por la mañana y se dispusieron a pasar las murallas de la población donde pagaron el portazgo y fueron a buscar hospedaje. Al día siguiente partían para pasar por las montañas hasta Roncesvalles. Cargados con un queso y pan, aliviaron el camino dando trote a los caballos, hasta que las empinadas cuestas les hicieron alternar cabalgaduras con ir andando llevando a los caballos del ronzal. Doblando el camino, subiendo por una de ellas, por encima del río Luzaide, vieron cómo cuatro hombres armados bajaban desde poniente dando voces amenazando con disparar con sus arcos si no les daban todo el dinero que llevaran. Jules y Lucien se escondieron detrás de unas gruesas hayas. Se vio su arco, tensas las cuerdas y, de un violento y súbito disparo, la flecha cortó como cuchillo el aire del bosque, rompiendo el silencio: cayó de un golpe en el pecho uno de los forajidos. Los otros no esperaron al segundo disparo. Volvieron sobre sus pasos remontando el talud a toda prisa. Siguieron los dos gascones su camino, vigilando por si volvían.
Llegaron felizmente a Roncesvalles donde encontraron a otros gascones que llevaban el mismo camino que ellos. Lucien partió al día siguiente, y Jules se quedó por cuidar de una fiebre que había cogido el día anterior un viejo amigo suyo de un pueblo vecino.
Por Biscarretum, en una piedra, al lado de la entrada de la Iglesia, en el soportal, lloró amargamente Lucien por la soledad que sentía, y allí le dio fuerzas para seguir un labriego, cuando le dijo: - “Rapaz, el mundo es tuyo si lo quieres, es menester que eches un poco de coraje en tu bolsa.” Confesó Lucien que lo haría, y hasta el momento, no le había faltado. Algo quebrantado estaba, porque seguía acordándose no solo de Adnette, sino de su madre, y sus hermanos, que eran lo que más quería. Pero seguiría con coraje.
Luego de varias semanas, y obedeciendo los gascones las órdenes de la reina, llegó hasta su primera gran batalla, al frente de la contienda de los ejércitos del Alfonso y Al Mansur, para lo que estaba en las proximidades de Qal'at Rabah, camino de al-Arak.
La faltriquera, la llevaba él muy escondida en el jubón; minúscula, en ella llevaba una moneda de oro y varias de plata que retenía para las emergencias cuando viajaba solo. En esos momentos, no precisaba gran cosa. Los gastos corrían a cargo del alférez Don Diego. Le había tomado un gran afecto y cuando se dirigía a él, lo hacía como recordaba hacía con su padre. Reconocía su autoridad. Descansaban bajo un soto de encinas hasta seguir el camino. Al punto, tal y como si quisiera bañarse en sus recuerdos escurrió su cuerpo sobre la montura que le servía de apoyo y, entornando los ojos, le pareció oír cantar muy bajo el estribillo de una canción aprendida de un juglar: “…lesa, e tu non lesas de amar…” (te deja y tú no le dejas de amar…)
Despertó. El grito del vigía les advertía de la proximidad de una partida de Zenetas, bereberes al mando de Yusuf al Mansur que acosaba la próxima fortaleza de al-Arak.
A la caída de la tarde, por las llanuras próximas a Qal´at Rabah, en un soto de encinas prietas de espesura, recostado en el tronco de una de ellas, yacía Lucien con el hombro desollado por un tajo de alfanje auxiliado por su compañero Jules. A dos metros lo que quedaba de la unidad de arqueros, con el alférez maltrecho al frente. Hizo una señal con la mano a don Diego para que se acercara y, al oído, dijo. –Dejo… sin cumplir mi promesa de volver con Adnette y mi familia, a los que quiero; ahora… que he cumplido mi compromiso… y el de mi padre. Veo… la muerte acercarse; volveré si mi espíritu y el señor Jesús lo permiten. Mi señor alférez…doy gracias a todos por vuestra ayuda. Nos… veremos.

No hay comentarios: